Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

El caso de las esposas del Contralor y el Fiscal no se acaba con la renuncia de Marcela Yepes

El día 17 de julio la esposa del Contralor General de la Nación, Marcela Yepes, informó a la opinión pública que renunció a su cargo en la Fiscalía General de la Nación. La mencionada funcionaria había sido objeto de diversos cuestionamientos. Uno de ellos es el de haber descabezado la investigación de irregularidades en la adquisición de bienes incautados a narcotraficantes y luego vendidos a particulares por la Dirección Nacional de Estupefacientes. En efecto, removió de esa investigación a la fiscal a cargo y nunca le nombró reemplazo. Mientras tanto, permitió que siguieran corriendo los términos judiciales a favor de los acusados.

Otro cuestionamiento, de no menor calado, es el de ser la esposa del Contralor y, en tal calidad, ocupar un alto cargo en la Fiscalía. Las dos cosas juntas, combinadas con el hecho de que la esposa del Fiscal ocupa un alto cargo en la Contraloría, le permite a cualquier ciudadano como yo afirmar que aquí hay un grave abuso de poder. Si bien ya no hay lugar a una acción judicial dirigida a removerla de su cargo, la renuncia de Marcela Yepes no le pone fin a la discusión sobre el asunto. El nombramiento recíproco de las esposas del Fiscal y el Contralor es una aberrante violación de principios constitucionales por la cual ambos funcionarios deberían ser investigados y juzgados por el Congreso.

En las líneas que siguen a continuación, presento los argumentos que había elaborado para una acción popular que iba a presentar con otros abogados pidiendo que Marcela Yepes y Walfa Téllez fueran removidas de sus cargos en la Fiscalía y en la Contraloría, respectivamente. Esos argumentos aplican al examen que debería hacer el Congreso. Por ser de relevancia para la opinión, los publico aquí.

El control de legalidad de la permanencia en el cargo de las esposas del Contralor General de la República y del Fiscal General de la Nación debe realizarse examinando el error manifiesto de apreciación que estos cometieron

El principio básico del sistema del derecho administrativo es que el poder discrecional de las autoridades está sometido a la Constitución y a la ley. Si bien las autoridades tienen un campo de elección propio, ese campo de elección está circunscrito por las normas superiores.

En el caso de la potestad del Contralor y del Fiscal para nombrar y mantener en su cargo a una persona, el primer conjunto de normas que limita su poder discrecional es el régimen de inhabilidades, incompatibilidades y conflictos de interés establecido en la ley. Este régimen es apenas el primer conjunto de normas que deber examinar el juez administrativo pues su tarea de control no se agota en la garantía del respeto a la legalidad estricta sino en la sumisión al derecho.1 Esto quiere decir que hay un segundo conjunto de normas que el juez administrativo debe incoporar en el ejercicio del control de legalidad: los principios generales del derecho, los principios constitucionales y los principios de la buena administración. Estos últimos no son principios jurídicos propiamente dichos sino reglas del sentido común. Al decir de la profesora de derecho público de la Universidad de Rennes, Jacky Hummel, estas reglas se derivan de “la «naturaleza de las cosas», ya sea que la lógica interna de las instituciones las ordena o que parecen ser inherentes a las necesidades de la vida en sociedad.”2

Cuando las autoridades desconocen estas reglas en la práctica, como lo hicieron el Contralor y el Fiscal, ello conduce a que la ciudadanía y también los jueces las consideren irrazonables. Este mismo sentido de conducta irrazonable se predica de las acciones de las autoridades cuando ellas desconocen los principios generales del derecho y los principios constitucionales.

La técnica del error manifiesto de apreciación proporciona una vía de acceso al control judicial de las decisiones de las autoridades que violan esos principios jurídicos y reglas del sentido común. Esa técnica consiste en el análisis de las situaciones concretas y la verificación de las apreciaciones de hecho llevadas a cabo por las autoridades. Como lo dice la citada profesora Hummel, “Cuando el juez considera que un acto está viciado por un error manifiesto de apreciación, la ilegalidad de este acto no proviene de su incumplimiento de las normas legales, sino del hecho de que este acto es manifiestamente irracional, que ese acto claramente no está en conformidad con una buena administración.”3

Todo lo anterior se puede resumir de la siguiente manera. En gracia de su poder discrecional, las autoridades tienen un amplio margen de acción. Dentro de ese margen pueden, sin embargo, tomar decisiones ostensiblemente irrazonables. Puede ser que esas decisiones no violen ninguna de las normas establecidas en la ley directamente aplicables a la situación. Empero, si esas decisiones revelan un grave error de juicio acerca de los hechos del caso, un error que afecta la vigencia de los principios generales del derecho, los principios constitucionales y los principios de la buena administración, entonces el deber del juez es declarar su nulidad.

