Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

Oligarquía y Caciquismo: Un Poco de Historia para Políticos y Politólogos

Una de las nefastas consecuencias de la especialización del conocimiento y la formación de disciplinas separadas es la falta de sentido histórico de nuestra ciencia política. Si bien el enfoque comparado nos ha librado de considerar nuestros problemas como absolutamente singulares, la referida falta de sentido histórico nos hace ver los problemas de hoy haciendo caso omiso de su contexto y sus antecedentes, y nos inclina a la búsqueda de soluciones de alcance bastante limitado. Para la muestra un botón: una académica, Mónica Pachón, y un político, Lidio García, coinciden en proponer la unificación del calendario electoral como parte de una receta destinada a superar los problemas de nuestro régimen político, al cual muchos insisten en llamar ‘democracia’.

Comparado con el de Venezuela y el de Cuba, donde no hay libertades civiles ni un poder judicial independiente que las garantice, nuestro régimen sale bien librado. Sería una estupidez supina afirmar que las elecciones competitivas, la libertad de expresión y la acción de tutela no hacen ninguna diferencia, o que los índices de desarrollo humano, aunque sigan por debajo de los de Cuba, no han aumentado, lo cual quiere decir, nada más y nada menos, que el nivel general de bienestar de la población es mucho más alto que en décadas pasadas. Sin embargo, en Colombia uno no puede hablar sin matices de la garantía de los derechos civiles y políticos, ni de los derechos económicos, sociales y culturales. Sería incurrir en un infame negacionismo hacer abstracción de la forma en la cual muchos líderes sociales son asesinados en las periferias del país; de la autocensura que tienen que ejercer muchos periodistas en esas periferias, si quieren seguir viviendo; de la abyecta pobreza en la cual todavía viven muchos de nuestros compatriotas, así como de su falta de oportunidades, la que muchos buscan en los circuitos de economías que están por fuera del marco institucional; así como de la desigualdad que, por distintas razones, hoy es percibida mucho menos justificada que antes.

Hay quienes admiten la gravedad de las denuncias de Aída Merlano y de las revelaciones de las interceptaciones teléfonicas al ‘Ñeñe Hernández’. Hay también quienes la niegan. Empero, no hay muchos que consideren que unas y otras ameriten poner en cuestión el carácter democrático de nuestro régimen. En su más considerada opinión, lo que ha salido a la luz pública son aberraciones que tenemos que combatir mediante la aplicación rigurosa de la ley y también mediante algunas sesudas reformas que deberían regular mejor la competencia electoral, limitar la forma en la cual circula el dinero en la política y asegurar la probidad de los funcionarios públicos. Nuestro régimen reformado podría entonces responder mejor a las demandas de la ciudadanía: podría llevar el estado de derecho a todas las periferias donde sigue ausente, reducir los niveles de desigualdad, ponerle freno a la destrucción del entorno natural y crear de este modo un entorno de mayor seguridad, emprendimiento y equidad.

Yo concuerdo con el objetivo, pero difiero sustancialmente en el diagnóstico. A mi juicio, nuestro régimen tiene muy poco de democrático por lo cual haríamos bien en designarlo de otra manera, esto es, como una oligarquía competitiva, que incluye de manera limitada a algunos segmentos de la población mediante la competencia electoral, lo que hace que el carácter representativo del régimen sea por tanto limitado; que interioriza políticas que no son las de un verdadero interés nacional; que es funcional a un capitalismo de amigotes (crony capitalism) cuyo denominador común es el de grandes empresarios a quienes les gusta más el capitalismo que la economía de mercado; que genera muy poca autoridad, pero mucho autoritarismo y que, consecuentemente, alimenta una cultura política autoritaria, no democrática. Un régimen así tiene muy poca capacidad para enfrentar los desafíos que tenemos en la actualidad y es, además, muy vulnerable a muchos choques externos.

Mutatis mutandis, el predicamento en el que nos encontramos no es muy diferente de la situación que había en el país hace cincuenta años. Desde luego, son muchas las cosas que han cambiado. Ha habido apertura política y apertura económica: antes la competencia política tenía lugar entre dos partidos, ahora hay diez con asiento en el Congreso; antes había que ir al Banco de la República a cambiar dólares, ahora el cambio es libre y la tasa depende del mercado. No obstante, quien lea las páginas del artículo “Los Gamonales en Acción”, publicado en la revista Alterativa en junio de 1974, quizá se sienta inclinado a pensar que todo ha cambiado para que todo siga igual. Aunque el país se ha urbanizado y el peso relativo de los latifundistas en el sistema oligárquico nacional ha disminuido sustancialmente, aunque la competencia electoral sea más feroz ahora que en esa época, aunque ahora las campañas electorales sean más costosas, parecería que la sustancia del régimen no se hubiese modificado mayormente. Seguimos siendo el mismo país periférico, acomplejado acerca del papel histórico que podría asumir en el concierto mundial, incapaz de articular un proyecto común que concite la adhesión y el compromiso de la mayoría de los colombianos pues a diestra y siniestra prevalecen las miradas cortoplacistas y los intereses mezquinos.

