Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

¿Qué significa que estemos en la misma barca?

El 14 de abril el diario Portafolio publicó una columna del consultor y profesor universitario Andrés Espinosa Feinwarth intitulada “Todos estamos en la misma barca.” Esta texto es una ocasión propicia para reflexionar una vez más sobre la crisis desatada por la pandemia y por el diferente significado que le atribuimos a la metáfora de viajar juntos en una nave. En el contexto de esta reflexión, quisiera interpelar al mencionado autor sobre la oportunidad que tenemos de “vencer nuestros miedos y perseguir, solidarios, nuestra esperanza.”

En la mencionada columna, Espinosa Feinwarth se refirió a la homilía en la cual el Papa Francisco recurrió a la métafora de estar en “la misma barca” y al imperativo de “remar juntos”. La metáfora es afortunada pues evoca la idea de que nuestra supervivencia como nación e incluso como especie depende de la suerte de todo el conjunto y también del esfuerzo compartido para enfrentar la situación en la que nos encontramos. Esta metáfora es particularmente llamativa, además, para una sociedad dividida y fragmentada como la nuestra, donde brilla por su ausencia un relato unificador con el cual podamos concitar el esfuerzo y la solidaridad necesarios para superar nuestro actual y grave predicamento. La polarización política atizada de lado y lado con ocasión de las negociaciones de paz con las Farc es la causa más reciente de esa división y fragmentación, pero sería equivocado considerarla la única e incluso la más importante. Los largos años que ha durado un conflicto armado degradado imbuyeron en muchos sectores una actitud sectaria, manifiesta en las más diversas justificaciones de la violencia; la desigualdad, por su parte, reforzó y sigue reforzando muchas preconcepciones negativas de ‘los que tienen’ hacia ‘los que no tienen’ y viceversa.

No obstante, el sentido de ser colombiano sigue siendo una suerte de “acto de fe” que nos mantiene unidos; es un hilo que ata la urdimbre de nuestra historia, una urdimbre en la que hay logros colectivos, pero en la que también abundan los nudos de la decepción, el resentimiento y el recelo – bastaría mencionar el incumplimiento de las Capitulaciones de Zipaquirá y la posterior ejecución de José Antonio Galán, así como el vil asesinato de los amnistiados Gaudalupe Salcedo y Carlos Pizarro. Si los relatos con los cuales interpretamos la historia del país y nuestra propia trayectoria personal no interfirieran la forma en la cual vemos el presente y el futuro, entonces podríamos dejar completamente el pasado atrás ateniéndonos a la sabiduría cristiana que demanda dejar “que los muertos entierren a los muertos”. El tema es que la interferencia de esos relatos reduce el alcance de la metáfora de la barca y del remar juntos, y también distorsiona su significado. Por ello, resulta necesario deshacer nuestros nudos históricos con mucha reflexión y con mucha conversación acerca del futuro, pero también acerca del pasado. Sin duda, el sentido de urgencia que impone la pandemia no deja espacio a muchas preguntas acerca de ese pasado, pero éste no cesa de interrogarnos con una constante incógnita: “¿quiénes somos?” Por tal razón, no podemos pasar de largo ante la historia, incluso en la hora en que es más imperioso que nos concentremos en los planes acerca del futuro. Aunque no pienso detenerme mucho en consideraciones históricas, las considero ineludibles.

La Independencia nos permitió redefinir las bases sociales de la solidaridad y avanzar muy lentamente hacia un modelo de sociedad en la cual los lazos primarios de la familia no fueran el principal vínculo que definiera la vida de un individuo. En su lugar, el lazo ciudadano debería unirnos a todos en una misma comunidad política; los lazos débiles formados en el mercado y en otras esferas sociales deberían permitir que cada individuo realizara su proyecto de vida de acuerdo con sus valores, sus capacidades y su esfuerzo. Por mucho tiempo, sin embargo, el lazo ciudadano ha sido extremadamente frágil pues sobre él se han superpuesto lazos más fuertes de asociaciones de segundo orden, tales como las facciones y las roscas, que han desfigurado el funcionamiento de las instituciones políticas. Durante mucho tiempo el mercado también ha estado interferido por esos lazos de segundo orden, los cuales han abierto mucho más a unos que a otros las oportunidades para el emprendimiento y la creación de riqueza. En nuestro entorno, las historias de gente que se ha hecho a pulso son menos comunes que en otras latitudes precisamente porque el privilegio de los pocos y las redes concentradas de favores han sido siempre el punto de partida desigual a partir del cual una minoría ha hecho y conservado su patrimonio. Esto no quiere decir que no haya gente que no se haya abierto un camino desde la base hasta los más altos escalones de la pirámide social. Empero, no creo equivocarme al afirmar que son menos frecuentes los casos de ascenso social en la esfera económica que en la esfera política. Esta ha sido mucho más abierta a gente advenediza y ambiciosa, de modo que su composición se ha alterado sustancialmente. La diversidad de nombres en la política sólo rivaliza con la de otra esfera: la del crimen, la otra escalera social a la cual han recurrido un buen número de colombianos.