La nulidad que cabe declarar es la de la permanencia en sus cargos de las esposas del Contralor General de la República y del Fiscal General de la Nación, no la de su nombramiento. Este nombramiento está protegido por la regla de caducidad de la acción de nulidad electoral, la cual es de 30 días. Sin embargo, como lo muestro a continuación, la permanencia en el cargo de las esposas de los mencionados funcionarios socava el principio de separación de poderes y de imperio del derecho, desfigura el principio constitucional de buena fe y además debilita el sentido de virtud pública que está en la base del cumplimiento de los deberes y responsabilidades de la ciudadanía.

¿En qué consiste el error manifiesto de apreciación del Contralor General de la República y del Fiscal General de la Nación?

Alexander Hamilton y James Madison fueron los autores de las primeras reflexiones acerca de la forma de hacer efectiva el principio de separación de poderes en el diseño constitucional de un gobierno republicano. Según estos autores, el planteamiento fundamental de Montesquieu podría ser expresado así: “donde TODO el poder de un órgano del Estado (en inglés, department) es ejercido por las mismas manos que poseen TODO el poder de otro órgano del Estado, los principios fundamentales de una constitución libre han quedado subvertidos.” (Federalista No 47). De ahí que, para contener tal subversión, Hamilton y Madison hayan planteado que “cada órgano del Estado ha de tener voluntad propia y, consecuentemente, ha de quedar constituido de modo tal que los miembros de cada órgano hayan de tener la menor agencia posible en el nombramiento de los miembros de los otros órganos.” (Federalista No 51)

En muchas latitudes, los constituyentes y legisladores han procurado evitar la posible interferencia de un órgano en el ámbito de otro mediante una adecuada delimitación funcional que incluye, precisamente, la separación completa de la función nominadora. Sin embargo, el peligro que Hamilton y Madison procuraron conjurar es apenas una de las tantas formas en las cuales la separación de poderes puede quedar subvertida. A este respecto, conviene citar aquí la advertencia realizada por el juez constitucional según la cual,

(…) el balance de poderes es un resultado que se realiza y reafirma continuamente, y que no puede relegarse a un control político contingente, eventual o accidental, cuyo resultado natural y obvio tiende a ser la reafirmación del poder en los órganos, autoridades o funcionarios que se estiman política y popularmente más fuertes.4

Ni en la previsión de Hamilton y Madison ni en la de muchos constituyentes y legisladores estuvo la idea de que dos funcionarios pudieran converger en nombrar a sus respectivas esposas mediante el ejercicio de la potestad nominadora, derivada de ostentar cada uno la dirección de un órgano del Estado. Digo converger pues no es necesario probar que hubo un acuerdo explícito o implícito en realizar esos nombramientos cruzados en beneficio de sus cónyuges. Esa convergencia es un hecho objetivo que favorece de manera particular y recíproca a dichos cónyuges, pero sobre todo se trata de una convergencia que pone en peligro el principio de separación de poderes.

La cohabitación permanente, por un lado, de una funcionaria de la Contraloría General de la República con el Fiscal General de la Nación, y de una funcionaria de la Fiscalía General de la Nación con el Contralor General de la República, genera, por la naturaleza misma de las cosas, la posibilidad de que las cabezas del Contraloría y de la Fiscalía puedan coordinar sus acciones de modo privado y particular para beneficio particular y privado, en perjuicio del interés público y general. La mentada cohabitación da lugar a un probable contubernio entre esos dos poderes, esto es, a una “alianza secreta, ilícita y reprochable”.

No sobra agregar que los cargos que ostentan las respectivas esposas del Fiscal General y el Contralor General son lo suficientemente altos en la jerarquía de cada una de las instituciones para las cuales trabajan, circunstancia que les permite, por la naturaleza misma de las cosas, obtener información a la cual no tienen acceso funcionarios de menor rango y a la que, mucho menos, tenemos acceso los ciudadanos.

