Bienestar en tiempos de drones

Publicado el Maria Pasión

¿Miedo a la enfermedad? Confía en un buen compañero

Soy optimista, por naturaleza pienso que siempre me van a salir bien los exámenes, y esta actitud está en todo lo que hago y emprendo. Tengo corazón de animadora.

No pienso ningún día que estoy enferma, a diario animo a las personas que me rodean a que se sientan mejor, a que sigan luchando por lo que les gusta, incluso cuando ya no me queda tanta energía para mis propios proyectos me salen las palabras de consuelo y fortaleza para mi familia y mis amigos. Mantengo la calma, no puedo hacer otra cosa, es la marca que llevo.

Pero, ¿qué pasa cuando una persona así se enfrenta a un nuevo diagnóstico de enfermedad? Pues lo primero que veo es que soy vulnerable, mucho más de lo que pensaba. Así que meditar me sirve mucho para conciliar el sueño y reconozco que en todo lo que va de año la dermatitis atópica, esa que pintaba toda mi cara, no ha aparecido. ¡Punto para mi autocontrol!

Vale, he aprendido a respirar, he aprendido a lidiar con mi faceta nerviosa más visible, pero mis pensamientos de tener otra enfermedad no se me van. Pienso que puedo estar enferma una vez cada diez minutos y esto lo sé porque interrumpe mi ritmo de trabajo e incluso me hace llorar mientras tecleo.

A mí, como a muchos, me encanta pensar que la vida puede cambiar con el siguiente relámpago, con el siguiente libro con pinta de milagroso, con el consejo de esa amiga de mi papá que dice que su vida cambio el día que empezó a sazonar con cúrcuma,  que Jaime bajó 20 kilos a punta de yoga y que Adelita, esa vieja horrorosa en el colegio, ahora está hermosa gracias a que una máquina le quita la grasa, le blanquea los dientes y le hace crecer el pelo, aunque el pelo sea tan falso como el bronceado que lleva. Adelita está espectacular, dicen unas y otras, y uno se pregunta exactamente qué significa ser un espectáculo.

Seamos honestos: una cosa es verse bien y otra muy distinta es estar sano.

La vida también descubre algunas injusticias sobre la vida saludable. En 2005 conocí a un bioenergético que me ayudó a superar una depresión y a recibir a mi primer hijo con más energía de la que había tenido en la vida adulta. El hombre, que era médico javeriano, me quitó el azúcar, me prohibió los lácteos y me recetó la natación para que estuviera en forma para mi primer parto.  Al final creo que este cambio lo hicimos juntos aunque nos moviéramos en el mismo cuerpo. No recuerdo una faceta más completa en mi vida que esa. Con su hoja de ruta, consejos y meditaciones tuve el posparto más chévere que puedo imaginar y en pocos meses pude desprenderme de 10 kilos de peso sin apenas pensarlo. Supongo que me veía bien, (no diría que espectacular), pero lo cierto es que me sentía maravillosamente bien. Y aquí va el baldazo de agua, cuando cogí el teléfono en 2014 para llamar a ese médico que me había ayudado tanto, el mismo hacía yoga a diario y que comía orgánico desde hacía años, supe que se había muerto. ¿Es normal que mi bioenergético muera antes que yo?

Y así, cuando me atacó la dermatitis atópica y me tuve que recluir en casa temporadas porque me daba vergüenza mostrar mi cara, decidí darle duro a la meditación. Es lo único que me ayudó. Ni las amigas, ni el aloe, ni el acetato de ningún compuesto, ni el aceite de ninguna planta. Las enfermedades están ahí para que se hagan cambios y se tomen decisiones. Ya he vuelto a recibir la frase de que nosotros no elegimos las enfermedades sino que las enfermedades nos eligen a nosotros. La primera vez que la escuché pensé que era una frase estúpida. Y me puse a pensar. ¿Por qué me está eligiendo hoy una enfermedad en un pecho? ¿Qué pasaría si tengo cáncer de mama?

Tomo la decisión de contarle a mi hijo de once años porque el susto se me sale por los ojos. Mi hijo, con sus ojos del color de las pepitas de granadilla me dice. ¿El cáncer de mama podría matar?

Miro las nubes de Madrid, niego un poco con la cabeza y me sonrío. Él me abraza y cuando llega a casa me entrega una invitación a una fiesta de cumpleaños. ¿Me llevas el 23? ¡Claro que te llevo, digo poniéndola en la nevera! No te va a pasar nada, mamá.  Yo estoy contigo. ¿Cuándo tienes los exámenes?

El 29, le respondo. Y así me doy cuenta que todo cobra sentido con una pequeña conversación, que ese niño que llegaba en medio de la adversidad y que supuso la mayor alegría de mi vida adulta lo cambió todo, y lo seguirá cambiando.

Sólo tiene once años pero él es mi animador, que me pase lo que me pase él tiene el don de entenderme, de hacerme sentir querida, acompañada. Y juntos todo es más fácil.

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