Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

Liderazgo sin líderes

Varios críticos de cine han visto en la película de Federico Fellini Ensayo de Orquesta (1977) una alegoría de la política italiana y, en general, de la política en todas las comunidades humanas. Hecha a modo de documental, Ensayo de Orquesta nos muestra al inicio la irreductible diversidad de los instrumentos (y, desde luego, de los instrumentistas) que componen la orquesta. Esto invita al espectador a pensar en la dificultad de hacer que ese conjunto llegue a sonar armónicamente. En una entrevista hecha durante la producción de la película, Fellini reveló que siempre le había intrigado la manera en la cual, del desorden inicial, del aparente conflicto, por la vía de ensayos y repeticiones, un grupo heterogéneo de elementos discordantes logra “expresar armoniosamente el diseño ideado, imaginado, pensado por un compositor.”

Este es apenas el trasfondo de Ensayo de Orquesta. En efecto, luego de que el director impreca a los instrumentistas por no estar a tono con sus instrucciones, un representante sindical de los músicos lo interrumpe y le notifica que tomarán un receso pues ello hace parte de las prerrogativas acordadas en su favor. Al retornar a la sala de ensayo, varios miembros de la orquesta promueven una revuelta contra el director: gritan consignas y pintan grafitis, reproduciendo en la sala lo que los italianos habían visto en las calles desde finales de los años sesenta y durante todos los setenta. El orden desaparece para dar paso a un ambiente de licencia en el cual todo está permitido y nada se puede prohibir. Una máquina de demolición derriba una de las paredes de la sala y accidentalmente muere una de las instrumentistas. El director reaparece y saca a los músicos de su estupor pidiéndoles que pongan atención a su instrumento y recordándoles que estaban allí para ensayar. Después de varios acordes, el director retoma su tono dictatorial. La película concluye con un terminante, “Signori, da capo!”

Fellini evoca en este film un tema común de la teoría política moderna: la anarquía engendra el despotismo o quizá, de modo más fundamental, el hecho de que sin alguien que ponga orden, no hay orden posible y, sin orden, no hay ningún grupo humano que sea capaz de realizar nada que valga la pena. La lección de los “años de plomo”, el nombre con el cual los italianos recuerdan los turbulentos años setenta, sería pues que no hay sociedad alguna que pueda prescindir de un líder que la conduzca con mano férrea. Si a los anarquistas la autoridad les parece autoritaria, mal para ellos y mal también para quienes se dejen arrastrar por sus cantos de sirenas.

La experiencia de las orquestas sin director, sin embargo, desmentiría la tesis de Fellini y, también alegóricamente, el desmentido del anarquismo llevado a cabo por muchos teóricos políticos modernos. La primera orquesta sin director fue la Pervïy Simfonicheskiy Ansambl′ bez Dirizhyora, que en ruso significa “Primer Conjunto Sinfónico sin Director”, más conocida como Persimfans. Persimfans nació en 1922, fruto de la confluencia singular entre idealismo político y necesidad práctica. Dado que muchos directores de orquesta abandonaron Rusia luego de la Revolución Bolchevique, un violinista de apellido Zeitlin, miembro de la orquesta de Serguei Kussevitzky, promovió la idea de formar la primera orquesta sin director. Su planteamiento, formulado a la sombra de la ideología revolucionaria de entonces, era que la presencia de un director era superflua pues eran los músicos quienes hacían la música; eran ellos quienes sabían lo que tenían que interpretar. Zeitlin razonó de este modo: orquestas de cámara de diverso número habían podido tocar sin un director – orquestas de cuatro, cinco, ocho, incluso once instrumentistas. No había ninguna razón que impidiera que una orquesta de cien pudiera hacer lo que hacían esas orquestas de cámara. Un grupo considerable de músicos se persuadió de ello.