El artículo 113 de la Constitución Política señala que, “Los diferentes órganos del Estado tienen funciones separadas pero colaboran armónicamente para la realización de sus fines.” Es indudable que para beneficio del interés público y general la Fiscalía General de la Nación y la Contraloría General de la República deben colaborar armónicamente. Sin embargo, la forma de hacerlo no consiste en que las cabezas de esos órganos nombren recíprocamente a sus respectivos cónyuges. La colaboración en este caso es privada y particular, por lo tanto bastante lejana del propósito establecido en la Constitución.

No es necesario postular que en el corazón del Fiscal General de la Nación y del Contralor General de la República haya una semilla de maldad para que, dada la ocasión, usen su poder y se aprovechen de la convergencia que han creado en perjuicio de la sociedad. Basta simplemente con que nos atengamos a la previsión formulada por Hamilton y Madison (Federalista No 51):

Pero, ¿qué es en sí mismo el gobierno sino el mayor de todos los reflejos de la naturaleza humana? Si los hombres fueran ángeles, el gobierno sería innecesario. Si los ángeles fueran a gobernar los hombres, no sería necesarios ni los controles externos ni los controles internos sobre la acción del gobierno. Al diseñar un gobierno que será ejercido por hombres sobre otros hombres, la mayor dificultad consiste en lo siguiente: primero debemos hacer capaz al gobierno de controlar a los gobernados y, a renglón seguido, obligarlo a controlarse él mismo.

Por tanto, de la premisa según la cual ni el Fiscal General de la Nación ni el Contralor General de la República son ángeles y de la premisa de que ostentan un poder que debe estar sujeto a controles externos e internos se deduce que la evaluación de sus acciones debe ser siempre especialmente exigente. De ahí que un principio constitucional como el de la buena fe deba ser interpretado en este caso del siguiente modo: el Fiscal General de la Nación y el Contralor General de la República deben actuar inspirando en la ciudadanía la mayor confianza posible acerca de sus acciones, en particular, disipando cualquier aprensión acerca de su ambición privada. La convergencia del nombramiento recíproco de sus esposas, una convergencia que les permite combinar privadamente conocimiento de la acción de los órganos que dirigen, permite entrever un asomo de ambición privada y también de mala fe. En efecto, en apariencia, los citados funcionarios se mantienen apegados a la legalidad. Han actuado aparentemente dentro de los límites del régimen de inhabilidades, incompatibilidades y conflictos de interés.5 Sin embargo, lo han hecho desconociendo por completo su espíritu cual es el de preservar la confianza pública de que el poder del Estado no será puesto al servicio de ambiciones privadas. Dicho suscintamente, su actuar ha sido bastante leguleyo.6 Por tanto, la justicia constitucional-administrativa y, eventualmente, el Congreso deben censurar las acciones del Fiscal General de la Nación y del Contralor General de la República pues están en contravía del principio constitucional de buena fe.

Una contribución a la teoría política del Barón de Montesquieu menos celebrada que su teoría de la separación de poderes es la distinción que introdujo acerca del principio que está en la base de cada gobierno. Según este pensador, lo que hace actuar a cada gobierno es su principio propio; concierne a las pasiones que lo ponen en movimiento. Al tenor de esta definición, la tesis de Montesquieu es que el principio de las democracias es la virtud. El fundamento de su tesis tiene que ver con el hecho de que en un gobierno despótico y en un gobierno monárquico es suficiente que haya una autoridad externa para que las leyes tengan fuerza, esto es, para que sean acatadas. Por el contrario, la fuerza de las leyes en una democracia proviene de la virtud política. Un gobierno democrático funciona adecuadamente, cuando los ciudadanos son virtuosos. En tanto depende de ellos mismos y de las autoridades que ellos mismos eligen, las leyes tendrán validez social –no meramente validez jurídica– y serán efectivas por causa de su devoción a la patria y al cumplimiento de sus leyes.

