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Las hijas negadas del conflicto

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De mi infancia, tengo algunos recuerdos relacionados con el conflicto armado de nuestro país, específicamente sobre la violencia paramilitar de los años noventa que asechó a La Ceja, municipio del oriente antioqueño donde nací y viví hasta los 17 años. Nunca he sido víctima directa, pero sí me acuerdo de los relatos de dolor de primas de mi madre, hermanos de mi abuela, vecinos de mis tíos y en general personas del pueblo, quienes sí han tenido que padecer esta guerra.

En especial recuerdo una historia que alguna vez llegó a mis oídos mientras jugaba en el patio lleno de curazaos de mi abuela: una joven había sido violada, sus senos destruidos y posteriormente fue forzada a caminar desnuda en círculos en un lugar público, todo como castigo de los paramilitares del pueblo por ella osarse a salir a la calle con camiseta ombliguera.

El caso desgarrador de esta mujer –que nunca conocí pero que siempre ha estado rondando mi cabeza– no es excepcional, ella es sólo una de las 54.410 mujeres que por año sufren violencia sexual en el marco del conflicto armado colombiano (Informe Colombia: mujeres, violencia sexual en el conflicto y el proceso de paz de Sisma Mujer). Esto equivale a 149 mujeres por día o 6 cada hora.

Mientras los hombres han puesto los muertos, las mujeres hemos puesto nuestros cuerpos. Los paramilitares, los guerrilleros y los mismos militares se han atribuido el derecho a dejarnos muertas en vida, a entrar en nuestros cuerpos, que no son más que nuestro lugar más propio, más íntimo, más sagrado.

De la forma más vil, esta guerra nos tomó a las mujeres como botín, como medio para enviar mensajes de superioridad entre contrincantes y como método infalible para generar terror e imponer respeto en las comunidades.

A pesar de la violencia sexual ser uno de los crímenes de guerra más cargados de sevicia y secuelas en las sobrevivientes, presenta unos de los más altos subregistros; pues el miedo a denunciar por las posibles represalias que el grupo armado pueda tomar, se conjuga con el rechazo moral y público que se genera sobre una mujer que es abusada sexualmente. Seguramente en muchas personas que también conocieron la historia de aquella joven cejeña, su primer pensamiento no fue de rechazo hacia este vejamen, sino de juicio hacia ella por vestirse de determinada forma.

Esto genera que las víctimas de violencia sexual sean las hijas negadas de este conflicto. Si no fuera por mujeres como la periodista Jineth Bedoya Lima, hoy ni siquiera hablaríamos del tema. Esta mujer, con una alta capacidad de resiliencia, se convirtió en el rostro visible de la lucha por los derechos de las mujeres víctimas de violencia sexual en el marco del conflicto armado.

Después de que fue secuestrada, torturada y violada –como represalia del paramilitarismo por las denuncias de impunidad que estaba haciendo sobre algunos de sus miembros– su dolor se convirtió en valor, no sólo para seguir con las denuncias que venía haciendo, sino para visibilizar esta modalidad de la guerra que afecta de forma especial la vida de las mujeres.

Justo hoy se cumplen 15 años de aquel día en que a Jineth le cambió la vida para siempre y, debido a este hecho, también se conmemora el Día Nacional por las Mujeres Víctimas de Violencia Sexual en el Marco del Conflicto Armado.

Esta fecha es un merecido reconocimiento a esta defensora de los derechos humanos y, a la vez, una fecha para reflexionar de los enormes desafíos que este país sigue teniendo para garantizar la verdad, la justicia y la no repetición a todas las sobrevivientes de este crimen atroz.

Ojalá que también sea un día para entender mejor esta modalidad de la guerra, que según ONU Mujeres “desafía las nociones convencionales de lo que constituye una amenaza para la seguridad… es más barata que las balas, no requiere ningún sistema de armas que no sea la intimidación física, por lo que es de bajo costo, pero de alto impacto.”

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