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Releyendo a Thomas Hardy

 Thomas Hardy

 

Los azares del matrimonio

Jorge Enrique Cardona (*)

Los prejuicios y las supersticiones malograron dos vidas en una crítica historia de amor destrozada por las conveniencias sociales, los excesos de la religión y el apremio económico. 53 episodios de la obra “Jude, el oscuro”, del escritor inglés Thomas Hardy, que describe  los destinos cruzados de Jude Fawley y Susanna Florence Mary Bridehead, primos y vecinos de las comarcas de Marygreen, Chrisminster o Aldbrickham, en la Inglaterra victoriana de finales del siglo XIX, que trenzan una idílica relación  de libres pensadores, que termina azotada por el horror que queda después de la desgracia y por la libertad personal que se hace añicos cuando sobrevienen los garfios del dolor.

Jude Fawley era ciertamente un pelmazo. Thomas Hardy (1840-1928) lo retrata desde su juventud huérfana y débil: “Pertenecía a esa clase de hombres que nacen para el sufrimiento hasta el día que caiga el telón sobre sus vidas inútiles, devolviéndoles definitivamente la paz”. Un picapedrero pobre de la provincia inglesa que quiso ser doctor en teología y alcanzó a perfilarse como lector juvenil aplicado, hasta que conoció a la hija de un criador de cerdos que terminó forzándolo a un matrimonio por honor que lo puso a “vender sus libros para comprar cacerolas”, y de paso arruinó sus propósitos de observar “una vida esforzada, prudente y cristiana”, como maestro, magistrado u obispo.

La sombra de Arabella como un aciago destino paralelo para Jude, el oscuro”. Arrojándole a los pies el miembro de un toro castrado lo sedujo una tarde, y desde entonces, voluptuosa, despectiva o astuta, lo sometió a sus caprichos, devaneos y desamores. Lo atrapó en matrimonio con el hábil señuelo de un falso embarazo; lo dejó cualquier día y regresó de Australia casada con un tabernero; a través de una carta desde “Tres Cuernos” le endilgó la crianza y manutención de su taciturno hijo común Padrecito Tiempo; y en el ocaso de la historia, cuando Jude se entrega a los sedales de la muerte, no encontró reparo en coquetearle al matasanos Vilbert, quien tampoco encontró razón válida para honrar la agonía de su paciente.

Pero Jude, el oscuro, también fue amado. Lo hizo de manera auténtica su prima Sue, una mujer inteligente y temeraria para refutar con argumentos a su primo sin carácter: “El medievalismo de Christminster debe desaparecer, debe extirparse, o la propia Christminster desaparecerá. Evidentemente uno no puede reprimir una afición oculta por las tradiciones y la vieja fe, conservada allí por un grupo de pensadores de una sinceridad sencilla y conmovedora; pero cuando más triste me encontraba, con la mayor rectitud de espíritu, pensaba siempre: ‘Oh glorias macabras de los santos, miembros muertos de los Dioses ejecutados’”.

“Eres demasiado volteriana”, exclamó en su defensa Jude, en uno de sus arrebatos de fragilidad filosófica. Ella le dio dos hijos, pero Padrecito Tiempo, “porque somos muchos”, los ahorcó en las perchas para colgar la ropa, en una macabra escena de terror. Sue no volvió a ser Sue. Atrás quedaron sus temeridades verbales. “Odio toda esa farsa que intenta tapar con abstracciones eclesiásticas el amor extático, natural y humano que late en ese canto grandioso y apasionado”. Y se precipitó en una crisis religiosa sin regreso que mansamente la condujo a su primer matrimonio legal, fracasado y marchito. Extraña expiación de una mujer que renunció al amor por el dolor y se sumió en los portazos de conciencia de la religiosidad equivocada.

Dos hipócritas en un mundo de hipócritas que se amaron pero al final terminaron huyéndole a esa verdad porque sus vidas discurrieron siempre bajo el influjo vigilante de las tradiciones sociales. Y en este círculo cerrado, se emplaza el matrimonio como un enclave religioso y contrato conyugal indisoluble, que en la novela de Thomas Hardy se transforma en el eje temático de su denuncia literaria, del estado civil en que Thomas Hardy teje y desteje en los ensueños, azares y desgracias de sus protagonistas. ¿Y cuántos hombres y mujeres de la sociedad británica en 1896 –año en que fue publicada “Jude, el oscuro”- no vieron retratada su diaria frustración en estas letras? ¿Y cuántos hombres y mujeres de hoy no harían propias las reflexiones de Jude y Sue?