Persimfans se disolvió en 1932, lo cual podría considerarse como un síntoma de los cambios políticos ocurridos en aquella época. Un proyecto semejante estaba en abierta contradicción con la transformación de la Unión Soviética en un estado totalitario. Aparentemente, sin embargo, fueron contradicciones internas las que condujeron al cierre de Persimfans. Esta orquesta no logró un balance adecuado entre el imperativo de participación de todos sus miembros y el más prosaico de eficiencia, esto es, el de la relación entre esfuerzo invertido y los resultados alcanzados. Para producir una obra, Persimfans tenía que hacer hasta veinte ensayos. Esto demandaba un grado de compromiso que no todos los músicos tenían, lo cual hizo que la orquesta variara continuamente su composición. Además, tenía que ir contra la corriente de orquestas rivales, que continuamente pusieron en duda la viabilidad de semejante proyecto. No obstante, Persimfans logró poner en escena la Tercera Sinfonía de Beethoven, su Concierto para Violín y su Obertura Egmont y, en el momento cumbre de su producción, llegó a interpretar la Novena, los poemas sinfónicos de Liszt y Strauss, e incluso obras de Stravinsky y de Prokofiev.

Si no hubiesen surgido más orquestas sin director durante el Siglo XX, Persimfans habría sido una rareza histórica, una tentativa sin consecuencia de superar un modelo supuestamente insuperable de dirección. Sin embargo, muchas otras orquestas sin director han aparecido después, inspiradas por la idea de que, con un modelo de liderazgo sin líderes, un grupo de músicos talentosos puede producir por sí mismo grandes interpretaciones. La más conocida de todas ellas es la orquesta Orpheus, fundada en 1972. Su exitoso trayectoria ha dado lugar a un libro (Leadership Ensamble: Lessons in Collaborative Management from the Only Conductorless Orchestra), a un documental (Orpheus Chamber Orchestra Presents: Music Meets Business) y a varios artículos dedicados a entender cómo se podría replicar este modelo en el mundo de los negocios. ¿Podríamos tal vez replicar este modelo en el mundo de la política? ¿Podría una organización que procure el poder político basarse en el principio de liderazgo sin líderes y proponerle a la sociedad que adopte un marco institucional inspirado en él?

Las orquestas sin director se basan en la idea de que todos sus miembros pueden y tienen que ser líderes. Cada uno de los músicos tiene que aportar sus ideas acerca de la interpretación de la obra al conjunto de la orquesta. Al realizar de manera radical el principio de organización democrática, todas las orquestas sin director han tenido que resolver el mismo problema al cual se enfrentó Persimfans, esto es, el ya mencionado balance entre participación y eficiencia. La manera como lo ha logrado Orpheus ha sido mediante un sistema de liderazgo rotativo según el cual, para cada obra, un músico se hace responsable de la coordinación del conjunto. Este coordinador trabaja a su vez con coordinadores de cada una de las secciones de la orquesta, escogidos también de acuerdo con el mismo principio de rotación. Los coordinadores presentan su esquema de trabajo al resto de los músicos, quienes pueden introducirle modificaciones durante los ensayos. Si después de varias rondas de discusión persisten las discrepancias, entonces los músicos implicados pueden llevar el asunto a votación. La más de las veces, sin embargo, procuran llegar a algún tipo de consenso convencidos de que en el agregado el punto de vista de todos habrá sido adecuadamente incluido en la ejecución de todas las obras.

Orpheus funciona exitosamente gracias a una cultura de comunicación sin obstrucciones: una experiencia de diálogo basada en principios tales como la voluntad de tomar la iniciativa y expresar la opinión propia, la capacidad de escuchar, la civilidad en la interacción, así como la disposición a considerar alternativas y a reconocer los errores propios; también en un sistema de rendición de cuentas recíproco y continuo respecto de la manera como se ha planeado y ejecutado cada obra. ¿No son acaso estos los principios que deberían regir las discusiones colectivas en los órganos representativos encargados de tomar las decisiones que nos afectan a todos?

