El clima político nacional está enrarecido por múltiples eventos, la mayoría de los cuales tiene que ver con la acción de la justicia, sesgada muchas veces, así como con los intentos de evadir su cumplimiento. Se trata de hechos que producen crispación en las huestes de diferentes fuerzas políticas. En el caso de una de ellas, el Centro Democrático, su irritamiento ha llevado a su líder a reeditar un concepto bastante cuestionable, el llamado “estado de opinión”, y a vincularlo con una propuesta de referendo que apunta contra una de las principales instituciones creadas por los Acuerdos de Paz: la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
La negativa de Seuxis Pausias Hernández Solarte, más conocido por su alias Jesús Santrich, de comparacer a una indagatoria ante la Corte Suprema de Justicia es sin duda un grave incumplimiento a la palabra dada por los miembros de las Farc de honrar lo pactado con el Gobierno y, sobre todo, con la obligación que asumieron de respetar la Constitución y las leyes, luego de haberse incorporado a la vida política institucional. Aunque son muchos los incumplimientos del Gobierno, la negativa de Hernández Solarte es fundamentalmente una decisión individual de no someterse a la justicia. No obstante, para los miembros del Centro Democrático, así como para otros críticos de los Acuerdos de Paz, la decisión de Hernández Solarte confirma todos sus prejuicios contra los Acuerdos y les proporciona un motivo adicional para procurar la abolición de muchas de las instituciones creadas a su amparo.
Aunado a este hecho ha ocurrido otro que incrementa el crispamiento de los miembros del Centro Democrático: la extradición a Colombia del exministro Andrés Felipe Arias, condenado en el 2014 por la Corte Suprema de Justicia a 17 años de prisión, por los delitos de celebración indebida de contratos y peculado a favor de terceros. En noviembre del año pasado, el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, una institución judicial creada por un tratado internacional suscrito y ratificado por Colombia, profirió una decisión en la cual señaló que el estado colombiano le violó a Arias varios derechos, incluido el de tener la posibilidad de recurrir un fallo condenatorio ante un tribunal superior. Esa institución le dio al estado colombiano 6 meses para remediar esta situación.
El recuerdo que yo tengo del exministro Arias es el de que era un hombre arrogante, que idolatraba al expresidente Uribe y que, más papista que el papa, hizo suya y radicalizó una retórica polarizante. Sin embargo, el más elemental sentido de justicia me indica que Arias debe tener derecho a una segunda instancia. Si existiera alguna duda, ella quedó resuelta por el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas.
Es desafortunado que este sentido de justicia esté ausente en las organizaciones de derechos humanos, así como en los miembros de los partidos de oposición. Las primeras, que siempre han demandado el respeto a las decisiones de organismos internacionales y al estado de derecho, han guardado un ominoso silencio respecto al cumplimiento de la decisión del mencionado Comité. Los segundos han expresado su negativa respecto del proyecto de ley que establecería retroactivamente la doble instancia para las personas que fueron juzgadas por la Corte Suprema. Uno de los argumentos que esgrimen es que eso abriría la puerta para que los condenados por la parapolítica tuvieran también segunda instancia.
Todo esto es indicativo de la precaria cultura política colombiana. En este país, los derechos se reivindican para quien pertenece a su mismo partido o bloque político, pero se niegan y soslayan para quienes pertenecen al partido o el bloque contrario. Ojalá en el curso del debate los partidos de oposición caigan en cuenta de su error y adviertan que aun los condenados por parapolítica deberían tener derecho a la segunda instancia. Los derechos son para todas las personas; no solamente para aquellas con quien simpatizamos.
Estos no son los únicos hechos que están en el trasfondo de la reedición del “estado de opinión”. El expresidente Uribe tiene pendiente una indagatoria en la Corte Suprema y quizá vea con preocupación el desarrollo de la investigación en la JEP por los mal llamados ‘falsos positivos’. Si bien no tiene la obligación de comparecer ante esa jurisdicción, es al menos posible que en ella surjan señalamientos en su contra. Por esta razón, uno podría inferir que el expresidente Uribe tendría más motivos para apoyar el referendo con el cual se le pondría fin a la JEP y se revocaría la composición actual de las altas cortes.
No creo equivocarme al plantear que la propuesta del expresidente Uribe del “estado de opinión”, según la cual las mayorías estarían por encima del estado de derecho, es una iniciativa de corte fascista, antidemocrática. Como lo escribí hace ya cinco años en mi blog cosmopolita, el “estado de opinión” es una formulación actualizada del “estado del líder”. Esta noción la acuñó el filósofo Martin Heidegger, en su etapa pro-nazi. Ambas propuestas trastocan y confunden los principios de la democracia en un sistema de identidades – la del pueblo con su líder. Al final, “todas las formulaciones inacabadas e imprecisas del ‘estado de opinión’ remiten a la necesidad de que el Estado funcione vía el contacto permanente entre el presidente y la población de una forma en la cual las demás instituciones, sin ser abolidas, devienen casi que superfluas.”
De acuerdo con lo anterior, creo que todos los que nos consideramos demócratas en Colombia debemos oponernos férreamente al avance de la mencionada propuesta de referendo y de la reedición del desafortundado concepto del “estado de opinión”. Al mismo tiempo, creo que los mismos que nos consideramos demócratas deberíamos tomar atenta nota de la crisis de la justicia, de su accionar sesgado y políticamente selectivo en muchos casos, de los graves fenómenos de clientelismo y corrupción que la afectan y, por lo tanto, de la necesidad de reformarla.
Bastaría con recordar el escándalo del llamado ‘Cartel de la Toga’ y las puertas giratorias, las gravísimas inhabilidades y conflictos de interés en los que probablemente está incurso el exfiscal Nestor Humberto Martínez, el uso bastante opaco de los recursos públicos que hace la JEP para hacer contrataciones (todavía no he visto, por citar un sólo ejemplo, una explicación satisfactoria del contrato otorgado al hijo del expresidente Samper) y las filtraciones selectivas de las audiencias en los casos de los mal llamados ‘falsos positivos’. Todo lo anterior no hace más que profundizar la falta de confianza de la ciudadanía en la judicatura, un fenómeno que se ha profundizado en los últimos años.
Por lo pronto, como ciudadano, uno querría ver más transparencia en el uso de los recursos públicos y una aplicación generalizada del principio de publicidad, que abarcara las audiencias con los excombatientes de las Farc en la JEP. En el futuro, la discusión de la reforma a la justicia y la forma de hacerla parece inaplazable.