La crisis doméstica de muchas parejas, retratada en una novela que suscitó el escándalo cuando fue publicada. Lo admite el propio Thomas Hardy en el prefacio de la primera reedición de su obra: “Seguramente en un arrebato de desesperación, al no poder quemarme a mí, la desventura de la novela fue ser quemada por un obispo”. También refiere el autor, que su experiencia con “Jude el oscuro”, “lo curó para siempre de todo interés por seguir escribiendo novelas”. Y no lo hizo más. Fue su 11a. y última narración. Pagó el costo de abordar un tema universal desde una óptica contestataria y tabú, con una polémica tesis: el matrimonio como una errada exaltación a la categoría de sacramento religioso. Obvia provocación al estupor de una sociedad confesa y camandulera, que en su momento la leyó por entregas en la publicación “Harpers Magazine” de la Gran Bretaña.

Una novela de corte naturalista escrita como para guión de cine, con perspectiva de provincia, retazos de cantina, pensión, carnicería, festival popular o iglesias. El destino  y la cotidianidad ligados a la religión, al qué dirán, a la resignación de los que nunca alcanzaron  rango de diplomados o de ilustres. Una novela “pesimista”, calificativo que nunca le atrajo a Thomas Hardy, con personajes prototipos que aparecen y desaparecen estratégicamente, y se mueven o llegan en el momento justo, como las piezas de un ajedrez de extraños enroques. Una historia que, en contravía a los dictados eclesiásticos, asume el matrimonio como un error soportable al que se someten dos dispares caracteres que sólo pueden convivir decentemente si existe entre ellos algún resquicio para alentar el fuego del amor.

Encrucijada del matrimonio que Thomas Hardy asume a través de semblanzas excéntricas, ingenuidades psicológicas o cinismos sociales, siempre revestidos por una  perspectiva de oasis humanitario. Espacios de reflexión para el amor insuficiente, no correspondido o apenas de paso. Phillotson cuando ve partir a su mujer y afronta su tragedia con espíritu espartano: “Ella me pidió que la dejara marcharse con su amante, y yo la dejé. ¿Por qué no? Es mayor de edad, así que el problema debe resolverlo su propia conciencia, no la mía. No soy su carcelero”. Arabella que sin mayor escrúpulo, acoge el matrimonio desde su perspectiva cortesana: “Si tu no me puedes echar una mano y tenerme contigo, tendré que ir a parar a un hospicio. Hace un minuto acaban de guiñarme el ojo un par de estudiantes. Qué difícil le resulta a una mujer ser virtuosa donde hay tanto joven”.

Jude, el oscuro, sometido al infierno que le tocó vivir por su carácter pusilánime, y predestinado al “zapatazo en la cabeza como sello genuino del matrimonio”; y hasta Sue Briedhead, con un discurso incendiario que se tornó derrotista y quebrantado por la terrible muerte de sus hijos: “Los teólogos, los apologistas y sus parientes los metafísicos, los estadistas despóticos y demás, han dejado de interesarme. Todo me lo ha triturado la espantosa muela de la realidad”. Cuatro seres humanos que perfilan cuatro cepos y cuatro llaves ocultas, donde se abren o cierran los laberintos donde se debaten dos matrimonios equivocados y el amor que sacrifica sus caminos por atender los compromisos que impone la moral.

En 1996, justo 100 años después de su publicación, “Jude el oscuro” fue llevada al cine. Una realización inglesa, a cargo de Michael Winterbottom, y el protagonismo de Christopher Eccleston como Jude, y Kate Winslet como Sue. Años atrás, en 1979 y con apreciable éxito, Roman Polansky, llevó al séptimo arte otra obra del escritor inglés, “Tess, la de los D‘Ubervilles”. En ambas realizaciones, según los críticos, se expresa el ánimo desafiante y visionario de Thomas Hardy, quien no escatimó lenguaje para desentrañar las libertades individuales, ahogadas por el fardo de las premisas y los protocolos religiosos. Una postura que el escritor G.K. Chesterton resumió con peyorativo calificativo para Hardy y su obra: “Una especie de pueblo ateo pensando y blasfemando sobre el pueblo idiota”.

