Dos metáforas nos sirven de apoyo para pensar acerca de la crisis provocada por la difusión del virus Covid-19: una, Salvar la Nave; la otra, Saltar al Bote Salvavidas. Ninguna de esas metáforas contiene una prescripción precisa de lo que debemos hacer. Sin embargo, cada una proporciona a la imaginación suficientes referencias con base en las cuales uno puede formular un curso de acción. Cada metáfora tiene aplicación tanto en el ámbito global como en el local; cada una nos da una guía a seguir tanto en lo micro como en lo macro.
No voy a entrar en los detalles de la historia de cada una de las dos metáforas. Aquí voy a limitarme a los enunciados fundamentales a los que da lugar cada una. La metáfora de la Nave (la nación o el planeta) evoca la idea de la interdependencia y la cooperación a gran escala; la metáfora del Bote Salvavidas (el individuo, la familia o incluso el país) la idea del propio interés y la autosuficiencia.
Según la metáfora de la Nave, todos tenemos un destino común, no en el sentido de una misma destinación sino el de compartir el mismo medio de viaje. Uno de los principales efectos de la crisis del Covid-19 habría sido hacer aparente nuestra pertenencia a un conjunto que siempre estaba en el trasfondo y del cual hemos dependido siempre. El Covid-19 sería pues el recordatorio del mundo común que construimos con nuestras acciones todos los días. La escasez comprimió ese mundo común; achicó los espacios en cuya amplitud residía la abundancia relativa que nos permitía prescindir de la colaboración con todos los demás. Ahora, al atiborrarnos sobre la cubierta de la nave, habríamos de alcanzar la consciencia de que nuestra propia supervivencia depende de un esfuerzo mancomunado.

La metáfora del Bote Salvavidas apunta en otra dirección. La principal consecuencia del Covid-19 habría consistido en revelar la cruda realidad de nuestra situación, en oposición a las ilusiones que alimentamos en los periodos de abundancia. Ideas tales como la universalidad de los derechos de cada ser humano, incluso la noción misma de humanidad habrían quedado resquebrajadas ante la evidencia de que, a la hora de la verdad, cada uno depende de uno mismo y de nadie más. La contundencia de la metáfora del Bote Salvavidas proviene de un principio moral fundamental: nadie está obligado a lo imposible. Descontado el caso de narcisistas malignos que no tienen escrúpulo alguno en afirmar su prioridad para salvarse, muchos de quienes recurren a esta metáfora refieren la escasez como el hecho básico que hace necesario discriminar entre quienes merecen tener acceso a recursos limitados y quienes no. La concepción que cada uno tenga de la riqueza dictará quienes podrían ser salvados y quienes pueden ser abandonados en alta mar. En el nivel micro, si uno considera que la riqueza proviene fundamentalmente de su propio capital, prescindirá de cualquier medida de alivio para sus trabajadores durante una crisis como la actual. En el nivel macro, si uno considera que la riqueza proviene de su régimen nacional, sus ciudadanos, sus empresas y sus trabajadores, entonces prohibirá el comercio de todas aquellas cosas necesarias para la supervivencia de la nación.

En cada una de estas metáforas, hay un grano de verdad. No lo digo porque me incline a favor del eclecticismo, el cual conduce muchas veces a la falacia de la equidistancia. Lo digo porque cada una de estas metáforas revela un aspecto de la realidad, específicamente, de nuestra realidad moral, esto es, del entramado de nociones morales, a veces en conflicto, al cual apelamos para regular nuestras acciones. Razonar con base en una y sólo una de estas metáforas conduce a resultados insensatos.1 En términos formales, nuestro razonamiento puede ser impecable. Sin embargo, al partir de premisas unilaterales, nuestros conclusiones quedarán viciadas por el sesgo presente en nuestras premisas.
De partida, creo que la metáfora de la Nave puede tener tanta o más contundencia que la métafora del Bote Salvavidas. No hay ningún otro país a donde uno pueda huir para evitar el contagio. Estamos en el planeta como en un barco donde es ilusorio creer que uno no comparte un mismo destino con los demás. La pandemia no se detiene ante las demarcaciones sociales que usualmente resguardan a los privilegiados. La noticia de que Carlos, el Príncipe de Gales, ha contraído el virus destaca el hecho de que ningún hombre es una isla. Análogamente, no importa que un país sea geográficamente una isla; económicamente hablando, ya ningún país tiene tal carácter – con excepción, quizá, de Bután. Al estar conectado a muchos más por tratados de diversa índole y vínculos comerciales, que un país cierre sus fronteras sólo tiene sentido como forma de hacer cumplir la cuarentena, no como modo de resguardarse indefinidamente de los efectos del contagio. Por tanto, de nada sirve atrincherarse en su casa o en su país como si uno u otro fuesen su bote salvavidas. El virus puede tocar a la puerta de cada uno en el momento menos esperado.