Durante cincuenta años, grupos guerrilleros inspirados en el marxismo-leninismo quisieron tomarse el poder y establecer un tipo de solidaridad fundada en el lazo político y dependiente completamente del Estado. En el límite, el tipo de sociedad que querían establecer no difería mucho del campo de concentración, como lúcidamente lo advirtió el escritor Vasily Grossman en su novela Vida y Destino. En esta novela, el personaje Katsenelenbogen, un antiguo miembro de la Cheka, la policía secreta al servicio de Stalin, expresa la aspiración de que algún día la vida del mundo exterior a los campos se iguale a estos y que, así, el principio de la libertad individual, “noción caótica, primitiva, del hombre de las cavernas,” no vuelva a resurgir, de modo que dejen de ser necesarias las órdenes de arresto. “Bastará la sección cultural y educativa para corregir cualquier anomalía. Mahoma y la montaña irán al encuentro uno de la otra.”

La caída del llamado Bloque Socialista y la disolución de la Unión Soviética parecieron ponerle fin al totalitarismo como forma de organización política. China, sin embargo, lo ha reeditado y, a la sombra de la pandemia, ha procurado presentarlo como la base de su éxito para frenar el número de contagiados y muertos. Está por verse qué tan atractiva pueda ser la propaganda de China pues el brote de la pandemia desmiente completamente las supuestas bondades de su repugnante modelo político. Me inclino a pensar que su idea de solidaridad colectivista no ganará entre nosotros muchos adeptos.

La que entre nosotros sí ha ganado muchos adherentes y por mucho tiempo es la idea de la autosuficiencia y el cuidado casi exclusivo del interés propio o, para ponerlo en términos equivalentes a los de la metáfora de la barca, la idea de que cada quien tiene que saltar y aferrarse a su propio bote salvavidas. Se trata de una idea que ha sido racionalizada de muchas maneras, las cuales confluyen en el rechazo a toda forma de redistribución de la riqueza a través del Estado. A la luz de esta idea, son pocas las formas de solidaridad que se consideran legítimas – la familiar y la filantrópica quizá sean las únicas. Se trata de formas de solidaridad muy restringidas y de un signo poco democrático. Con excepción de las contribuciones canalizadas por grandes organizaciones, la filantropía y la ayuda familiar no tienen mayores mediaciones sociales; son bastante inmediatas: al hijo, al hermano, a este orfanato o a aquel ancianato, a esta iglesia o comunidad religiosa, a esta o aquella fundación, etc. Muchas de esas contribuciones tienen, además, un carácter paternalista. La expresión de cuidado por el otro usualmente va acompañada del sentimiento de superioridad de quien contribuye, muy lejos del sentido de igualdad asociado al de destino común.

La pandemia y sus efectos sociales y económicos han puesto en cuestión estas formas restringidas y paternalistas de solidaridad. Tal y como ocurrió con otros brotes de enfermedades virales (por ejemplo, el Ébola), la crisis global causada por el Covid-19 ha mostrado que la solidez del sistema de salud es igual a la de su eslabón más débil. Si este eslabón no es eficaz para atender a los contagiados, entonces la difusión de la enfermedad será más o menos inevitable. Esto aplica tanto a la escala global como a la escala nacional y prueba que la indiferencia hacia la suerte que corren los más pobres es una soberana estupidez, incluso desde la perspectiva del propio interés bien entendido.

