Foto: Enciclopedia del Holocausto, el refugio en Latinoamérica

Por: Jerónimo Carranza

“The tragic vision is incapable of seeing itself in a historical perspective. It is esentially   unhistorical, since it lacks the principal dimension of history, wich is the future. Refusal, in       the radical and absolute form which it assumes in tragic thought, has only one dimension:            The present”. Lucien Goldmann. The hidden God: a study of tragic vision in the Penseés of          Pascal and the tragedies of Racine.

En el concierto internacional, Colombia es un país del montón, con una población intermedia, grande entre los países de América y mediana en civilización ante los grandes territorios de su hemisferio, con economías potentes y capaces de trastornar el sistema mundial, como México o Argentina.

Entre las religiones del mundo, el judaísmo es irrisoria en cuanto al número de practicantes, pero, al contrario, es fundamental en su reconocimiento como la raíz de las religiones monoteístas que imperan y que aparecieron siglos después: El Cristianismo y el Islam. Su atracción también es extensa, a través de las prácticas del culto alrededor de la Torah, como parte de la filiación judía o de una lectura guiada del Pentateuco, como la Cábala, en formas de conocimiento que también se inclinan a la ética individual. Esta búsqueda del sentido de las tradiciones hebreas es emprendida, en gran número, por personas que no son judías, pero aprecian el contenido de su pensamiento o quizás son conducidas por los Testigos de Jehová. A pesar de la adhesión filosófica o religiosa y de que pueda llegarse a una conversión por un camino largo, el judaísmo no incluye en el seno de su comunidad a quienes no tienen un vínculo de sangre con sus ancestros, vínculo que se debe renovar a través de la unión de un varón con una mujer hebrea, la base real de la existencia de los judíos en el tiempo.

La existencia de las religiones, en general, no depende de su asentamiento territorial -Aunque haya lugares santos, como Jerusalén- sino de su expansión entre los habitantes de todas partes. La conquista de los territorios viene aparejada del sometimiento espiritual de los conquistados, método usado por el Imperio Romano con el cristianismo, al igual que hiciera la expansión musulmana, a partir del Siglo VII, desde la península de Arabia, siguiendo con el Mediterráneo africano y el Magreb, la Península Ibérica, llegando a los Pirineos y hacia el otro lado del mundo, con millones de almas en la India e Indonesia, todo ello por medio del Islam. Sin embargo, aunque el Estado en la historia segrega o persigue a las demás religiones en esos territorios, lo mismo que sucede en Asia Central y el Lejano Oriente con sus respectivas formas religiosas, como el budismo, el gran hermano eterno incorpora a los súbditos del poder terrenal al cauce de su religión predominante. En cambio, los judíos son una comunidad de sangre y por ende su salvación no es ecuménica. Para todos -y todas-. Hay un proceso de conversión de no judíos que exige unas pautas más severas, restringidas y prolongadas que las dadas para convertirse al catolicismo.

Hasta hace apenas treinta y dos años Colombia era un Estado confesional, en donde la vida civil y la enseñanza se hallaba bajo la tutela de la Iglesia Católica. Esta de más comparar el grado de intromisión de la fe en la vida de los ciudadanos con la de otros países, pero sí fue fuerte, tanto así que no había reparo en discriminar a los fieles musulmanes que inmigraron desde el Imperio Turco-otomano -los turcos- o a los judíos que llegaron en distintas épocas desde la conquista.

En Colombia, hasta la primera mitad del siglo XX, a los judíos no los rebajaban de apátridas, de nómadas errantes y de ser humanos carentes de las virtudes del cristiano. Así tenía que ser porque la jerarquía católica repetiría la condena romana contra el “pueblo elegido”, la de castigarlo desde la sentencia de la crucifixión y tras el desarraigo de su cuna en Judea. Como un padre vagabundo, el judío no tiene tierra, es un peregrino y a los ojos de sus humildes vástagos, culpable de todos sus males. Así lo debía ser, por gracia del mismo Dios al que los judíos, los cristianos y los musulmanes rezan desde su origen.