Controvertida historia que el propio Thomas Hardy definió como “una novela dirigida a hombres y mujeres adultos, que quiere delatar sin eufemismos la guerra a muerte que hay entablada entre la carne y el espíritu, y que trata de hacer ver la tragedia que suponen las aspiraciones frustradas”. Ni más ni menos. Una saga literaria donde las impresiones personales del autor encuentran eco en la voz de personajes que luchan por preservar su individualidad en un entorno que la anula. “¿Cómo van a interceder por ti los semidioses de tu panteón, esos personajes legendarios que llamas santos?”, increpa Sue a Jude con aguda y rabiosa ironía, cuando se rebela contra su condición de mujer casada y se concibe en un presidio imaginario del que no puede huir sin condenarse.

Es la camisa de fuerza de una moralidad tramposa y una sociedad que se aferra a dogmas envejecidos y flagelantes. Dos círculos que se estrechan y ahogan la libertad de aquellos que sólo buscan obedecer a sus intuiciones espirituales, sus tendencias naturales y sus instintos. Pugna interior que sopesa en el fiel de la balanza los falsos remordimientos y las exculpaciones peligrosas, con dudosas mortificaciones y ayunos para salvar el alma. “Resulta inútil pedirle a Dios que te libre de la tentación, cuando tu corazón desea precisamente ser tentado setenta veces siete”, reflexiona Jude porque se siente enamorado pero temeroso de violar los preceptos del catecismo. ¿Y en cuántos cerebros y silencios actuales no se sigue librando esta lucha anónima aunque los grilletes hayan cedido?

Una dialéctica elocuente que sumerge a los personajes en el océano de sus delirios, como aporte intelectual de una novela que actualiza un debate sin barreras temporales. Seguramente hoy, en la misma Inglaterra, ya no subsiste este ambiente oscurantista, pero la religiosidad extrema aún hace estragos.  Con relativa economía de lenguaje y una narración de recursos predecibles, “Jude el oscuro”, más que un derroche de linguística o de destreza intelectual, representa una diatriba contra el orden social que a nombre de la religión envilece al ser humano, y que en el contexto del matrimonio torna válido el interrogante de Sue antes de su expiación injusta: “Lo que tanto me tortura es la necesidad de acceder a este hombre cada vez que él lo desee, por bueno que sea moralmente. Ese horrible contrato me obliga a soportar de una manera particular aquello cuya esencia consiste en ser voluntario”.

“El deseo de algunas mujeres de ser amadas es insaciable, y así es también a menudo su deseo de amar, pero entonces se encuentran con que no pueden dar su amor constantemente al individuo legalmente designado por la licencia del obispo para recibirlo”. Cruje el matrimonio para una mujer que no encuentra en el acreditado maestro Phillotson, al hombre que la trascienda y la realice. “Habías arrojado la vieja corteza de los prejuicios y me enseñaste a hacer lo mismo. Y ahora te vuelves en contra de ti misma”. La desesperación de Jude para insistirle a Sue, que no sacrifique el amor por complacer los dictámenes de una irreal galaxia religiosa. Paradojas de dos vidas cruzadas por un exacerbado moralismo que además terminan naufragando en la otra talanquera histórica y coyuntural: la estrechez económica.

Trazo fotográfico del ocaso de la Inglaterra victoriana, visto a través de la gente pobre y sus oficios. Jude el espantapájaros entre los maizales del granjero Troutham. Jude, el repartidor de pan que arruina su empleo por exceso de lectura. Jude, el cantero, como el propio padre de Thomas Hardy. Mano de obra con remuneración de supervivencia y formación escasa. Cerrados los senderos para moldear los ideales de una educación esmerada y el sabor amargo de la frustración adulta, tras una vida de privaciones y el fallido intento de constituir una familia. “Pero ha sido mi pobreza y no mi voluntad la que me ha obligado a darme por vencido. Hace falta dos o tres generaciones para llevar a cabo lo que he querido hacer yo en una; y mis impulsos, mis afectos, o casi debería llamarlos vicios, eran demasiado imperiosos para no obstaculizar a un hombre sin recursos, atándole de pies y manos”.  Reflexiones de ayer, pensamientos de hoy, releyendo a Thomas Hardy.

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(*) Editor General del periódico El Espectador, catedrático y autor del libro ‘Días de memoria’ (2009).

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