En los Estados Unidos, el hiperindividualismo y la austeridad fiscal, que van de la mano, han puesto toda suerte de obstáculos a la creación de un sistema de salud universal. Por efecto de la ausencia de este sistema y de la pésima estrategia del gobierno para enfrentar la pandemia, este país tiene actualmente el mayor número de personas contagiadas y muertas. ¡La peor ironía, quizá, es que Estados Unidos es el país que más gasta per capita en salud! Y es precisamente de este país de donde muchos ideólogos del bote salvavidas han tomado sus ideas acerca de la reducción del Estado a su mínima expresión y del rechazo a toda forma de solidaridad mediada por las instituciones públicas. No descarto que la magnitud de la crisis del Covid-19 motive a unos cuantos a revisar su credo. Sin embargo, es sabido que los seres humanos tenemos una gran capacidad para interpretar los hechos de modo que se ajusten a nuestras creencias. Por tanto, me temo que durante un buen tiempo toda idea de solidaridad y cooperación a gran escala les seguirá pareciendo anatema.

Hasta ahora, la única revisión ideológica a la vista es de corte pragmático y de un alcance limitado. Se trata de la súbita importancia que ha adquirido la política agraria con el fin de alcanzar un mínimo de seguridad alimentaria, así como una modesta política industrial que le sirva al país para producir los insumos químicos necesarios para realizar las pruebas de contagio y los equipos médicos para atender a los contagiados. Las restricciones a la exportación de material médico, la lógica de “perro come perro” en el mercado global de mascarillas y respiradores e incluso los actos de piratería con los cuales algunos estados se han apoderado de los envíos a los países compradores han deshecho la fe incondicional en el mercado y el sistema de precios. Se trata de una adaptación bastante racional a las nuevas circunstancias. Vista desde el plano nacional corresponde a la lógica de salvar la nave, pero vista desde el plano global corresponde a la misma cruda lógica de saltar al bote salvavidas.

De una forma bastante pragmática el gobierno ha adoptado una política de ayuda a los más vulnerables a los efectos económicos de la pandemia pues es la mejor forma de conjurar el espectro de disturbios, desórdenes y violencia, el cual ya comenzó a materializarse en varias ciudades. El gobierno también ha adoptado una política de ayuda a las empresas que tiene como objetivo evitar la destrucción de la cadena productiva, la pérdida de numerosos empleos e incluso la erosión de su propia base tributaria. Está en duda, sin embargo, que estas políticas estén fundadas en un nuevo y profundo sentido solidario. Hay varias indicaciones de que se trata de meras adaptaciones a la necesidad de mantener el orden, de modo que se pueda alcanzar un estado de cosas lo más parecido al que había antes de que se desatara la pandemia. La primera es esta: un significativo número de empresas ha anunciado que mantendrá la mayor cantidad de trabajadores en su nómina, pero otro tanto ha suspendido los contratos de trabajo y otro más ha recurrido al expediente de licencias no remuneradas cuya legalidad es bastante cuestionable. Desde luego, nadie está obligado a lo imposible. No todos los empresarios tienen los medios conservar todos los puestos de trabajo. Lo decisivo, sin embargo, está en el modo de gestionar la súbita adversidad de la crisis; dicho de otro modo, importa mucho considerar la forma en la cual ésta se asume: mediante concertación y acuerdo, o mediante ucases respecto de las cuales no cabe sino el asentimiento y la resignación.

Una segunda indicación acerca de la ausencia de un nuevo sentido solidario proviene de la forma en la cual están operando los bancos respecto de las empresas y personas cuyo flujo de caja se ha visto gravemente reducido. Nadie en su sano juicio le pide a los bancos que pongan en riesgo los fondos de sus ahorradores y que obren como instituciones de caridad pública, pero que mantengan exorbitantes comisiones y márgenes de intermediación refleja un modo de pensar según el cual la crisis es una oportunidad más para hacer negocios a expensas de la calamidad de los demás. Si hubiese un sentido mínimo de solidaridad en los propietarios de los bancos, la instrucción que le habrían dado a sus gestores habría sido la de revisar y adecuar las políticas hacia sus clientes. Otro tanto puede uno decir del gobierno.