Es obvio que la política no funciona así y que nunca podría funcionar de ese modo, si continúa organizada sobre bases eminentemente competitivas. Y, sin embargo, hoy más que nunca es necesario implementar un modelo cooperativo de toma de decisiones. No se trata meramente de moderar la intensidad de los conflictos y conjurar el riesgo de la polarización política, la que socava incluso las noción misma de civilidad sin la cual ninguna asamblea democrática puede funcionar. Se trata, fundamentalmente, de superar un modelo de política basado en la distinción entre mayorías y minorías, y entre dominadores y dominados. Suena utópico pues la humanidad a lo largo de su historia no ha conocido formas de organización duraderas que hayan abolido la distinción entre quienes mandan y quienes obedecen. Sin embargo, esta misma humanidad tampoco había tenido que enfrentar un desafío global como el cambio climático, para el cual las formas convencionales de liderazgo y de toma de decisiones se han revelado incapaces de ofrecer soluciones efectivas.

La vida democrática ha carecido siempre de autenticidad, pero este rasgo nunca había llegado a ser tan pronunciado. Por un lado va el ideal democrático y por el otro va su práctica. El ideal habla de la igualdad de todos los miembros de la comunidad política y de su derecho a tomar parte en las decisiones que les afectan. La práctica discurre de otra forma: con base en la subordinación del pueblo a élites de profesionales de la política, que continuamente se enfrentan entre sí. Cada una de esas élites tiene su propio programa, pero todas hablan de grandes principios y de los intereses de la sociedad. Si sus seguidores les aplauden, esas élites están dispuestas a mostrarse inciviles con sus rivales. Si hay perspectivas de éxito, no tienen empacho en abrazarse con sus opositores y revelarse de ese modo como oportunistas. De ahí que en la actualidad sólo muy pocos políticos sean capaces de inspirar confianza en la mayoría de los ciudadanos. Hoy está más vigente que antes la descripción de la política que hiciera Ambrose Bierce en su Diccionario del Diablo está: “Una lucha de intereses disfrazada de combate de principios. La dirección de los asuntos públicos para la obtención de una ventaja privada.”

Incluso los políticos profesionales bien intencionados prestan poca atención al hecho de que la política no es solamente un asunto de quién obtiene qué, cuándo y cómo. La vida política tiene mucho que ver con lo que llegamos a ser, cuando tomamos parte en los asuntos públicos. Esta realidad está oscurecida por el hecho de que quienes se dedican a la política como modo de vida no pueden prescindir del objetivo fundamental de lograr ser elegidos. Para alcanzar este objetivo, los políticos profesionales parecieran estar dispuestos a usar casi que cualquier medio. Parafraseando al teórico militar prusiano Carl von Clausewitz, nuestros políticos dan a entender que la política es la continuación de la guerra por otros medios y, además, que en la guerra todo se vale. Los políticos se acostumbran entonces a dar órdenes y sus seguidores a recibirlas. Así las cosas, la competencia política torna a los ciudadanos en déspotas o en siervos, esto es, en todo lo contrario de lo que podríamos llegar a ser.

Un principio como la rotación en los cargos públicos podría contribuir a superar este estado de cosas. Sería, además, la mejor manera de actualizar las lecciones que nos da Maquiavelo acerca del modo de prevenir la corrupción de las repúblicas. En su obra Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio (mucho menos conocida que su denostado El Príncipe), Maquiavelo destaca, entre otras cosas, que las repúblicas deben organizarse de modo que sean el mérito y el honor la condición de acceso a los cargos, no la riqueza (III, 25); que los muchos, no sólo los pocos, tengan acceso al poder (I, 49) y que, al ejercerlo, los ciudadanos adquieran una reputación que redunde en provecho de la comunidad política y de la libertad, esto es, en beneficio público, no en beneficio privado (III, 28). Concomitantemente, Maquiavelo sostiene que la mejor manera de contener la ambición de un ciudadano es impedirle que acceda al poder que ambiciona (I, 52) y subraya la importancia de que quienes hayan recibido altos cargos estén dispuestos a ocupar cargos inferiores (I, 36).