Así las cosas, la metáfora adecuada es la de que todos estamos a bordo de la Nave Espacial Planeta Tierra y, consecuentemente, la de que todos tenemos la obligación de contribuir a detener la expansión del virus. En la medida de las posibilidades de cada quien, todos debemos, además, contribuir a sufragar los gastos de las medidas de contención. Una de las implicaciones de esta proposición es que, quienes tenemos ingresos suficientes, debemos contribuir a proporcionar techo y alimentación a todos aquellos quienes no tienen trabajo o lo han perdido.
Conviene resaltar que esta es una medida en la que coinciden tanto el principio de solidaridad, que evoca la metáfora de la Nave, como el principio del propio interés bien entendido, que está en la base de la metáfora del Bote Salvavidas. No hay modo de que podamos contener los efectos sociales de la escasez, cuando esta pone súbitamente a numerosos individuos en la situación de indigencia. Estos efectos son de distinto tipo. Pueden ser civiles, como es el caso de las personas que protestan porque tienen hambre y piden a las autoridades atención a su situación. También pueden ser inciviles, como es el caso de los asaltos a los supermercados. En un escenario de catástrofe social, uno no podría descartar asaltos a las casas con el propósito de robar comida. Los efectos pueden ser incluso fortuitos: conciernen a la probabilidad de que quien esté en una situación de extrema vulnerabilidad, porque carece de techo y alimento, se contagie del virus y, por una ruta insospechada,2 lo contagie a uno o a sus seres queridos. En consecuencia, proveer de ingreso o alimentos a quienes no tienen trabajo o lo han perdido es una medida bastante sensata. Es la mejor manera de asegurar que la gran mayoría de personas cumplirá con la cuarentena y podremos aplanar la curva de la difusión del virus.
Sin entrar en contradicción con lo dicho hasta ahora, podemos echar mano de al menos un elemento de la metáfora del Bote Salvavidas para comprender y resolver nuestro predicamento. En la situación límite del naufragio, uno querrá hacer campo a dos tipos de personas en su Bote Salvavidas: a sus seres queridos y a quienes pueden contribuir con su esfuerzo a que el bote se mantenga a flote y llegue a tierra firme.3 Voy a hacer abstracción del criterio del lazo afectivo, para concentrarme en el segundo criterio que, a mi juicio, es el del merecimiento, no meramente el de la utilidad.
Forzado a escoger entre dos personas de la misma edad pues sólo hay lugar para una de ellas en el Bote Salvavidas, lo más probable es que la balanza se incline hacia la persona más capaz. En otras palabras, uno tendrá la tendencia a escoger a la persona que tiene una mayor probabilidad de hacer méritos durante la jornada de navegación. Aparentemente, el criterio aquí enunciado es puramente instrumental – yo sólo habría expresado una relación de medios a fines. Empero, la expectativa de que la persona escogida hará todos los esfuerzos que se esperan de ella es lo que hace del criterio aludido del mérito uno de naturaleza moral. Uno espera que la persona escogida se merezca su lugar en el Bote Salvavidas.
Consideremos ahora un caso hipotético de atención a personas infectadas por el Covid-19 pues ilustra la relevancia que tiene el criterio de merecimiento. Dos personas de una misma edad y similar capacidad llegan en estado crítico a una sala de emergencias para ser atendidos por el Covid-19, pero sólo hay un respirador. Una de esas personas ha cumplido con la cuarentena y la otra no. Con base en la anterior información, la médica de urgencias decide ponerle el respirador a la persona que cumplió con la cuarentena. Creo que pocas personas razonables tendrías discrepancias acerca de esta hipotética decisión. Diríamos que la persona que cumplió con la cuarentena merecía vivir, que hizo méritos para ello. Abstenerse de interactuar con otras personas demanda un compromiso activo de todos quienes estamos en cuarentena. Honrar la obligación de permanecer en casa nos da un mérito indefinido, pero mérito al fin y la cabo, del cual pueden derivarse varias implicaciones, como la considerada en este caso hipotético.
Podemos ahora considerar la forma en la cual las implicaciones de la metáfora de la Nave y la del Bote Salvavidas se encuentran e incluso se refuerzan mutuamente. Tenemos la obligación de proporcionar techo y alimentación a quienes no tienen trabajo o lo han perdido. Al mismo tiempo, como todas las demás personas, quienes reciben ayuda de la sociedad para supervivir durante la cuarentena tienen la obligación de cumplir con ella. Cabe reconocer que el “toma y dame” no es muy claro: quien no cumple la cuarentena será multado, pero eso no implica que tenga que ser privado de techo y comida. No obstante, intuitivamente tiene mucho sentido exigir en reciprocidad a la persona que reciba ayuda de la sociedad que cumpla con lo que la sociedad espera de ella.
