La intimidad de las personas es un activo escaso en los mercados volátiles (y en los retorcidos) de estos días. Hoy las redes sociales y sus marañas engañosas determinan nuestras rutinas, distorsionan los horarios y se apoderan (usualmente recibiendo pagos nuestros) de todos los secretos.
Ya es costumbre exhibirse y adoptar las prácticas de la autopromoción en la pasarela abierta de las pantallas creyéndose inocentemente digno de la atención del mundo. Contrario a lo que se pregona desde el oportunismo y las ventas que apuntan a nuestra impulsividad, las “comunidades” que forman las culturas cibernéticas rara vez unen a diferentes seres humanos con un propósito común. Son grupos ansiosos, motivados por emociones inmediatas, a duras penas clientes que se dejan desangrar por mercados cada vez más invasivos. Perder el contacto entre humanos, pensar que los chats, las redes sociales o los video juegos sustituyen el impacto y el poder educativo de los encuentros físicos es preferir el inmediatismo a la una existencia medianamente regida por planes, sueños y capacidad en el tiempo.
Lo anterior lo he escrito escrito en un blog. Eso no deja de ser paradójico. Ningún pregón sirve si no traemos a colación ejemplos que aterricen su tono. Éste lo traigo desde Amsterdam, una de mis moradas que a veces se resiste a narrar a fondo la historia de sus migrantes (de los refugiados, claro, pero también de otro tipo de desposeídos) y que, por ende, se condena a vivir en su pasado. Algo así diría el novelista Ilja Leonard Preijffer.
No me deja de alegrar que muchos habitantes de los primeros pisos de las casas de esta ciudad decoren sus ventanas para el deleite de los que pasan por la calle. Con objetos delicados, crean narrativas que sugieren algo de su privacidad, como lo hace cualquiera que seduce con prudencia y sabe dosificar su entrega. Como lo hace cualquier belleza que sabe que su paso fugaz es suficiente para retar al amor.
Las piezas de porcelana blancas y azul-Delft (gatos congelados miran hacia la calle, figuras de niños regordetes en vestidos tradicionales mandan un beso al cristal, un jarrón ofrece los colores de los tulipanes al transeúnte desconocido) son las que más se encuentran. Sin embargo, a los caminantes más pacientes y atentos se les revelan plantas exóticas cuidadas con esmero de coleccionista, alguna bandera que anuncia orgullosa todos los colores del arco iris, un barco de madera reconstruido a escala miniatura con nostalgia de relojero…
Invadida a diario por turistas que hormiguean sus calles y canales con ansiedad voraz, las viejas casas del Jordaan y de otros barrios centrales de La Venecia del Norte ofrecen una generosidad al transeúnte que no he podido encontrar en otra parte. Lo participan de sus orgullos cotidianos, comunican los detalles minúsculos de unas vidas que el visitante logra intuir más no aprehender. Le dan a conocer particularidades de las vidas, pero pasan como pájaros por encima de los siempre afanosos personajes que, con celulares, mochilas y horarios de selfie, siempre serán extraños.
En las casas de la ciudad también hay espacio para grandes nombres grabados en yeso eterno sobre las paredes. Unos son imponentes heráldicas que anuncian la casa de éste o aquel explorador del siglo de oro holandés. También están los símbolos de un esclavista o el anuncio que se congeló bajo una fragancia remota de faros que arrastró un comerciante desde un mar perdido. Vigentes o no, estos símbolos de poder en los pisos altos o los aros de las puertas, no riñen con las decoraciones que los habitantes del Amsterdam actual ofrecen. Sugieren, nunca cuentan con precisión. De ahí su poesía.
Cualquier día de estos di con una escena digna de cualquier pintor de la Edad de Oro. Amanecía. La ciudad se desprendía de su niebla con luz blanca y limpia (una que Leonardo Padura nombraría “modesta y serena”). Yo caminaba a orillas de uno de los canales. Desde la ventana de un primer piso iluminaba un color cálido, que parecía hablar de una jornada de trabajo o de actividad hogareña pura y silenciosa. Se anticipaba a los turistas y a sus timbres de bicicletas inexpertas, a los chirridos de sus pedales sobreactuados y al ronroneo mortificante de sus botes con megáfonos pregrabados que se tomarían la ciudad antigua dentro de poco, como todos los días. Alrededor de la luz opaca de ese marco, una negrura tentadora, la oscuridad que invita a cualquier sueño o pesadilla.
Me acerqué.
Me topé con un viejo en el interior de casa. Lo vi peinado impecable, con los lentes sobre su nariz enorme, leyendo algún periódico. Se veía saludable, salvo por un tubo delgado y amarillento que pasaba por debajo de su nariz. Ni eso le quitaba la pacífica dignidad con la que proyectaba al mundo que despertaba. Me hizo recordar a mi abuelo, para el que, en los últimos años de su invierno, los afanes y las expectativas habían dejado de ser el motor de los días. Alguno de los Pessoas de El libro de desasosiego escribió “Si nuestra vida fuese un eterno estar en una ventana”.