Con la creación del Estado de Israel, en 1948, esa condena debía quedar abolida, primero, al otorgárseles a los judíos su territorio en el asiento ancestral que data la historia antigua y que cuenta la Biblia. En segundo lugar, por haber sido diezmada moral y demográficamente la sociedad europea, tras haber exterminado a la población de esa etnia, debido al método totalitario del nazismo. Ni siquiera los fascistas italianos, ni menos aun los soviéticos, tenían como fin exterminar a las personas religiosas. Su discurso y práctica, hasta cierto momento de la Segunda Guerra Mundial, continuarían usando el estigma consuetudinario, por una parte y la represión, por otra. Pero el exterminio de los judíos sí fue una política inserta en el aparato radical del nazismo, una concepción innovadora de la capacidad de conquista del “pueblo ario” o de los países del centro y norte de Europa, para ser mas exactos.

Gracias a la configuración de Israel, los judíos no tenían por qué temer por su vida en ningún país, ya que tendrían un Estado protector que contaría con la solidaridad internacional, a raíz de su holocausto. Sin embargo, su existencia ha generado odios de otra especie. En primer lugar, por parte de los ahora conquistados, los palestinos, quienes fueron súbditos del Imperio Otomano hasta inicios del Siglo XX, conviviendo entre árabes musulmanes, árabes cristianos y judíos. Al caer el Imperio como efecto de la I Guerra Mundial, los palestinos serían sojuzgados en el transcurso de treinta años por Reino Unido y Francia, para finalmente ser anulados del territorio nuevo de Israel. En segundo lugar, hay un rechazo internacional ante la falta de compasión del gobierno de Benjamín Netanyahu, con los pobladores autóctonos de Palestina, a los que aniquila con la misma calidad de los antiguos nazis.

El punto crítico de esa tensión histórica entre los judíos y los practicantes de las otras dos religiones monoteístas agarradas en esta tragedia, es que aquellos no serán iguales al resto de los mortales, como, en cambio, reza el discurso de la modernidad, una derivación del cristianismo. No pueden ser iguales, sino superiores, como lo han sido, son y lo serán los alemanes, patria originaria de buena proporción de los primeros israelíes, al igual que de Rusia y de las repúblicas soviéticas, incluida la recién fundada Ucrania. Lo mejor de Europa, desde la antigüedad fueron los miembros de la comunidad judía, instruidos en las prácticas de la medicina, en la música, en la fabricación de artilugios y en los saberes considerados espurios por los católicos y los protestantes. Además, podían practicar la usura, lo cual hoy ya no es ningún pecado. Es trillado hasta el cansancio la constancia de que los grandes y últimos intelectuales de la modernidad europea, como Marx y Lenin, o los visionarios Walter Benjamin, Maurice Halbwachs y Marc Bloch, los artistas cimeros y los maestros de la música han sido judíos o de una ascendencia próxima.

A Colombia llegaron miles huyendo de los nazis. Muchos dejaron de serlo para integrarse a la sociedad felizmente, casándose con católicas y sembrando nuevos colombianos. Aunque hayan dejado la religión, entendida igualmente como el abandono de las prácticas rituales, algunas liminales del dolor para demostración de templanza y también hayan perdido una porción de su capital simbólico al separarse de la comunidad, su legado es igual de importante. Entre las clases altas de este país, con un contacto ambivalente con los judíos -Dirigentes de la República Liberal de la década de 1930 propusieron su expulsión- y limitado, ya que aquí llegaron menos que a los otros países de América y no se hallan fácilmente por fuera de círculos de élite, la admiración que se profesa es ávida de captar todo su saber, su tradición artística y su filosofía.

A las alturas a las que ha llegado el rencor de palestinos y árabes, a diferencia del tándem histórico de la Iglesia y el Estado que hubo en Europa, donde se mataron por diferencias espirituales para ampliar sus tierras y llegaron a tener muchas, al igual que hicieran los otomanos, para arropar a sus súbditos con la mortaja del mismo manto, los sionistas nacionalistas que mandan en Israel son algo más que una doctrina de fe. En general, no pretenden que los otros sean de su misma patria, es el pueblo de Dios. Así es que no compartirán la tierra con nadie y se matarán sin reparo con los palestinos invadidos – o mejor aún, con su hermano abyecto, conforme al mito-, al igual que con los árabes de los países de junto, confabulados desde Nabucodonosor y los filisteos para destruirlos.

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