Una tercera indicación de la ausencia de un sentido de amplio de solidaridad es la renuencia de muchos empresarios a financiar la ayuda a las personas y las empresas con impuestos. Antes bien, lo que han hecho es pedir que reduzcan los que ya existen. Este pedido es bastante cuestionable. El caso de los impuestos a las empresas no puede abordarse sin tomar en cuenta que muchas de ellas se benefician de exenciones y descuentos que les permiten reducir sustancialmente lo que efectivamente pagan. Como lo muestran Villabona y Quimbay en su trabajo sobre la diferencia entre la tasa nominal y la tasa efectiva de tributación, los bancos, que deberían pagar un 33% de impuestos, sólo pagan el 18%. Con el impuesto a la renta de personas sucede algo similar. De acuerdo con Alvaredo y Londoño, la legislación tributaria le ofrece a los más ricos tantos alivios que el impuesto a la renta reduce muy poco la desigualdad. Recientemente, Luis Guillermo Echeverri ha dicho que los empresarios no pueden dar ahora lo que no podían dar antes. Las cosas quizá sean exactamente al contrario. Antes de la pandemia las élites económicas y políticas se podían dar el lujo de seguir posponiendo muchas reformas, como la necesaria adopción de un régimen tributario equitativo, eficiente y progresivo, al tenor del mandato de la Constitución Política. La votación por Gustavo Petro en las elecciones presidenciales de 2018 y luego la movilización ciudadana de finales del 2019 fueron alertas contra la actitud de las élites de pasar de agache. Los efectos sociales y económicos de la pandemia son de tal magnitud y profundidad que resultará mucho más costoso continuar aplazando la tarea histórica de reducir la desigualdad y cerrar las brechas que dividen a la Nación.

¿De dónde proviene la renuencia de los más ricos a pagar impuestos? Se trata de un fenómeno que tiene probablemente varias causas. Una de ellas es la difusión de ideologías que bendicen el egoísmo y descartan como irracionales los valores e instituciones que le ponen freno. Otra es la aprensión que suscitan los altos niveles de corrupción presentes en la administración pública. Concurrente con las anteriores, en su libro Economía Esencial de Colombia, Eduardo Lora propone otra causa; plantea que esa renuencia tiene sus raíces en el período de la Colonia: los españoles “gozaban de privilegios para recibir rentas de las demás clases sociales, especialmente de los indígenas a través del sistema de encomiendas.” Un sistema como éste no podía basarse únicamente en el uso de la fuerza. Necesitaba de una ideología racista que lo legitimara, de un sentido de superioridad incompatible con la idea de igualdad democrática y de destino común. Sin duda, el racismo de la Colonia era diferente al sentido de superioridad del cual presumen hoy muchos empresarios. Sin embargo, sus niveles observables de melanina no dejan de suscitar la sospecha de que en la base de su sistema de creencias puede estar un más o menos velado racismo. Si esta sospecha estuviera fundada, deberíamos interpretar el uso de la metáfora de estar en “la misma barca” como una expresión sin más contenido que la de invitarnos a hacer esfuerzos para mantener un orden que tiene muy poco de solidario.

Yo quisiera estar equivocado. Pensando con el deseo me figuré que la llegada de pandemia podría ser para nosotros como la segunda invasión de los persas a Grecia; que, en algún momento, como los atenienses, igualados ante la muerte, pero imbuídos del sentido de pertenencer a una misma comunidad política y de tener un destino común, haríamos frente juntos a la adversidad y ganaríamos Nuestra “Batalla de Salamina; que de un modo solidario haríamos el mérito suficiente para refundar el orden político y económico de una forma más igualitaria. Ese orden, como el de los atenienses, no tendría que ser adverso al comercio. Antes bien, ofrecería nuevas avenidas al emprendimiento, la generación de la riqueza y el desarrollo de las artes y las ciencias.

Pensando de modo más sobrio creo que la oportunidad de refundar el orden político y económico de un modo más solidario depende en realidad de otra cosa: de los incentivos de las élites para reconocer en el pueblo, con el cual no se identifica, un socio confiable en la expansión de la república. Para que ello ocurriera, tendrían que concurrir al menos dos condiciones: una visión de esa posible expansión y un acuerdo sobre lo fundamental, un compromiso que resolviera el crónico déficit de confianza que corroe nuestra sociedad. A su turno, para que este acuerdo pudiera alcanzarse, las élites y el pueblo, por muy indeterminadas que sean estas dos entidades, tendrían que poner a hablar a sus representantes unos con otros, con mucha humildad, con mucho realismo y también con mucha imaginación.

En ausencia de estos incentivos, creo que la brújula con la cual navegarán nuestras élites en esta crisis serán las mismas ideas obsoletas a las cuales se han aferrado siempre: dogmáticas en lo económico y aparentemente legalistas en lo político, generadoras a veces de escándalo, pero en general bastante mediocres.

Caricatura de Quino: ¿Estamos o no estamos todos en la misma barca?

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