Por: Jerónimo Carranza
La victoria es la paz, dijo el presidente Santos. Con ese anuncio vuelven los diálogos a la mesa, después de que esa posibilidad quedara enterrada tras la desafortunada invitación que hiciera Álvaro Uribe al presidente Chávez en 2007 para que mediara con las FARC con objeto de obtener la libertad de un grupo de personas secuestradas.
La lucha armada de la subversión colombiana es tan antigua que su rastro se pierde en las trochas de una violencia política que arrastra varias generaciones.

En la segunda mitad década 1920 se vivió el estallido entre el régimen institucional y los movimientos obreros y campesinos que germinaban en haciendas cafeteras, plantaciones, fábricas y campos petroleros. La masacre de Ciénaga en 1928, inscrita en la memoria del Caribe colombiano, fue uno de los episodios más cruentos de esa tensión, cuando un contingente de soldados abrió fuego sobre una concentración de trabajadores de la United Fruit Company, empresa exportadora de bananos de los países del mare caribicum.
En los años treinta y la primera mitad de los cuarenta se vivió una tregua concedida por las políticas sociales y más promesas ejecutadas en los gobiernos liberales, que apaciguaron la revolución en marcha que se agitaba desde los núcleos dinámicos de la economía, como eran el petróleo de Barrancabermeja y el transporte del Río Magdalena. Sin embargo, los territorios con tradicional hegemonía conservadora, feudos campesinos adheridos a cientos de pueblos diseminados en el centro del país incubaban la movilización azuzada por el clero y el caudillismo político.
A raíz de la división del liberalismo para las elecciones de 1946 entre una vertiente encarnada en Jorge Eliécer Gaitán y otra representada por Gabriel Turbay y los dirigentes del Partido, como el ex presidente Alfonso López, el periodista Juan Lozano y Lozano, y los primos Carlos y Alberto Lleras, el poder recayó de nuevo en manos conservadoras y el movimiento liberal se desplazó a la oposición de los designios eclesiásticos. Comerciantes, funcionarios, hacendados y campesinos de Cundinamarca, Santander, Tolima, Valle del Cauca, Casanare y en general de las vertientes andinas del centro del país fueron condenados al éxodo. Su adhesión, no siempre voluntaria o autónoma al trapo rojo, les trajo la represión conservadora denunciada en prensa y en la tribunas. El asesinato del caudillo Gaitán en 1948 prendió fuego a la guerra.
Los contingentes de colonos campesinos, provenientes en algunos casos de zonas donde se practicaron formas de apropiación colectiva de la tierra desde la década de 1920, como Sumapaz y Tequendama en Tolima y Cundinamarca, huyeron en búsqueda de nuevos horizontes, sobre las laderas más escarpadas de las tres cordilleras andinas, años después hacia el oriente y sur del país.
Acosadas por la persecución de la policía chulavita de Boyacá, que movilizó Ospina Pérez y después su líder Laureano Gómez, surgieron las guerrillas liberales que transmutaron en bandoleros y grupos comunistas con el correr de los años. Tarzán y el Capitán Veneno azotaron con tanta saña a la población tolimense como los pájaros conservadores en el Valle. El vacío de poder causado por la guerra conllevó en 1953, bajo el mandato del General Gustavo Rojas Pinilla, al primer proceso de paz. Se desmovilizó el grueso de combatientes liberales, del Llano en su mayoría, pero en adelante muchos jefes cayeron por las balas “legales”.
De ahí que miles de campesinos, desatendidos por la dirigencia liberal tras el ascenso del gobierno militar y con el establecimiento del Frente Nacional en 1958, adhirieron a células comunistas. Se reconocieron a sí mismas con ese credo político por el lazo histórico que les identificaba en acciones de protesta urbana y toma de tierras. Fueron organizados núcleos de resistencia, de los cuales los más recordados han sido Villarrica y, en especial Marquetalia, épica de fundación de las FARC por la supervivencia civil a la incursión militar de 1964.
En la década de 1980 se actuó otra vez por la paz con las guerrillas. El proceso adelantado por el Gobierno Betancur en 1982 tuvo elocuente arranque frente a cinco grupos armados principales: FARC, ELN, EPL, Quintín Lame, M-19. Pero la alianza de arraigados estamentos políticos y económicos con los militares adoctrinados en el anticomunismo, encomienda de la potencia norteamericana, asesinó al movimiento de la Unión Patriótica, plataforma política para las FARC.
El gobierno liberal de Barco le apostó a la paz en términos draconianos. La desmovilización armada del M-19, el EPL y Quintín Lame, abonada por una revisión política dispuesta en adelante dentro del marco de la Constituyente de 1991, fue la oposición del atrincheramiento de las FARC. Desde ese año se expandieron en sus frentes geográficos luego de que el gobierno reeditara en el sitio de Casa Verde en el Meta el bombardeo de Marquetalia.
La extensión de un movimiento armado que ha ordenado y sometido enormes territorios mediante un régimen impuesto de autarquía, propaganda y control de la producción de coca, sumado a la crisis del Estado y la economía en la década de 1990, fortaleció de tal modo a las FARC, y por encima de otros movimientos como el ELN, que el Presidente conservador Andrés Pastrana tomó la paz como su bandera de campaña. El poder con el que llegó este grupo a la mesa de diálogos velaba la trascendencia de un anillo que se apretaba de manera simultánea entre los paramilitares financiados por la mafia y el poder del Estado, pronto nutrido por el armamento atraído con el Plan Colombia.
La falta de objetivos realizables y el desinterés de la opinión pública, que siempre está lista para maldecir en el comedor ante cada noticia, sea un secuestro o una masacre ocurridas en medio de las mesas desplegadas con eternos discursos, así como el físico miedo exacerbado en la violencia, llevaron a esa misma opinión, dirigida con gran habilidad, a los brazos del salvador de la patria, que no ameritará comentarios, excepto el de que ha fracasado.
Desde hace casi cien años, aquellos campesinos han seguido replegándose en el éxodo de la historia, como brotes enterrados en el presente y su beligerancia política se impone por encima de cuestiones morales, como que han pretendido subvertir el orden institucional con las armas y más allá de los principios éticos de la guerra, fenómeno que solo se explica por la falta de escrúpulos de ella, por el pleonasmo. La práctica del secuestro, las bombas y otros delitos de la guerrilla son cicatrices en la memoria colombiana, así el maquillaje oculte otras marcas de semejante o peor calaña.
Sin embargo, como nada peor se puede esperar y las perspectivas de aquellos que se han aprovechado de esta guerra son aciagas, sólo esperamos que con el diálogo, mujeres y hombres de Colombia, vénganos la paz.