En efecto, donde los ciudadanos no están dispuestos a servir en cargos inferiores, revelan con su actitud que su paso por lo público está en realidad al servicio de una ambición privada pues en lugar de poner su experiencia al servicio de otros, la acumulan sólo para beneficio propio. Por tanto, para contener su ambición y canalizar sus energías al servicio de lo público, mejor sería impedirles que se perpetúen en sus cargos y llamarles siempre a servir a otros en cargos subordinados, de acuerdo con el principio de rotación. En esos cargos subordinados, apunta Maquiavelo, los más experimentados podrían a su vez contener la ambición y los errores de los inexpertos, infundiéndoles con su respeto y su circunspección el temor a equivocarse y a abusar de su poder. Para ilustrar lo anterior de algún modo, haríamos bien en acortar el periodo de todos los altos servidores públicos, así como en motivar a los ministros, congresistas y magistrados a servir en cargos inferiores, siempre por tiempo limitado.

En los Discursos, Maquiavelo también señala que, cuando la corrupción se generaliza, no basta reformar las leyes para mantener a los ciudadanos “en la senda de la virtù.” Es necesario cambiar el ordenamiento en su conjunto (I, 18). Nosotros deberíamos tener bien presente esta observación y proceder a una verdadera refundación de la política, si quisiéramos establecer un modelo cooperativo de toma de decisiones. Pocos son los que reparan en el hecho de que los partidos políticos son una anomalía, que ha dado lugar a una completa distorsión del principio de separación de poderes. En efecto, ¿de qué sirve que la Constitución establezca tres poderes distintos, si un partido llega a controlarlos todos? La disputa por la composición de la Corte Suprema de los Estados Unidos es emblemática de un fenómeno que se ha vuelto bastante común: donde la lucha partidista es intestina, el espíritu partidista llega a permearlo todo, incluso la composición de los tribunales y los órganos de control. Por un camino diferente, el caso italiano es revelador de una similar distorsión de la estructura del estado. Allá los partidos políticos se distribuyeron esa composición, neutralizando de ese modo la acción de la justicia contra la corrupción.

Los partidos políticos han dado lugar a otra distorsión no menos gravosa de la vida pública. En todo el mundo, los candidatos a un cargo público movilizan a sus electores pidiéndoles su voto a cambio de los recursos que aquellos movilizaron (o que movilizarían) para satisfacer necesidades locales, aunque esa satisfacción no tengan mayor utilidad para el conjunto de la nación (o incluso para la misma comunidad local). En todo el mundo, el léxico político ha encontrado diversas palabras para describir este aspecto del funcionamiento de la democracia electoral: en inglés (estadounidense), pork barrel; en alemán kirchtumpolitik; en danés, valgflæsk; en sueco, valfläsk; en noruego, valgflesk; en finés, siltarumpupolitiikka; en polaco, kiełbasa wyborcza; en checo, porcování medvěda; en húngaro, politikai parókializmus; en italiano, marchetta elettorale; en fin. Entre nosotros, hoy la palabra corriente es mermelada. Es claro que los políticos llevan a cabo esta distribución de los recursos públicos con el fin de consolidar su reputación y acrecentar los medios al servicio de su ambición privada.

Además, dondequiera que haya un régimen de democracia electoral, los partidos se han convertido en el vehículo de verdaderas dinastías políticas. No debería haber duda acerca del hecho de que la democracia electoral ha quedado reducida la condición de una mera oligarquía competitiva, en la cual los políticos se sirven de los ciudadanos para consolidar su capital político privado. A propósito, esto me hace pensar que el efecto de limitar a tres períodos el número de veces que un político podrá hacerse elegir para el Congreso sería un cambio que sólo serviría para mantener las cosas como están. Los parapolíticos nos han mostrado que, bloqueado su regreso a la competencia electoral, hay siempre esposas, sobrinas, primos, etc., con quienes suplantar al sancionado y mantener de ese modo concentradas las oportunidades de servir como representantes del pueblo.

En ausencia de un modelo alternativo, sólo nos quedaría buscar consuelo en el dicho de Winston Churchill según el cual ”la democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras formas que han sido probadas de tanto en tanto.” El tema es que sí hay un modelo alternativo. La experiencia de Persimfans, Orpheus, Far Cry, Spira Mirabilis e incluso de la Bogotá Chamber Orchestra nos indica que podríamos reducir sustancialmente la corrupción, establecer una verdadera igualdad en el acceso a los cargos de representación popular y también un sistema cooperativo de toma de decisiones.