El primer paso para cambiar este deplorable estado de cosas es llamarlo por su nombre y tomar en cuenta el carácter sistémico de nuestros problemas. De otra forma, seguiremos poniéndole parches a un tejido político y social cuyas fibras están muy raídas, y que amenaza romperse con una fuerte conmoción. Me temo, sin embargo, que todavía hay muchas las resistencias mentales que vencer, antes de que podamos asumir nuestra realidad sin engañarnos. Quizá convenga, antes de mirarnos en el espejo, contemplar el retrato de otros sistemas como el nuestro para convencernos de la gravedad de nuestro predicamento.

Con este fin en mente, he decidido publicar aquí varios extractos del libro de Joaquín Costa y Martínez, Oligarquía y Caciquismo como la Forma Actual de Gobierno en España: Urgencia y Modo de Cambiarla (Madrid: Imprenta de los Hijos de M. G. Hernández, 1902). Se trata de un volumen escrito con ocasión de una encuesta realizada a instancias de un centro político y cultural, el Ateneo de Madrid, acerca de las causas del penoso atraso político y económico de España, un atraso que quedó puesto en evidencia por la humillante derrota que la madre patria sufrió en la guerra contra Estados Unidos en 1898. (El texto completo está disponible en este enlace.)

Costa coincide con otros pensadores de su época, como Gumersindo de Azcárate, acerca de las causas de ese atraso. En un trabajo que Costa cita, El Régimen Parlamentario en la Práctica (Madrid : Sobrinos de la sucesora de M. Minuesa de los Ríos, [1885]1931, p. 116) Azcárate describe el sistema político español en los términos de caciquismo, dada la centralidad de los caciques en la articulación entre centro y periferia, entre gobierno y gobernados. El término, tomado de la experiencia colonial española en América, fue incorporado en el Siglo XIX en el léxico político peninsular e incluso en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, para referir tanto a la “Persona que en un pueblo o comarca ejerce excesiva influencia en asuntos políticos” como a la “Persona que en una colectividad o grupo ejerce un poder abusivo”. Empero, en el trabajo de Azcárate no son los caciques las únicas figuras; en el centro del régimen aparece la oligarquía. Bajo el ropaje de un gobierno representativo, ésta es la que gobierna en realidad, pero de una forma “mezquina, hipócrita y bastarda (…).” Costa sigue el hilo de este análisis y agrega que esta oligarquía no es una verdadera clase dirigente. Antes bien, es una facción extraña al país, interesada sólo en su propio y muy limitado beneficio, adicta a sus propias componendas y azarada por sus propias traiciones, de finos modales y buenas maneras, pero con los suficientes pocos escrúpulos para estrechar la mano de cuanto cacique resulte funcional a sus intereses. ¿Cualquier parecido será acaso pura coincidencia?

El sistema que Costa pone en cuestión recibió en España un nombre particular: el turno pacífico y también el turnismo. Era una suerte de Frente Nacional, sin las rigideces de este pacto constitucional, que funcionaba gracias al poder moderador de una monarquía que había sido despojada de sus poderes absolutos. Luego de un pronunciamiento con un amplio respaldo popular en 1868, España ensayó un gobierno parlamentario primero con un monarca importado, Amadeo de Saboya, y después con un régimen republicano. Como ninguno funcionó, restauraron a un monarca Borbón, Alfonso XII, quien hizo de árbitro entre conservadores y liberales. Con la anuencia del rey, cada partido tomaba su turno mediante elecciones amañadas, decididas en Madrid y ajustadas a esa decisión en cada distrito electoral por los caciques. Estos, por su parte, distribuían los recursos estatales para beneficio suyo y el de su clientela, lo cual le daba al país la estabilidad que le habría quitado una competencia electoral abierta. El precio de este arreglo era la imposibilidad de articular proyectos genuinamente nacionales pues cada facción ejercía un veto sobre cualquier política que afectara sus privilegios particulares.

Caricatura tomada del semanario El Motín, muestra a los líderes conservador y liberal, Cánovas del Castillo y Sagasta, columpiarse sobre la espalda de España.

Con otro nombre, este mismo sistema fue el que estuvo vigente en Italia y en Portugal durante la misma época. En Italia, se le llamó trasformismo. Según la definición del diccionario Treccani, consistió en el “proceso de disolución de los viejos partidos históricos italianos, de derecha e izquierda, y su fusión en mayorías parlamentarias, formadas no sobre la base de programas estables y generales, sino alrededor de problemas contingentes y especialmente alrededor de personalidades individuales de gran prestigio que, implementando de vez en cuando las combinaciones entre los diversos grupos, terminaban siendo el único elemento estable de la vida política.” La misma voz es definida en Wikipedia de un modo un poco distinto: la “práctica política que consiste en reemplazar la confrontación abierta entre la mayoría que gobierna y la oposición que controla con la cooptación en la mayoría de los elementos de la oposición por exigencias típicamente utilitarias.” En Portugal, este tipo de arreglo político fue llamado rotativismo. Según Wikipedia, “fue la designación dada al sistema, dentro de una democracia de partidos políticos, en la que solo dos partidos tornan a ser más fuertes que el resto y se convierten en gobierno en alternancia sistemática entre ellos, a menudo apoyándose mutuamente detrás de escena, y sin permitirle a los otros partidos que eventualmente puedan existir aspirar a convertirse en gobierno.”

