Tareas no hechas

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Mi Roma

Mi Roma –el universo emocional y mental que se desató en mí durante y después de ver la película Roma en la sala tres del complejo Bama Cine Arte de Buenos Aires el viernes 25 de enero a las siete y veinte de la tarde-  no es la misma película que pasó en la pantalla. O es la misma pero infinitamente más amplia. O mejor dicho: del tronco de la cinta proyectada brotaron innumerables ramificaciones anímicas y espirituales, prolongándose mucho más allá de la trama y de las dos horas que dura la historia. Hasta hoy. Como si yo no hubiera visto la película sino que la película me hubiera visto a mí, y me conociera desde antes de ser concebida por el director.

Mi Roma incluye tanto los pañuelos kleenex que encontré en el suelo del teatro antes de empezar la función como los soretes de perro en el piso de esa casa de gente de bien, tan parecida a las casas a donde, de niño, acompañaba a mi abuela para entregar la ropa que ella lavaba por encargo. Mi Roma está hecha de esos largos silencios rumorosos de una vivienda grande donde la gente no habla, mezclados con el bramido apagado del paso del subte que cruza a pocos metros del sótano donde está ubicado el teatro, y que hacían aún más inquietantes los silencios de la película.

Mi Roma está hecha de infructuosos intentos posteriores –en mi casa, solo y en calzoncillos- por conseguir la posición de equilibrio del maestro de artes marciales -parado en un solo pie, haciendo el número cuatro con el otro, las manos levantadas y unidas en las puntas de los dedos índice y medio, el meñique y el anular doblados sobre la palma y el pulgar sobre ellos-  con los ojos cerrados y deseando no poder lograrlo para poder contradecir mi decepción inicial con esa escena en la que consideré que se subestimaba a las gentes de los barrios mostrándolas incapaces de ejecutar una pirueta sencilla, y tan tontos como para darle poder a un charlatán a cambio de un elemental truco de profesor de educación física. Y mi Roma está hecha de no haber logrado ese equilibrio y del descubrimiento de la complejidad de un acto aparentemente simple pero que requiere aguzada concentración, dominio del cuerpo y, en el caso del personaje, maestría para cautivar al público y generar un momento lleno de sentido. Una condensación del espíritu de la película. Como una puesta en abismo, ese artilugio narrativo con el que se reproduce en miniatura la totalidad de la obra en un fragmento de la misma.

Y mi Roma también está hecha del placer liviano de encontrar artificios narrativos puestos al servicio de algo que va más allá del efecto. La tensión que trasciende el ardid y es sobre todo una manifestación de la atmósfera mental de la protagonista – ese travelling en el que Cleo, preocupada, avanza buscando al hijo mayor y a su amigo entre las calles transitadas del centro de la ciudad para encontrarlos a la vuelta de una esquina hojeando revistas pornográficas-  tal cual ocurre con los finales carentes de espectacularidad de nuestras tensiones cotidianas.  Y mi Roma está hecha de los chistes que los personajes cuentan para ellos mismos, no para el público, y ni siquiera con la idea de hacer reír al interlocutor sino como una manera natural de la ironía con la que la gente de ese universo se comunica: No puedo, estoy muerto; no puedo, estoy muerta.

Mi Roma está hecha de la figura del padre, de su presencia – la majestuosa llegada del hombre de la casa, el cigarrillo viril deshaciéndose en el cenicero, la grandilocuencia de la música, los movimientos precisos y trascendentales con que ejecuta el acto consuetudinario de meter el carro en el garaje- y del reverso de esa presencia: el abandono, el vacío en la silla que establece definitivamente la permanencia del que no está convirtiéndolo en atmósfera.

Mi Roma está hecha del nacimiento de los hijos. Del hijo muerto de Cleo y de mi hijo vivo. De la fuerza de esa escena en la sala de partos, tan parecida a la que viví hace cinco años. Tan cierta y profunda la de la película que mientras escribo la recuerdo como más verdadera que aquella en la que vi nacer a Bruno, porque algunas veces la ficción con sus misteriosos mecanismos va directo a la base del sentido de lo que ocurre, al símbolo, y da cuenta de la vibración de la realidad con mucha más contundencia que la vivencia directa de los hechos o el registro documental.

Mi Roma también está hecha de mi resentimiento social –el resentido ha sentido y sentido y sentido- y de la elaboración personal que he debido hacer para poder relacionarme con los demás sin dividirlos en burgueses y proletarios, en privilegiados y explotados. Mi Roma está hecha de los intentos por asimilar la complejidad de las personas más allá de la rabia adolorida de las malas condiciones no escogidas de una vida que no decidí. Y mi Roma está hecha del largo y lento descubrimiento personal de que cada quién vive su humanidad desde donde le tocó, generalmente sin saber a ciencia cierta lo que hace ni qué repercusiones reales tienen sus actos ni a qué hilos de poder están supeditados. Nos vamos de paseo y tú vas con nosotros, pero no vas a trabajar: es el único gesto de contención de la patrona para con esa muchacha que tiene todavía retazos de tragedia en su vientre. Y en esa indolencia, sin embargo, hay toda la cantidad de solidaridad sincera que aquella mujer en sus circunstancias es capaz de ofrecer y que aprendió a ofrecer. Como la compañía muda, franca, sin aspavientos ni intención, de la abuela en el trayecto al hospital– una vieja coja y una indígena parturienta estaqueadas en medio de un trancón de tráfico, abandonadas en una ciudad revuelta -.

Mi Roma está hecha de los opuestos sentidos que tiene el mismo gesto en contextos disimiles: la mano plácida que se estira para disparar el arma de caza deportiva en un asado de campo y la mano desesperada que se extiende casi en el mismo gesto para matar o defenderse. Y mi Roma está hecha de la imperturbabilidad de la imaginación y de su belleza sin clases ni diferencias: la misma luna de ensueño que pisan el pequeño astronauta con su traje sofisticado en el bosque de una gran hacienda y el pasajero cósmico de balde en la cabeza que salta entre charcos de barro, en medio del  lodazal.

Y mi Roma está hecha de un personaje entrañable que siempre concebí como habitante exclusivo de las caricaturas: el hombre-bala; solo en mi Roma apareció por primera vez en carne y hueso, saliendo de la boca de un cañón, cayendo en una red que no era dibujada y rebotando tal cual las leyes físicas de la vida real.

Y mi Roma está hecha de la familia que a la salida del teatro pedía una ayuda a los transeúntes. De la ira malamente contenida y la actitud vociferante con que el padre se dirigía a quienes salíamos de la sala de cine conmovidos por las injusticias del mundo; de la firmeza retadora e incómoda de la madre extendiendo la mano, de la vitalidad indiferente de los niños sucios que toreaban a los carros en la avenida. Mi Roma remató impregnada con la rabia de esa familia a la que el mundo le niega hasta las mínimas posibilidades que tuvo Cleo pero a la que no ha logrado apalearle la moral hasta sumirla en el silencio sumiso de la pobreza funcional.

Mi Roma está hecha del sentimiento extrañamente áspero y liviano a la vez con el que caminé de regreso a casa; de una tristeza reposada que desacomoda sin derrumbar, del eco de un dolor que no paraliza ni obliga a correr. Una lucidez sin desesperanza ni optimismo.

Acabo de leer que es la película más íntima del director. Pero no. Es la película más íntima mía

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