Las implicaciones cruzadas de las metáforas de la Nave y del Bote Salvavidas nos dan indicaciones útiles para el escenario pos-cuarentena. La previsión de todos los economistas es que habrá una recesión a gran escala y que el desempleo será de una magnitud considerable. Mientras la economía se recupera, tiene mucho sentido que esté en vigor un sistema de seguridad social que le proporcione a las personas desempleadas techo, alimento, salud y educación. Implementar este sistema no será fácil, pero los principios sociales de la solidaridad y el mérito pueden entrar en acción conjuntamente. A cambio de la ayuda recibida de la sociedad, las personas desempleadas tendrían que prestar un servicio social de acuerdo con su capacidad y en función de la satisfacción de necesidades de servicio público o de la realización de proyectos de utilidad pública.
Un sistema así requeriría la puesta en acción de un censo de personas, de recursos y necesidades, como si estuviéramos en una guerra – de hecho, no son pocos los líderes que han recurrido a esta metáfora (Emmanuel Macron, por ejemplo); también ha habido científicos que han apelado a ella para justificar más recursos para el sistema de salud que para el sistema militar. El censo de personas, la distribución de recursos y la asignación de tareas no tiene porqué excluir el mercado como medio de coordinación social. Idealmente, la ayuda a las personas desempleadas puede hacer parte de un programa universal de renta básica. Con dinero en la mano, cada persona, incluidas las cabezas de familia, encontrarán en un mercado regulado los bienes básicos para su supervivencia. No abogo aquí por medidas tales como congelar los precios sino por aquellas que limiten la cantidad de bienes que cada quien puede comprar y por el castigo del acaparamiento y la especulación.
En economías nacionales de rango medio o bajo, según la clasificación de Naciones Unidas, en ausencia de un programa universal de renta básica, la ayuda a las personas desempleadas puede tomar la forma de canastas de supervivencia (como las ofrecidas por la cadena Éxito – Carulla y que coloquialmente llamamos en Colombia mercados) que podrían ser distribuidas a domicilio. Esto es especialmente relevante en el caso de aquellos que no hacen parte de los circuitos formales de la economía y no están registrados en ningún programa público de ayuda social, como sucede con muchísimos refugiados venezolanos en Colombia. Durante la cuarentena conviene prohibir el intercambio de cualquiera de los bienes incluidos en la canasta de supervivencia. Pasada la cuarentena, esta restricción pierde su validez. No debería haber ninguna objeción a que una persona desempleada intercambie con otra objetos de su canasta de supervivencia. Lo que sí debe ser castigado es la obtención fraudulenta de más de una canasta pues eso constituiría un enriquecimiento ilícito.
Sin duda, el diablo está siempre en los detalles: la distribución de la ayuda y la activación de una economía social de mercado basada en los principios de la solidaridad y el mérito está expuesta al riesgo de la corrupción, lo cual hace necesario la puesta en marcha, simultáneamente, de la formación de capacidades ciudadanas de veeduría y control. Esto, sin embargo, ya es otro tema.
Además de la ayuda a las personas desempleadas, a través de las instituciones públicas, la sociedad debe prestar ayuda a las empresas afectadas por la crisis del Covid-19. Esto parece que no es necesario decírselo a un gobierno como el colombiano, que está en más en comunicación con los gremios que con el resto de la sociedad. La ayuda a las empresas es un mensaje precisamente para ese resto de la sociedad que ve con aprensión el papel de los gremios y del gobierno.
El punto a retener es que cada empresa no es meramente un acumulado de capital sino también de esfuerzos y aprendizajes cuya pérdida para la sociedad puede resultar más o menos costosa. Algunas pueden ser bastante ineficientes y, por ello, no deberían ser mantenidas artificialmente. Su suerte estaría sellada por el mercado, incluso sin la actual crisis. Por tanto, el costo de perder empresas de este tipo sería muy bajo. Algunas otras empresas son meramente ineficientes porque no invierten en innovación y no emplean adecuadamente su recurso humano.4 Siguen operando gracias el hecho de que el mercado funciona de una forma más distorsionada de lo que estaríamos dispuestos a admitir. Empero, el costo de perderlas sería muchísimo mayor pues, entre otras razones, son ellas las que generan el empleo de muchas personas. De ahí que tenga todo el sentido del mundo que los gobiernos abran líneas de crédito que les permitan sobrevivir durante la cuarentena y recuperarse en el período inmediatamente siguiente. Sin embargo, tales líneas de crédito deberían ser otorgadas con condiciones: la principal, asegurar la permanencia del mayor número de trabajadores. Dicho de manera más suscinta, el uso de los recursos públicos para ayudar a las empresas debe servir para proteger no sólo el capital sino también el trabajo.