Turnismo, trasformismo y rotativismo son todos regímenes que, eventualmente, podrían ser incluidos en la categoría de sistema consociacional, esto es, una forma de distribución del poder político entre las élites que limita la competencia electoral con el fin de asegurar la estabilidad política. En la actualidad, no hay una distribución semejante en Colombia. Antes bien, el proceso de paz con las Farc ha dejado bastante fracturadas a las élites políticas, las cuales están lejos de un compromiso y cada vez más enmarcadas en un proceso de polarización. Esto hace que la competencia política sea más incierta y, por lo tanto, más feroz, agravada por el hecho de que hay una división social (cleavage) en la cual ha encontrado anclaje una propuesta populista de izquierda. Hechas todas estas salvedades, lo que los escándalos actuales nos muestran es la centralidad que tienen en el sistema político y económico las figuras de los caciques y de la oligarquía.

Todo este recuento incluye también una advertencia. Joaquín Costa no se limitó a realizar un análisis del ineficiente e inequitativo sistema político que imperaba en España y que fue causa de su debacle. Formuló también un programa regenerador cuyo punto central –a pesar de ponerlo en décimo lugar– era el siguiente:

Renovación del liberalismo abstracto y legalista imperante, que ha mirado no más á crear y garantir las libertades públicas con el instrumento ilusorio de la Gaceta (Constitución política, leyes municipal y provincial, ley electoral, leyes procesales, etc.), sustituyéndolo por un neo-liberalismo orgánico, ético y sustantivo, que atienda á crear y afianzar dichas libertades con actos personales de los gobernantes principalmente, dirigidos á reprimir con mano de hierro, sin piedad y sin tregua, á caciques y oligarcas, cambiando el régimen africano que nos infama por un régimen europeo de libertad y de selfgovernment, haciendo de un Estado peor que feudal una nación de 18 millones de ciudadanos libres de hecho, con justicia y autoridades que protejan por igual sus personas, sus derechos y sus intereses.

Costa tenía claro que este neo-liberalismo no se realizaría por sí mismo. Tenía que tener un ejecutor, al que llamó cirujano de hierro pues la política que pondría en marcha sería de naturaleza quirúrgica. Renovar España, llenarla de nueva vida, requería, en opinión de Costa, “sajar, quemar, resecar, amputar, extraer pus, transfundir sangre, injertar músculo (…)”, tarea que sólo podía ser encomendada a quien “conozca bien la anatomía del pueblo español y sienta por él una compasión infinita (…).” Muchos entendieron que el verdadero sentido de esta propuesta era el establecimiento de una dictadura. Costa replicó a sus críticos señalando que no abogaba por la concentración de poder en manos de un individuo o en un triunvirato pues proponía un parlamento independiente, un poder judicial también independiente y un municipio soberano. Sin especificar muy bien cuál sería su lugar en el diseño institucional ni su relación con cada uno de los poderes del estado, Costa concibió su cirujano de hierro, no como un superhombre nietzscheano, como equivocadamente algunos críticos parecen haberlo entendido pues éste, políticamente hablando, tiene la entidad de un gran legislador; tampoco como un príncipe nuevo, en el sentido de Maquiavelo, cuya tarea consiste en erradicar la corrupción y establecer un orden nuevo. Su entidad sería apenas la de “complemento adjetivo conforme á la Constitución”:

hace que las leyes rijan, que la administración administre, que el gobernador gobierne, que el profesor eduque, que el inspector inspeccione, que el ayuntamiento no duerma, que el magistrado haga pronta y recta justicia, y por decirlo de una vez, que las figuras pintadas salten del cuadro y echen á andar: policía de la policía, vigila sobre los encargados de vigilar; suple las deficiencias de todos esos órganos, con decretos y acción; les asegura su libertad centra el cacique (…).

Miguel Primo de Rivera, el general español que en 1923 se hizo dictador de España con el beneplácito del rey Alfonso XIII, terminó apropiándose del término cirujano de hierro. Como en España, en Italia y en Portugal también surgieron movimientos anti-liberales que le pusieron fin a la competencia electoral y también a las libertades públicas. Nada nos protege de que aparezca entre nosotros quien pretenda ser un cirujano de tal corte, convencido de que tiene el remedio para acabar con la oligarquía y el caciquismo que nos oprimen. Basta con mirar el destino de nuestra hermana Venezuela. No obstante, atrincherarse en el statu quo y postergar los necesarios cambios a nuestro sistema político y económico tampoco es una opción. Comencemos entonces la tarea de diagnosticar honestamente nuestro predicamento. Echemos mano de múltiples recursos, incluidas las amargas lecciones de la historia, en este caso, las de España.

