Por: ALEJANDRO GAMBOA (@dalejogamboa)
Y decía Martín Luther King: “La gente se odia unos a otros porque se tienen miedo; se tienen miedo porque no se conocen y no se conocen porque no se comunican entre ellos”. Así reconocía el líder afroamericano el enorme distanciamiento que genera la estigmatización, reconocía también el valor de la palabra y de la sinceridad de los actos de buena voluntad; incitó a evidenciar la vulgaridad de la segmentación de la sociedad de su época, tendiendo puentes, rompiendo el hielo de las normas más absurdas.
Así nos enseñan a matarnos, así nos enseñan a que nos duelan más unas muertes que otras, así le explican a los militares que matar guerrilleros hace parte de un indicador de una meta a cumplir y así le explicaron a los guerrilleros que matar militares hacia parte de la lucha contra un régimen desigual e injusto.
Así se crean los enemigos y se va poniendo la sangre fría, cortando cualquier comunicación sobre lo que pensamos, lo que queremos. Todo esto nace con pequeñas descalificaciones.
Entonces, pienso en esta reflexión, nacida de la interesante iniciativa de Colombianos y Colombianas por la Paz, que en cabeza de Piedad Córdoba intenta acercar a militares y guerrilleros presos a reflexiones que conlleven a construir perspectivas de esta sociedad al final del conflicto. Y es que el “Proyecto de reconciliación de los militares y guerrilleros presos para una paz estable y duradera” debe ser una labor por recuperar la paz y contribuir a la verdad en el marco de un proceso de justicia transicional que debería incluir a los paramilitares, varios de los cuales están próximos a salir de sus cárceles.
Esa necesaria justicia transicional, en la que Colombia ha venido construyendo carrera, requiere de un acto de sinceridad y de intercambio de opiniones, entender las razones del accionar de uno y entender el dolor de las personas afectadas por mi accionar. Cómo de manera histórica permitimos llegar a estigmatizarnos tanto los unos a los otros que terminamos validando nuestra propia aniquilación.
Ahora, me pregunto yo, quién pondrá en ese ejercicio de reflexión al resto de colombianos y colombianas. Cuándo vamos a llegar a preguntarnos de qué manera he construido yo mis propios enemigos y que tanto sé de ellos, que parte de lo que me imagino es cierto y que parte no.
Aún existe el racismo, incluso después de las interminables luchas de los afro por reivindicar sus derechos, y anunciamos “ignorancia”, seguida de burla, en cada indígena que vemos, no sin oírlos, si no sin escuchar sus lentas palabras en un lenguaje que no es el de ellos, en el marco de una cosmogonía distinta.
Hacemos muros, nos escandaliza la diferencia y tratamos de estandarizar las formas de vida distintas, queremos un patrón de comportamiento y nos estremecen los bordes de ese discurso tan lejano de la realidad.
A lo que me refiero es a quién se va a encargar de hacer más por este país abriendo sus ojos a la construcción de paz, de una transición de una sociedad discriminadora, que zanja cada día el doble de brechas sociales que de puentes para superarlas. Brechas entre culturas, formas de ser.
Quién puede decir al unísono a los colombianos que es en la cotidianidad donde se enseña a matar, quien va a poner en cintura a los medios que nos trasmiten horas y horas de las peleas absurdas de dos de los más de cuarenta millones de colombianos que vivimos en este país, reduciendo todo un día a una pelea que pudo ser la de don Pedro el mecánico del primer piso de mi casa con doña Ana la dueña de la casa del lado por una huella de aceite que cada día queda en el piso de su anden.
Hay que ver cuantas horas damos a los contrapunteos más inocuos, enseñando a matar.
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