El placer de leer en la cama propia o ajena

Me gusta leer donde sienta las ganas. Unas veces en la cama, otras en las filas del supermercado; incluso en Transmilenio, (¡algún día en el Metro de Bogotá!), tirado sobre el prado, ¡nunca en los baños!, siempre con el teléfono en modo avión para que nada ni nadie arruine la magia. Creo que son formas subliminales de antojar a la gente. Quienes amamos leer (hablo por mí) tenemos un bendito defecto: queremos que los demás se conviertan a la lectura, como si fuéramos esos señores y señoras ​muy ​pulcros que golpean de casa a casa los domingos para que los vecinos le abran las puertas a Dios. Con todo, es normal sentirse bichos raros resistiéndose a la extinción, sin encontrar las palabras correctas para definir lo que se siente pero con la tímida certeza  de que el acto de leer y el acto de amar comparten rasgos comunes, al  involucrar los sentidos y la imaginación.

—¿El lector nace o se hace?

La Universidad Javeriana, por medio del Laboratorio de Economía de la Educación (LEE), corroboró el bajo nivel lector de los colombianos y advierte que 102 municipios no tienen ni siquiera una biblioteca, y en donde sí las hay son insuficientes o están ubicadas en lugares remotos o intransitables.

Entre tanto, Juan Carlos Botero desató una polémica en las redes sociales, replicada luego en su columna de El Espectador. “Es un contrasentido, la Feria del Libro de Bogotá es la más grande de Colombia y es la única que cobra la entrada”. Considero válido el reclamo en parte,  sobre todo cuando justifica que se debe “hacer algo para democratizar el acceso a los libros” o que “la cultura no debe ser un lujo ni una actividad limitada a la élite”.

—Si alguien conoce el antídoto contra la adicción a los libros, favor mantenerlo fuera de mi alcance.

Recordé algo que dijo Irene Vallejo sobre el mundo antiguo: “Los libros servían, sobre todo, para crear o afianzar el prestigio de ciertas personas. La literatura circulaba libre y voluntariamente, en calidad de regalo o préstamo… ayudando a demarcar un pequeño grupo de élite cultural, una comunidad íntima de gente rica donde se admitía, por su talento, a algunos protegidos de origen humilde”, escribió la autora de “El infinito en un junco”.

La discusión no debería centrarse en sí la entrada a la FILBO debe ser gratuita o no;  hay cosas de fondo: qué hacer para que cualquiera pueda comprar libros, cómo convertirlos en un artículo esencial  de la canasta familiar, (¡vaya utopía!), qué hacer para que en los colegios (donde empieza el desamor por los libros) se lea por placer y no por obligación  y cómo lograr que la literatura llegue a esos miles, millones, de colombianos que escasamente reúnen lo de dos golpes diarios para no morirse de hambre. En un acto de generosidad, también podemos hacer que los libros pasen de mano en mano, sin atesorarlos allá donde los devora el tiempo.  Porque más triste que la falta de bibliotecas, son las bibliotecas sin huéspedes.

Se nota que los gobiernos y los políticos, en su mayoría, no leen, porque si leyeran tendríamos más leyes promoviendo la lectura, apoyando a los mediadores e incentivando espacios donde, por ejemplo, se lea en voz alta, como ocurría en la Edad Media, época en que los libros alimentaban los espíritus. Mientras la peste bubónica diezmó a Florencia, Giovanni Bocaccio “decide escribir sus cuentos para entretener alegremente a los que sufren de amor, de modo que escuchando las historias de las desventuras de otros, se olviden de las propias”, (así nació “El Decamerón”),  y el propio escritor italiano, hasta viejito y muy enfermo,  leyó en público “La Divina Comedia” de Dante y soportó las críticas “de la burguesía rica y señorial”  “por haber intentado abrir al vulgo las maravillosas puertas de la poesía”. (Boccaccio, editorial Prensa Española).

Corrijo: rara vez la política nos arroja a un escritor; tal es el caso del senador Humberto De la Calle, autor de “La inverosímil muerte de Hércules Pretorius” (novela de ficción, Ediciones B) y se lo contó a María Jimena  Duzán en un capítulo de su pódcast.

 —Al ver tanto desamor hacia los libros, se me ocurre que el vicio de leer está en los genes, pero también puede ser transmisible, siendo ésta una enfermedad bellamente benigna.

Dice Juan José Millás: “Todo ser humano tiene un libro que le está destinado. Si hay la suerte de que ese libro y esa persona se encuentren, se ha ganado un lector”.

Es una lástima que haya más libros que lectores, habiendo tanta buena literatura. Por esa misma razón,  fabuloso que existan iniciativas como la Revista Cucú; sin afán de lucro forma lectores desde que empiezan a hacer travesuras. Está dirigida a ciudadanos entre 2 y 8 años de edad, y también a los papás.

—Me pasa con los libros lo que a ciertas personas con las telenovelas: siento la necesidad de leer más de uno al mismo tiempo. Digamos que el buen lector es un promiscuo feliz metiendo en la cama a varios autores y autoras favoritos. ¿Podría llamarse “promiscuidad libresca”? 

Tengo una fórmula simple para cogerle gustico a la literatura. Hice las cuentas: “Cien años de soledad” tiene 20 capítulos. Eso significa que si lee un capítulo diario, en veinte días habrá leído toda la novela. Si aplica la fórmula con otras obras, (¡leamos a los autores colombianos, por favor!) podría leer 12 libros al año. A Gabo le tomó 18 meses escribirla, sentado seis horas diarias frente a una máquina de escribir. ¿No les parece que leerlo donde les dé ganas es una forma de gratitud póstuma con Gabriel García Márquez?

—¡Ay! Si los libros pudieran llorar… ¡adivinen por qué llorarían!

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