 

Oligarquía y Caciquismo como la Forma Actual de Gobierno en España:

Urgencia y Modo de Cambiarla

(Extractos)

 

La revolución de 1868 no hizo libre y soberana á España

(…)

Llegó Septiembre de 1868; ocurrió el alzamiento del día 29, tan sonado; surgieron por todas partes Juntas revolucionarias; vibraron los himnos patrióticos; proclamóse la soberanía nacional; y en medio del mayor entusiasmo una Constitución democrática fué promulgada. Pues lo mismo que si no hubieseis promulgado nada. Se habló de obstáculos tradicionales, y el trono del monarca fué derribado; pero el verdadero obstáculo tradicional, el trono del cacique, quedó incólume, y todo aquel aparato teatral, manifiesto de Cádiz, juntas revolucionarias, destronamiento de la Reina, Constitución democrática, soberanía nacional, no pasó de la categoría de pirotecnia: la graduamos de revolución, y no fué más sino un simulacro de revolución. Todo aquel estado de corrupción y de servidumbre, trasunto de las naciones decadentes de Asia, que acabo borrosamente de bosquejar, subsiste íntegro treinta y dos años después, salvo haberse agravado con la hipocresía de la soberanía nacional y del sufragio universal, escarnio é inri de la España crucificada. Lo mismo que entonces, la nación sigue viviendo sin leyes, sin garantías, sin tribunales, sujeta al mismo degradante yugo de aquel feudalismo inorgánico que mantiene á España separada de Europa por toda la distancia de una edad histórica. Se decretó una ley Municipal que, en la letra, satisface casi todo el programa del más exigente descentralizador, llegando poco menos que á las fronteras de la autonomía; pero enfrente de ella, el Ministerio de la Gobernación ha ido formando una jurisprudencia que pone las municipalidades á los pies del Gobernador civil, para que el Gobernador civil las entregue atadas de pies y manos al cacique, á cambio de los votos necesasarios para fabricar las mayorías parlamentarias en que los pocos centenares de políticos tienen que ampararse para dominar al país. Pues eso que ha sucedido con la ley Municipal, ha sucedido con todas las demás: no rige ninguna sino en tanto que el cacique quiere que rija; con que el español vive á merced del acaso, pendiente de la arbitrariedad de una minoría corrompida y corruptora, sin honor, sin cristianismo, sin humanidad, infinitamente peor que en los peores tiempos de la Roma pagana. En Europa desapareció hace ya mucho tiempo: si algún rastro queda aquí ó allá, es un mero accidente. En España, no: forma un vasto sistema de gobierno, organizado á modo de una masonería por regiones, por provincias, por cantones y municipios, con sus turnos y sus jerarquías, sin que los llamados ayuntamientos, diputaciones provinciales, alcaldías, gobiernos civiles, audiencias, juzgados, ministerios sean más que una sombra y como proyección exterior del verdadero Gobierno, que es ese otro subterráneo, instrumento y resultante suya, y no digo que también su editor responsable, porque de las fechorías criminales de unos y de otros no responde nadie. Es como la superposición de dos Estados, uno legal, otro consuetudinario: máquina perfecta el primero, regimentada por leyes admirables, pero que no funciona; dinamismo anárquico el segundo, en que libertad y justicia son privilegio de los malos, donde el hombre recto, como no claudique y se manche, sucumbe.

(…)

 

No hay Parlamento ni partidos; hay sólo oligarquías: ventajas de considerarlo así

Con un estado social como el que hemos visto, era imposible que en España hubiera partidos políticos, según lo que en Europa se entiende por partidos y el concepto que de ellos da la ciencia política; imposible, por tanto, que se aclimatara entre nosotros el régimen parlamentario, el gobierno del país por el país. El Sr. Maura da por sentado que los hubo y que no quedan ya sino girones de ellos, habiendo sido sustituidos por oligarquías de personajes sin ninguna raíz en la opinión ni más fuerza que la puramente material que les comunica la posesión de la Gaceta. Yo tengo para mí que eso que complacientemente hemos llamado y seguimos llamando «partidos», no son sino facciones, banderías ó parcialidades de carácter marcadamente personal, caricaturas de partidos formadas mecánicamente, á semejanza de aquellas otras que se constituían en la Edad Media y en la corte de los Reyes absolutos, sin más fin que la conquista del mando, y en las cuales la reforma política y social no entra, de hecho, aunque otra cosa aparentfe, más que como un accidente, ó como un adorno, como insignia para distinguirse ó como pretexto para justificar la pluralidad. Ahora, aun el pretexto ha desaparecido, quedando reducidos á meras agrupaciones inorgánicas, sin espíritu, sin programa, sin eso que les daba semblante de cosa moderna y europea, reducidos al concepto personal y oligárquico denunciado por Maura, pudiendo por tanto aplicarse á la morfología del Estado español la siguiente definición que Azcárate da del caciquismo: «feudalismo de un nuevo género, cien veces más repugnante que el feudalismo guerrero de la Edad Media, y por virtud del cual se esconde bajo el ropaje del Gobierno representativo una oligarquía mezquina, hipócrita y bastarda…» y la contradicción que señala «éntre la teoría y la práctica, puesto que aquélla proclama que el régimen parlamentario tiene por fin el gobierno del país por el país, y luego ésta pone de manifiesto que la suerte de un pueblo está pendiente de la voluntad del jefe de una parcialidad política, ó cuando más de una oligarquía de notables». Salillas, Macías Picavea y Torre-Hermosa afirman ya resueltamente que «la oligarquía es nuestra única constitución política, sin que exista otra verdadera organización que ella» .