A nivel global, la mayoría de países actúa con la mentalidad del Bote Salvavidas, de lo cual es evidencia la prohibición de exportaciones de equipos y productos salud. En un primer momento, Alemania hizo caso omiso de su pertenencia a la Unión Europea y puso en vigor una prohibición general que afectó incluso a los demás miembros de esa confederación. La indignación que provocó semejante restricción dio lugar a que la modificara y quedara vigente para el resto de países que no hacen parte de la Unión Europea. Esta medida, a su vez, fue acogida por la Comisión Europea por lo cual ninguno de los países que hacen parte de esa Unión pueden exportar equipo médico a otras naciones. Con una mentalidad similar, el gobierno de Colombia fue un poco más lejos e incluyó en la lista de los artículos de exportación prohibida también el jabón y el papel higiénico.
Desde un punto de vista cosmopolita, todas estas medidas generan un profundo sentimiento de decepción. En Europa, la solidaridad ha sido hasta ahora muy escasa lo cual ha dejado en claro que el proceso de unión todavía sigue siendo muy superficial. Como lo dijo Nils Minkmar en un artículo en Der Spiegel del 18 de marzo, la imagen que los italianos vamos a recordar después de la crisis no va a ser la de aviones provenientes de Frankfurt, París o Bruselas con ayuda médica sino la de un avión proveniente de China. Las cosas en el continente americano pueden ser incluso peores. El asilacionismo de Donald Trump y sus equívocos mensajes, como el de obtener de forma exclusiva la vacuna contra el Covid-19 de un laboratorio alemán, son sin duda el peor referente que pueden tener los demás países.
El Espectador reportó recientemente que la venta de armas se había disparado en los Estados Unidos. La razón de ello tiene que ver, aparentemente, con la idea que tienen muchos estadounidenses de que la pandemia dará lugar a una crisis social de grandes proporciones por lo cual cada uno tendrá que defenderse por su propia cuenta. Esta mentalidad, de Bote Salvavidas, es la que replica a nivel global el gobierno estadounidense. Si esta actitud se extendiera, nos llevaría a una espiral defensiva y aislacionista que es exactamente lo opuesto de lo que necesitamos en este momento: una respuesta coordinada a nivel global. Como lo escribió Bernhard Zand para Der Spiegel el 19 de marzo, “El distanciamiento social es la solución médica a la difusión del virus, pero en la política global necesitamos exactamente lo opuesto.”
Afortunadamente, hay fuerzas sociales que empujan al mundo en una dirección distinta. El anuncio del ingeniero mecánico Mauricio Toro de que su equipo podrá producir un respirador mecánico de bajo costo y de que su diseño está disponible en la red para todos los demás equipos en el mundo que quieran copiarlo y mejorarlo, expresa elocuentemente el espíritu de Salvar la Nave. Como muchas empresas colombianas que han decidido mantener su nómina (Cine Colombia, Crêpes & Waffles, Tecnoglass, Arturo Calle, Mario Hernández, Hoteles Estelar, y otras tantas), aquellas que respaldan el proyecto de Mauricio Toro también están en sintonía con el mismo espíritu.
Estas fuerzas, por sí solas, no podrán contener la ilusión del aislamiento y la autosuficiencia, ilusión que podría ser magnificada durante el período poscuarentena por políticos populistas, que antes de la crisis del Covid-18 ya se habían atrincherado en plataformas nacionalistas. Por esta razón, conviene insistir en el hecho de la interdependencia y las ventajas de la cooperación a gran escala. Sobre los líderes políticos recae hoy una gran responsabilidad pues las decisiones que tomen durante esta crisis fijarán una trayectoria y harán más fáciles, o más difíciles, las decisiones acerca de otros desafíos globales cuyo efecto ya está a la vista, como es el caso del calentamiento global.
1A este respecto, recomiendo considerar los argumentos de George Lakoff y Mark Johnson (1999) en su libro Philosophy in the Flesh: The Embodied Mind and Its Challenge to Western Thought. New York: Basic Books.
3Esta situación hipotética es distinta del naufragio real de la fragata Birkenhead, que dio origen a la regla “las mujeres y los niños primero”. La Birkenhead encalló y se hundió a dos millas de la costa, por lo cual darle la prioridad a las mujeres y los niños tenía sentido pues su supervivencia era muy probable.
4Cfr. Eduardo Lora (2019). Economía Esencial de Colombia. Bogotá: Debate, pp 71-72 y 125-128.