En su libro Política (Libro IV, 1294b, 4), Aristóteles afirma: “(…) parece ser democrático que los cargos se den por sorteo, y oligárquico que se den por elección; democrático también que no se basen en la renta, y oligárquico que dependan de la renta.” En la antigua Grecia, el sorteo fue el medio escogido para anular el efecto de la riqueza en la selección de los ciudadanos encargados de ejercer cargos públicos. Los escogidos tenían que someterse a un procedimiento de control público, la dokimasia, mediante el cual uno de los arcontes los sometía a examen y evaluaba las objeciones que en su contra formulara cualquier ciudadano. Una vez cumplido su periodo, el funcionario tenía que someterse al control de los logistai, los contadores públicos de la ciudad, acerca de su gestión de los dineros públicos y de los euthynoi, los magistrados encargados de examinar cualquier otra objeción acerca de su conducta en el ejercicio de su cargo. En Roma, como lo destaca Maquiavelo, la acción de los tribunos de la plebe tenía por objeto mantener a raya a todos los altos funcionarios para que cumplieran con su tarea con apego a la ley y a la virtù cívica.

Reemplazar la competencia electoral por el sorteo serviría no sólo para reducir sustancialmente la corrupción sino también para igualar verdaderamente las oportunidades de los ciudadanos de servir como representantes del pueblo y liberarlos de las adhesiones partidistas que han hecho de la política legislativa un escenario de confrontación, no de cooperación. En efecto, al no tener que identificarse con un partido, los escogidos por sorteo podrían interactuar entre sí del modo en que lo hacen los músicos de las orquestas sin director, esto es, en el marco de una comunicación sin restricciones, en la cual no hay ningún incentivo para destruir la reputación de los demás o reclamar como propias las innovaciones legislativas formuladas para resolver problemas sociales. El impulso narcisista que motiva a muchos políticos a luchar contra sus adversarios no dejaría de estar presente en los escogidos por sorteo. Sin embargo, ese impulso podría subordinarse a la realización de la tarea común de encontrar soluciones que beneficien a toda la sociedad, no a unos en perjuicio de otros. Por sorteo podrían escogerse también los magistrados y los jefes de los órganos de control, reduciendo de este modo los incentivos para cultivar una reputación privada, en perjuicio de la república.

Sin duda, la gran diferencia entre una orquesta sin director y una asamblea escogida por sorteo es que la primera tiene la ventaja de trabajar con base en una partitura que le sirve de guía. La asamblea escogida por sorteo no tendría ninguna; apenas un método, establecido en la Constitución y en la ley, acerca de los pasos a seguir para escribir ella misma sus propias partituras. Con un adecuado sistema de rendición de cuentas y un marco de comunicación sin restricciones, esa asamblea escogida por sorteo podría darle vida a un modelo de liderazgo político sin líderes políticos y, entonces, la política comenzaría a funcionar a otro ritmo.

En muchas latitudes, muchos ciudadanos parecen estar propensos a la fascinación que producen los líderes carismáticos. En su libro sobre los líderes tóxicos (The Allure of Toxic Leaders: Why We Follow Destructive Bosses and Corrupt Politicians – and How We Can Survive Them), Jean Lipman-Blumen nos invita a conjurar esa fascinación mediante un ejercicio de instrospección con el cual podamos identificar, por una parte, la ansiedad de la que esos líderes tóxicos echan mano para presentarse como redentores y, por otra, nuestra propia capacidad para ser líderes. Hoy más que nunca es urgente este ejercicio. Ha llegado la hora de encontrar una manera distinta de liderar las sociedades y resolver nuestros conflictos: con un liderazgo sin esos líderes o, mejor, con muchos líderes que encarnen un liderazgo anónimo, libre de la proclividad narcisista de todos los que se han metido a la política como redentores.

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