Efectivamente, con ser tan simplicistas la clasificación y las definiciones de Aristóteles, se adaptan perfectamente á nuestro estado político actual. Define el gran filósofo griego la oligarquía por relación á la aristocracia, como la demagogia por relación á la democracia y la tiranía por relación al reinado ó monarquía. Aristocracia (dice) es el gobierno ejercido por una minoría, y se la denomina así, ya porque el poder se halla en manos de los hombres de bien, ya porque su objeto no es otro que el mayor bien del Estado y de los asociados. La desviación ó degeneración de esa forma de gobierno (añade) es la oligarquía, la cual no tiene otro fin que el interés personal de la minoría misma gobernante. La aristocracia, entendida así, á la manera aristotélica, sería legítima en nuestro país; más aún, siéntese vivamente la necesidad de ella: es el «patriciado natural» de que habla el Sr. Sánchez de Toca (2), y que Pereda nos ha representado en acción en su novela Peñas arriba. Por desgracia, aunque el Don Celso, señor de la casona de Tablanca, no es del todo creación ideal del insigne literato montañés, para el caso es lo mismo que si lo fuese, porque el tipo del patriciado español no lo constituye, desgraciadamente, la familia de los Cuesta de Tudanca, modelo romancesco de Pereda, sino el pervertido Gustito ó Augustito de la novela de Queral La ley del embudo ó el Brevas de la de Nogales Mariquita León, tomados asimismo de la realidad.

En conclusión: no es la forma de gobierno en España la misma que impera en Europa, aunque un día lo haya pretendido la Gaceta: nuestro atraso en este respecto no es menor que en ciencia y cultura, que en industria, que en agricultura, que en milicia, que en administración pública. No es (y sobre esto me atrevo á solicitar especialmente la atención del auditorio), no es nuestra forma de gobierno un régimen parlamentario, viciado por corruptelas y abusos, según es uso entender, sino, al contrario, un régimen oligárquico, servido, que no moderado, por instituciones aparentemente parlamentarias. Ó dicho de otro modo: no es el régimen parlamentario la regla, y excepción de ella los vicios y las corruptelas denunciadas en la prensa y en el Parlamento mismo durante sesenta años: al revés, eso que llamamos desviaciones y corruptelas constituyen el régimen, son la misma regla. En el fondo, parece que es igual; y, sin embargo, el haberse planteado el problema en una forma invertida, tomando como punto de mira y de referencia no la realidad, sino la Gaceta, lo imaginado, no lo vivido, conforme procedía, ha influido desfavorablemente en nuestra conducta, en la conducta de los tratadistas, de los propagandistas, de la opinión, siendo causa de que nuestro atraso en este orden no nos haya parecido tan africano ni nos haya preocupado lo que nos debía preocupar, de que no hayamos cobrado todo el horror que le debíamos al régimen execrable, infamante y embrutecedor que conducía á la Nación, en desbocada carrera, al deshonor y á la muerte.

El definir á España de este modo, por lo que es, y no por las engañosas ficciones de la Gaceta, ofrece una doble ventaja.

Nos enseña, en primer lugar, que el problema de la libertad, que el problema de la reforma política no es el problema ordinario de un régimen ya existente, falseado en la práctica, pero susceptible de sanearse con depurativos igualmente ordinarios, sino que es de hecho y positivamente todo un problema constitucional, de cambio de forma de gobierno; que se trata nada menos que de una revisión del movimiento revolucionario de 1868; y más aún: de la revolución misma de todo el siglo xix, repuesta al estado de problema.

Nos enseña, en segundo lugar, que mientras esa revolución no se haga, que mientras soportemos la actual forma de gobierno, será inútil que tomemos las leyes en serio, buscando en ellas garantía ó defensa para el derecho, y por tanto, que podemos excusarnos pérdidas de energía, de paz moral y de caudales, fiando el triunfo de la razón á los procedimientos que diríamos consuetudinarios, propios del régimen personal y oligárquico, no á los de la ley, ó abandonando voluntariamente el derecho objeto de contención, ó dando una organización á la vis privata para defenderlos.