La del viejo estaba un poco abierta y, aún con la brisa lejos, reconocí el olor a café fresco que procedía de la casa del señor y su silencio matinal. Lo más seguro es que ya había pasado por su primera taza. En la ciudad se toma un promedio anual de 8.3 kg de café per cápita, unos 22 gramos al día por persona. Es no es errado decir que cada uno de los 724 mil adultos de Amsterdam consume en promedio al menos 3 tazas de café al día. Sin duda este viejo había incorporado el café a su pacto honesto con la soledad de sus despertares.
La bebida más tomada en el planeta, después del agua, parece tener una historia de amor con Amsterdam. Hay 116 cafés por cada 100 mil personas; esto es un número significativo si consideramos que San Francisco , que es la ciudad de mayor número de cafés en el mundo (235 por cada 100 mil habitantes), tiene 4.6 millones de residentes, mientras que Amsterdam tiene 1.2 millones. Marcas legendarias y nuevas se mueven entre la niebla o el vapor del verano. habitantes, el aroma de granos recién tostados y prestos para moler impide que el humo empalagoso de la marihuana palidezca el aire (aunque, alguien debe decirlo, ambos hagan a veces tan buena combinación). El café, quiero pensar, es a hoy lo que en su momento fueron en la ciudad el olor a cargas frescas de arenque, a granos bálticos, a alquitrán, linaza y madera para construir nuevos barcos, con los que durante breves, pero intensos años del siglo XVII, las compañías navieras holandesas dominaron los océanos del mundo.
Quiero imaginarme que desde el declive de las flotas holandesas, y tras perder tantas batallas contra los ingleses, franceses y españoles, un imperio de sentidos se dobló sobre sí mismo para curar sus heridas. Habrá eligió el silencio, las luces nostálgicas de las farolas y los placeres de tabernas discretas y burdeles intencionalmente mal disimulados. Quiero pensar que desde entonces las ventanas generosas tienen la certeza de ser dignas de una pieza de museo, resistentes a guerras mundiales y a los indicios de una próxima gran extinción motivada por las hordas de personas con afán de selfie y talento nulo para la autenticidad.
Hay presencias que sentimos, a pesar de la distancia. Permanecí inmóvil un rato ante la escena, como queriendo retener la comunión con un mamífero salvaje distraído, tratando de ser discreto desde mis cavilaciones sin desayuno. El viejo me notó en el andén opuesto a su ventana. Se acomodó las gafas sobre los ojos, pues se habían escurrido hasta la punta de la nariz para leer mejor, y me miró unos segundos, como tratando de reconocer a alguien o queriendo entender la razón de mi quietud.
Luego se incorporó con algún esfuerzo y quiso empujar la ventana hacia arriba. Empecé a alejarme por pensar que incomodaba al hombre y creyendo anticipar algún reclamo, pero su voz raspada me hizo volver la mirada. Con un inglés claro, a pesar de los quiebres de su acento, me preguntó:
– ¿Busca usted algo?
– Viene un amigo, atiné a responder en un holandés que creí digno de esa madrugada.
El viejo hizo un gesto con la mano, como disculpándose por distraerme de mi espera. Se dispuso acomodarse de nuevo para continuar su lectura, pero antes de cerrar la ventana dijo:
– Si su amigo no llega, me avisa. Yo también puedo dejarlo esperando.
Se rio por encima de un ataque de tos y repitió la despedida con la mano antes de bajar el marco. Me reí también y lo saludé por última vez. Fingí una llamada a mi celular y avancé hacia el nororiente, rumbo a una de las calles que ya llevaba bicicletas y tranvías hacia el centro de la ciudad.
No recuerdo con precisión el resto del día. Seguro hice diligencias y admiré otras cosas de la ciudad de mis ancestros. Pero saqué una conclusión para el oficio que desempeño en un Colegio. En tiempos donde nadie escucha a nadie, sino prefiere venderse con videos fingidos de levedad insoportable, a lo mejor la educación moderna también deba motivar estos encuentros discretos, desprovistos de protocolos y casi nunca celebrados. Los momentos bendecidos por una marca de intimidad compartida con extraños nos pueden dar un respiro de la lógica de competencia constante y consumo irrelevante, pero responsable de la próxima gran extinción. Un gesto entre dos personas, que posiblemente no se vuelvan a ver, da cuenta de un halo de los humanos que se resisten a resumir la existencia a castigos para la ineficiencia y premios para las ventas. No debemos perder la capacidad de asombro ante los pequeños brillos. No debemos permitir que la automatización de la rutina termine opacando la calidez o las pálidas sorpresas que nos guardan caminatas desprevenidas.
Ahí quedará el viejo: un refugio discreto para cuando la escoria humana, una vez más, me apriete la garganta. Ese pensionado, lejos de la amargura, mientras se marchita en una relación generosa con el entorno, para mi siempre será consciente de que su intimidad compartida bien vale un espacio destacado en las reservas de las celebraciones.