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Tapar el sol con un beso

En ese entonces yo tenía nueve años, un sombrero rosado, unas gafas de lentes azules y patas amarillas, un overol de jean, una camisa de flores naranja y verde, y un bolso que, a juzgar por mi sentido de la moda, milagrosamente combinaba con el sombrero. Al llegar a territorio caribeño recuerdo, sobre todo, el sol en el asfalto y un deseo casi visceral de meterme al mar. Mis papás y yo íbamos unos días para Playa de Condado, en Puerto Rico. Teníamos en mente unas vacaciones junto a familias como la nuestra: niños jugando en la arena, mamás bronceándose y papás leyendo en la sombra.

Recuerdo ver cómo los siete colores del arcoíris ondeaban en aquella bandera que se pronunciaba delante del edificio blanco. Mis papás bajaban las maletas del taxi mientras yo, con absoluta inocencia, me preguntaba por qué la bandera de Colombia sería tan aburrida. Realmente aquel colorido no significó mucho para mis papás y para mí, sólo una cierta decepción nacional. Al subir las escaleras no vi ningún niño. Al llegar al lobby del hotel vi muy pocas mujeres. Delante de nosotros pasaban hombres con diminutos trajes de baño. Yo, más que otra cosa, envidiaba su ligereza de ropas. El calor era realmente espantoso.

Después de unos minutos en la recepción, mis papás se acercaron con la naturalidad debida:

-El señor de la recepción nos dice que es mejor que nos vayamos para otro hotel que queda cerquita porque éste es exclusivo para parejas homosexuales. Imagínate que la bandera que te gustó es la bandera gay, nos acaban de explicar.

-¿Pero en el otro también hay playa y piscina? – era lo único que a mis nueve años importaba.

-Sí, claro. De hecho, compartimos la playa con éste.

La historia podría perfectamente terminar aquí y sonar bastante insulsa. Pero nuestra relación con la predominante población homosexual no acabó con el cambio de hotel.

Por fin llegamos a la playa, donde encontraría mi recuerdo más nítido del viaje. Era alto, bronceado y fornido, y la cabeza calva contrastaba con el pecho peludo. Tenía una barba cuidadosamente contorneada y unas gafas oscuras que le ocultaban la mirada. Llevaba en la mano un trago en las rocas. Lo único que le cubría la piel –además de las gafas- era una tanga plateada. Con un ademán femenino se dio la vuelta, dejando ver en su glúteo derecho un tatuaje de una sirena. Debo confesar que, más que el beso que le dio a un viejito barrigón y más que todo ese conjunto de singularidades, mi tremenda impresión fue causada por la sirena, condenada a perseguirlo.

Hablo de esta historia porque la relaciono con un acontecimiento maravilloso para Colombia. El 4 de noviembre de 2015 fue un día histórico debido un fallo de la Corte Constitucional que permite la adopción por parte de parejas del mismo sexo. Muchos coincidimos en que es un acto que nos engrandece como país y como sociedad, muchos pensamos en los niños que ahora tendrán la posibilidad de vivir en una familia que los llene de amor. Sin embargo hay quienes, a causa de posiciones respetables, están en desacuerdo con esta decisión. Esta columna es, sobre todo, para esas personas.

Hace 14 años los papeles se invirtieron en la isla: nosotros éramos la familia diferente, pero nos sentimos completamente bienvenidos. Repito: yo tenía nueve años. Y ante mis ojos, durante ese diciembre de 2001, fue más extraño un tatuaje que una tanga e, incluso, que un beso. Hablo desde mi experiencia cuando digo que los prejuicios son construcciones sociales, no nacemos con ellos. Si a los niños se les enseña que hay quienes crecen con un papá y una mamá, que hay quienes viven sólo con uno de los dos, que también es posible tener dos mamás o dos papás o ser criados por los abuelitos, el asunto poco a poco se vuelve natural. Los niños adoptados son siempre niños deseados; los niños que crezcan en medio del tipo de familia que ahora es posible en Colombia, seguramente serán niños tolerantes (un valor fundamental para el funcionamiento de las democracias); y serán niños a quienes se les garantice, por encima de la orientación sexual de sus padres, el derecho a tener una familia.

Hoy converso con mis papás ya no sobre el hombre de la sirena sino sobre la buena noticia que los tres celebramos, y ellos mantienen su posición que, por supuesto, yo comparto: “ése es el mundo y el amor se manifiesta de muchos modos. Lo mejor, entonces, es aceptarlo porque no es posible tapar el sol con un dedo”.

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