Yo he tenido, desgraciadamente, que entrar mucho, por razón de oficio, en tribunales y oficinas: no diré que por virtud, — por genialidad ó por carácter, he marchado siempre solo, sin la recomendación del cacique; y puedo decir que no se me ha dado una sola vez la razón, que no se me ha cumplido una sola vez el derecho, sea en Ministerios, sea en Diputaciones, ora en Audiencias de lo criminal ó territoriales, ora en Juzgados de instrucción ó de primera instancia, como el cacique tuviese interés contrario ó lo tuviese alguno de sus instrumentos ó protegidos, que ha sido casi siempre. ¿Cuánto mejor no fuera que la enseñanza hubiese sido viva y sincera, que en la Universidad me hubiesen enseñado, y aun en el Instituto y en la Escuela primaria, que el régimen político y administrativo de la nación era ese, que la forma verdadera del Estado era esa, que los procedimientos legales eran tales y cuáles, pero los vigentes tales y cuáles otros, á fin de que no perdiera tiempo en seguir expedientes y juicios ni se lo hiciera perder á tantos llamados funcionarios del Estado? En una ocasión tenía yo un expediente personal en Gracia y Justicia: habíanse puesto enfrente, favoreciendo al contrario, á sabiendas de que no le asistía la ley, por miedo de que abriesen los ojos á la luz los subditos de su feudo, un senador y un diputado de mi país; y el Subsecretario del Ministerio, hablando en confianza, me decía: «No se mate usted, Sr. Costa: si quiere alcanzar justicia, hágase diputado: en España no son personas suijuris, no somos hombre libres, no gozamos la plenitud de la capacidad jurídica más que los diputados á Cortes, los senadores y los directores de los periódicos de gran circulación; en junto, escasamente un millar de individuos en toda España: los demás (gobiernen los conservadores ó gobiernen los liberales, es igual) son personas jurídicamente incompletas, viviendo á merced de ese millar ó de sus hechuras.»

Ahí tenéis, señores, eso que pomposamente llamamos «España democrática»; á esa caricatura de nación hemos estado llamando estúpidamente patria española. El funcionario á quien me refiero, pieza integrante del sistema, definió admirablemente en aquellas pocas palabras el régimen político de la nación: á un lado, un millar de privilegiados que acaparan todo el derecho, que gobiernan en vista de su interés personal, confabulados y organizados para la dominación y la explotación del país, siendo más que personas sui juris; á otro lado, el país, los 18 millones de avasallados, que viven aún en plena Edad Media, para quienes no ha centelleado todavía la revolución ni proclamado el santo principio de la igualdad de todos los hombres ante el derecho. Régimen de pura arbitrariedad, en que no queda lugar para la ley: acracia, si se mira desde el punto de vista de la nación; cesarismo, si se mira desde el punto de vista de los imperantes; sin normas objetivas de derecho que amparen á la primera ó cohiban á los segundos, Quod oligarchae placuit, legis habet vigorem.

(…)

 

Elementos componentes de nuestro régimen oligárquico: no forman una clase directora

Oligarcas y caciques constituyen lo que solemos denominar clase directora ó gobernante, distribuida ó encasillada en «partidos.» Pero aunque se lo llamemos, no lo es: si lo fuese, formaría parte integrante de la Nación, sería orgánica representación de ella, y no es sino un cuerpo extraño, como pudiera serlo una facción de extranjeros apoderados por la fuerza de Ministerios, Capitanías, telégrafos, ferrocarriles, baterías y fortalezas para imponer tributos y cobrarlos. No habla el Sr. Gamazo de una clase avasallada por otra clase gobernante; habla de una nación que en vez de hallarse en la cima, donde debiera estar, se halla debajo de los partidos. Si aquellos bandos ó facciones hubiesen formado parte de la Nación, habrían gobernado para ella, no exclusivamente para sí; habrían cumplido por su parte los deberes que ellos imponían á la Nación, y serían efectivamente una clase en relación á otras clases, componente con ellas de la colectividad nacional. Pero ya sabemos que, desgraciadamente, no ha sido así.

 

El cacique

(…)

