Foto: Colombia Reports
Por: Jerónimo Carranza Bares
Tuvo en sus manos la Presidencia de Colombia, pero en 1928 murió el Arzobispo Primado, Bernardo Herrera. Su sucesor, el joven prelado Ismael Perdomo, se vio en el entredicho de elegir la candidatura oficial y obligadamente avalada por la Curia, entre el supremo Valencia y Alfredo Vásquez Cobo, General de la Guerra de los Mil Días.
El General que ordenó el fusilamiento de los últimos prisioneros de la contienda que se llevó cien mil vidas y el istmo de Panamá, volvía a jugársela por el poder, luego de que el finado Herrera se inclinara por Abadía Méndez para las elecciones de 1926.
A su turno, el más refinado de los dos aristócratas caucanos no podía dejar de sentirse elegido. Ministro plenipotenciario en Europa durante el quinquenio de Reyes, senador estelar del Partido Conservador, vería por encima del hombro a su rival y su empeño para llegar a la presidencia.
Pero el caudillo militar frustró para ambos el anhelo de fecundar una nueva raza de monarcas fruto de las entrañas del Sur de Colombia.
Los conservadores perdieron las elecciones de 1930 frente al periodista liberal Enrique Olaya Herrera y Valencia se refugió en la cordillera, antes de caer desde las altas cumbres del parnaso a los oscuros rincones del moho.
Máximo representante de la cultura de viñeta, como la definió Gutiérrez Girardot en su pre-moderno significado, Guillermo Valencia pudo ver a los últimos esclavos de su hacienda caminar libres en las callejuelas de Popayán.
Congraciado en vida por la reverencia a sus pulimentos y traducciones de los clásicos, no tardó en ser defenestrado por los jóvenes escritores, capaces de describirlo en su medio neogranadino.
El novelista y poeta tolimense Álvaro Mutis, un nostálgico del mundo imperial español, no lo rebajó de traductor mediocre.
Más suerte para conquistar la realidad mundana tuvo el hijo homónimo de Valencia, un cerebro pálido y sin parecido alguno al de su hermano Álvaro Pío Valencia Muñoz, quien entregó sus herencias a los campesinos.
Guillermo León nació predestinado para la cacería de venados y con un cráneo resguardado del frío, en vez de su sombra, el caldense Gilberto Álzate Avendaño, un destino malogrado para convertirse en el primer presidente conservador de la alternancia bipartidista del Frente Nacional para el periodo de 1962-1966.
Así pudo tomarse el Palacio de San Carlos el ungido León, cuyo legado para la historia sería el de ordenar la operación militar que recuperaría las repúblicas independientes de manos de los comunistas, y en realidad colonias campesinas asentadas en zonas aisladas del Tolima. Gracias a su intrepidez para soltar las bombas incendiarias sobre los habitantes de Marquetalia nacieron las Farc, hace sesenta años.
Bien quisiera la Paloma retomar los métodos del presidente que extendió la guerrilla por Colombia y por el mundo. De ahí la alegría de su voz castrense el 7 de agosto, después del discurso del Presidente del Senado en la posesión de Iván Duque, palabras dignas de los oídos de los perros sentados sobre las cabezas humanas, es decir, de la atención de esos grifos que se muestran la cola en el techo del Capitolio.
El mensaje del vocero del Senado guarda el calor conferido por la silla de cierto pelambre a la que le cayó una banda tricolor en su asiento. Goce de la sutil especie se revelaba en la mirada periférica de ella o ese ser extraño que se refería en el lugar honorable a “la Robledo”, como se diría a sí misma, a lo tal por cual, un avatar elegido para la nueva historia de la Patria.