El Sr. Sánchez de Toca, que ha hecho del caciquismo materia especial de estudio desde el Ministerio de la Gobernación, observa cómo las personas dignas y de recta y honrada conciencia repugnan entrar á la parte en las prácticas y en los provechos del sistema, como caciques, dejando libre el campo á los hombres sin conciencia, capaces de convertirse en agentes de violencia, tiranía y corrupción; y el Sr. Moreno Rodríguez, ex-Ministro de Gracia y Justicia, nos ha hecho ver cómo «los que antaño perseguía la Guardia civil, forman hoy la guardia de las autoridades», pintándonos con hechos personales un estado social propio de una tribu de eunucos sojuzgada por una cuadrilla de salteadores. — El malogrado Macías Picavea, que es, á mi juicio, quien con más lucidez ha diagnosticado el morbo español y acertádole el tratamiento, nos representa á los oligarcas reclutando su clientela entre lo más ruin y bestial del país, y lejos de la grey parasitaria, anulados y desarmados para todo, á los que moral ó intelectualmente valen algo, á cuantos sienten en su alma una chispa de intelectualidad, ó se hallan dotados de una conciencia recta y de una voluntad digna. — El Sr. Romera (D. Elias), que ha profundizado en las entrañas de la vida local, como diputado provincial que ha sido durante muchos años, encuentra que los cargos concejiles no los desempeñan las personas de más ilustración, de más respetabilidad, de más valía por su posición social, por su sensatez, integridad y espíritu de justicia, quienes se mantienen alejados de las corporaciones locales por no mancharse, sino los vividores, serviles, sin escrúpulos, que en los oficios de república no ven más sino una granjeria. — Zugasti, el famoso gobernador de Córdoba, mandado allí con la misión especial de extirpar el bandolerismo, nos representa á ciertos caciques á modo de jefes de banda, en quienes la propiedad, la honra y la seguridad personal estaban en continuo peligro; y recoge los lamentos del jefe provincial de la Guardia civil, angustiado y desesperado al encontrarse con que los alcaldes, los secretarios y las personas que pasan por influyentes en muchos pueblos son precisamente aquellos mismos que la benemérita tenía antes apuntados como sospechosos. — «Cuatro rateros con sombrero de copa y cuatro matones: ésta suele ser la plana mayor de un partido», dice (con referencia á las localidades) un distinguido letrado y hacendado de Almería, el Sr. Espinosa. — < La mayor parte de los caciques, antes de ascender á tales, han estado en la cárcel ó en presidio y de allí los sacó la política, dice un periódico: los que no han estado en presidio, no ha sido por falta de méritos, sino porque las influencias los han librado». — Más templado en la expresión el periódico El Imparcial, no es menos terminante y enérgico en el fondo: «Es necesario, dice, poner mano en esto y romper esa vinculación de poderes, por la que resulta que una sola persona, ajena á todo cargo oficial, y libre, por tanto, de toda responsabilidad, constituye una magistratura anónima, pero omnipotente y práctica, un despotismo peor cien veces que el de los reyes absolutos, porque teniendo por suyos al recaudador de impuestos, al alcalde y al juez, — la hacienda, el honor y hasta la vida de los hombres honrados están á merced de ese gran especulador déla política que se llama el cacique, cuyo poder para lo malo es tal, que á veces consigue acabar con la prosperidad y la riqueza de toda una región, paralizando las obras convenientes á su progreso, por emplear, si viene al caso, los recursos destinados á ellas en una carretera que pase por la puerta de su casa». — La administración municipal, dice el Sr. Isern, es, en mano de los caciques y sus representantes, profundamente inmoral en el 80 por 100 de los casos; pero de estas inmoralidades, que se traducen en familias enteras que no pagan ó que apenas pagan impuestos y contribuciones, en alcaldes y concejales que sin oficio ni beneficio viven magníficamente á costa del común, en políticos que por amparar á esas familias yáesos alcaldes perciben subvenciones más ó menos considerables, de esas inmoralidades, repito, sólo se enteran las autoridades provinciales y los tribunales y juzgados en vísperas de elecciones, y únicamente las persiguen cuando los autores se empeñan por una ú otra causa en contrariar las miras del Ministerio, ya no dando anticipadamente al Gobernador las actas firmadas y en blanco para ser llenadas el día de la elección con el número de votos que convenga adjudicar al candidato «encasillado», como se dice…». — «Analícese, observa el conde de Romanones, todo lo que se llama males de nuestra administración pública, todo lo que atrofia la acción de la función parlamentaria, todos los vicios que quitan eficacia al ejercicio del sufragio, aquello que desprestigia la justicia; y en el fondo de todo este conjunto de males, que forman la atmósfera de nuestra vida política, se ven flotar mirladas de esos seres que el lenguaje familiar llama caciques y que, á semejanza de los microbios que producen las fiebres palúdicas, hacen inhabitables las zonas donde se agitan.». — «Hay, agrega el Sr. Mallada, caciques de aldea, sean ó no licenciados de presidio, que tiranizan como les place á los convecinos, siempre que guarden las formas legales, para lo cual todos son maestros». — «Mientras no se corte de raíz esa planta maldita, dice el Sr. Nieto, y el pobre lugareño siga siendo explotado como una bestia, y víctima el desvalido de todo género de injusticias, humillaciones y vejámenes por parte de los seres más abyectos, fuertes con la protección del centro, las personas cultas y decentes seguirán huyendo de vivir en tales lugares, y serán inútiles cuantos esfuerzos se hagan desde arriba para difundir la cultura, el bienestar y la riqueza, porque lo secará y esterilizará todo la ponzoña del caciquismo».

Ahí tienen ustedes retratado de cuerpo entero al cacique, el verdadero amo de España, la rueda catalina de su Constitución: ¿exageraba Azcárate al definir el caciquismo como un feudalismo de nuevo género, cien veces más «repugnante que el feudalismo guerrero de la Edad Media?»

Pues ahora, vamos á ver la cabeza, lo que completa con el cuerpo de caciques las llamadas clases directoras y gobernantes; vamos á ver á los «notables», á los oligarcas, la plana mayor de esas mismas clases, domiciliada en este vasto Saladero político de Madrid.

 

El prohombre ú oligarca

La transición no puede ser más obvia. En colectividades tan extensas y tan complicadas como son, por punto general, las nacionalidades modernas, el régimen oligárquico supone necesariamente grados, correspondientes á los distintos círculos que se señalan en el organismo del Estado, regiones, provincias, partidos ó cantones, valles, planas y serranías, ciudades, villas y lugares; y para subsistir, le es precisa una representación central que los trabe y concierte entre sí y les afiance el concurso de la fuerza social. El prohombre ú oligarca no es más que el remate de esa organización, el último grado de esa jerarquía. Y es claro que para que el sistema funcione con regularidad y responda á su fin — (la apropiación y monopolio de todas las ventajas sociales), — es condición precisa que todas las piezas que entran á la parte se muevan armónicamente, inspiradas en un común espíritu, que aprecien de idéntico modo los medios, como aprecian de idéntica manera los fines, y por tanto, que sea una misma en todos su naturaleza moral, no siendo posible en absoluto establecer una línea divisoria como entre cabeza y manos ó instrumento, y menos para diputar las que serían cabezas por honradas donde los que serían instrumentos pasan plaza de malhechores.

Hace pocas semanas, un sesudo diario de la Corte, El Español, abundando en la tesis que acabamos de ver acreditada por tantas y tan calificadas autoridades, registraba en un editorial esta preciosa observación: «Personajes y ministros que no darían la mano á algunos individuos, que no los admitirían á su mesa ni en su casa, que si los hallaran en despoblado se llevarían instintivamente las manos al bolsillo, no tienen inconveniente en entregarles una ó muchas municipalidades, una Comisión provincial ó una Diputación entera» (Ij. El hecho es rigorosamente exacto; lo que no se me alcanza á mí es por qué los personajes y ministros aludidos no habían de dar la mano y alojar en su casa á los tales sujetos; y no se me alcanza esto, porque para mí, lo mismo que para Cánovas del Castillo hace cuarenta años, el personaje en cuestión asume tanta culpa, es tan execrable sujeto, tan digno de desprecio y tan necesitado de corrección, su condición moral es tan inferior como la del pobre diablo, cliente de la Guardia civil, á quien ha dado bula y pasaporte para robar y oprimir, y no debería ser declarado menos que él enemigo público.

Ya ustedes conocen el caso de Verres y de su formidable acusador, Cicerón, en el siglo i antes de nuestra Era. Con referencia á una de las concusiones del famoso procónsul de Sicilia, ejecutada por intermedio de Volcatio contra Sosippo y Epicrates en la ciudad de Argyra, se alegó como descargo que no había sido él, que no había sido Verres quien percibiera los 400.000 sestercios (unos 20.000 duros) del cohecho. Y Cicerón replicaba: «Sí; porque á Volcatio, sin la autoridad de Verres, nadie le habría dado ni un ochavo; lo que Volcatio ha percibido, lo ha percibido Verres. Yo acuso á éste de haber ingresado en su fortuna privada, con mengua de las leyes, 40 millones de sestercios: admito que ni una sola moneda haya pasado por las manos del acusado; pero cuando en precio de tus decretos, de tus bandos, de tus sentencias, se daba dinero, yo no tengo que saber quiénes eran los que lo recibían, sino por quién era exigido. Tus manos, Verres, eran esos compañeros por ti nombrados; tus manos eran tus prefectos, tus escribas, tus médicos, tus alguaciles, tus arúspices, tus precones, toda esa pandilla de gentes tuyas, que ha hecho más daño á Sicilia que cien cohortes de esclavos fugitivos; esas han sido tus manos. Todo lo que cada uno de ellos ha tomado, no sólo te ha sido dado á ti, sino que lo has recibido y contado y pasado á tu poder. Si admitiésemos lo contrario, se habrían suprimido de una vez y para siempre los procesos por cohecho».

(…)

Nada, pues, tengo que decir de los primates ú oligarcas; ellos se lo han dicho todo; ellos han dicho que lo que hace el cacique, que lo que hacen sus hechuras y sus instrumentos, lo hace el personaje mismo ó ministro que lo ha promovido ó consentido y aprovechado. Esto, sin contar con lo suyo personal, ni más honesto ni menos abominable. Deduje de aquí, con Cánovas, que en las fechorías, inmoralidades y crímenes que forman el tejido de la vida política de nuestro país, el oligarca es tan autor como el cacique, como el funcionario, como el alcalde, como el agente, como el juez, é igualmente culpable que ellos; pero no he dicho bien: esa culpa es infinitamente mayor, y sería si acaso (volviendo á la sentencia de El Español), sería, si acaso, el instrumento ó el cacique quien tendría moralmente razón para negar el saludo al personaje ó al ministro, que fríamente y á mansalva armó su brazo, haciendo de él un criminal cuando pudo y debió hacer de él un ciudadano. Más culpable, sí: 1.o por causa de su educación, ordinariamente superior á la del cacique y á la de sus agentes; 2.o á causa de su posición económica, que les tiene sustraídos por punto general (como no, por punto general, al cacique ni á sus instrumentos) á los estímulos y solicitaciones de la necesidad; 3.o por ser también mayor su deuda con el pueblo, por hallarse más obligados á restitución con la Nación, sobre cuyas espaldas se han encaramado, de cuya sangre han vivido, cuyo patrimonio han malbaratado, cuyo derecho han tenido cobarde y criminalmente en secuestro y á quien con su abandono, con su falta de estudio y sus rutinas mentales y su torpe ambición y sus egoísmos han causado tantas aflicciones y acortado tanto la vida, hecha un reguero de lágrimas, haciéndole maldecir á la sociedad y dudar de la Providencia, en términos de que no les bastaría toda una vida de expiación y de sacrificio para compensarle el daño que le han hecho, para restituirle el bien que le han quitado.

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