En diferentes apartes de su Espíritu de las Leyes, Montesquieu proporciona una clara definición de lo que entiende por virtud política: en la advertencia que introdujo el autor al inicio de su obra, dice que es el amor a la patria y a la igualdad; de ahí que afirme que el hombre que posee la mencionada virtud ama las leyes de su país y obra por amor a ellas. En el capítulo V del libro IV, Montesquieu agrega que el amor a las leyes y a la patria en que consiste la virtud política “requiere una preferencia continua del interés público sobre el interés de cada cual; todas las virtudes particulares, que no son más que dicha preferencia, vienen dadas por añadidura.”7

Montesquieu recurre a una forma muy clara de ilustrar el carácter central de la virtud política en la vida de un régimen democrático: considerar qué sucede, cuando los ciudadanos abandonan la senda de la virtud. Según el reputado teórico político,

Cuando la virtud deja de existir, la ambición entra en los corazones capaces de recibirla y la codicia se apodera de todos los demás. Los deseos cambian de objeto: lo que antes se amaba, ya no se ama más; si se era libre con las leyes, ahora se quiere ser libre contra ellas; cada ciudadano es como un esclavo escapado de la casa de su amo; se llama rigor a lo que era máxima; se llama estorbo a lo que era regla; se llama temor a lo que era atención. Se llama avaricia a la frugalidad y no al deseo de poseer. Antes los bienes de los particulares constituían el tesoro público, pero en cuanto la virtud se pierde, el tesoro público se convierte en patrimonio de los particulares. La República es un despojo y su fuerza ya no es más que el poder de algunos ciudadanos y la licencia de todos.8

No hay que ser muy perspicaz para llegar a la conclusión de que las malas costumbres políticas y la impunidad de muchos delitos contra el tesoro público y la confianza pública tienen una de sus causas precisamente en la falta de virtud de los ciudadanos. La percepción que se tiene de Colombia en el mundo es reveladora de este predicamento. Si bien uno puede discutir acerca de la metodología con la cual se hace esta o aquella estimación, así como la forma de como se clasifican los países en la escala que va del máximo de honestidad al máximo de corrupción, es un hecho notorio que Colombia no figura entre los países más honestos.

Si la falta de virtud de los ciudadanos es una de las causas de la corrupción, el mal ejemplo de los gobernantes es una de las causas de la falta de virtud de los ciudadanos. Este es un tema central de la tradición republicana de la cual se nutrió Montesquieu para formular su teoría política. Una de las figuras centrales de esta tradición es Nicolás Maquiavelo,9 cuya obra Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio, abunda en referencias relativas al valor del ejemplo de los gobernantes y sus consecuencias en la vida de la república.

A este respecto, es suficiente citar dos pasajes de la obra mencionada. En el primer capítulo del Libro III de los Discursos, Maquiavelo dice,

la virtù de hombres excepcionales tiene tanto prestigio y es un ejemplo tan eficaz, que los hombres buenos desean imitarlos y los malos se avergüenzan de llevar una vida tan contraria a la suya. En Roma causaron tan beneficiosos efectos varones como Horacio Cócles, Escévola, Fabricio, los dos Decios, Régulo Atilio y algunos otros, que con su extraordinario ejemplo de virtù, cumplieron la misma función que las leyes y las instituciones. Si este ejemplo y las ejecuciones antes mencionadas hubieran prevalecido durante un periodo de al menos diez años, la república nunca se hubiera corrompido.10

Más adelante, en el capítulo 22 del mismo Libro III, Maquiavelo reitera lo dicho.

(…) si una república tuviera la suerte de que surgieran en su seno quienes renuevan las leyes con su ejemplo, impidiendo que avance hacia su ruina y retrotrayéndola a sus orígenes, esta sería perpetua.11

El mismo tema del efecto del ejemplo en la vida pública se encuentra en la obra Del Espíritu de las Leyes. En el capítulo V del libro tercero, Montesquieu afirma,

La ambición en la ociosidad, la bajeza en el orgullo, el deseo de enriquecerse sin trabajar, la aversión por la verdad, la adulación, la traición, la perfidia, el abandono de todo compromiso, el desprecio de los deberes de ciudadano (…) y, el ridículo de que siempre se cubre la virtud, constituyen a mi modo de ver el carácter de la mayoría de cortesanos en todas partes y en todas épocas. Ahora bien: es muy difícil que no siendo honrados la mayor parte de los ciudadanos principales de un Estado, los inferiores sean hombres de bien; que aquellos engañen y éstos se conformen con ser engañados.12

Cabe notar que Montesquieu hace la anterior descripción a propósito de las monarquías, lo cual debería producir entre nosotros suficiente conmoción al advertir que en muchos ámbitos nuestras costumbres políticas no son las propias de una república sino las de un régimen en el cual el pueblo no es libre. A este estado de cosas hemos llegado como consecuencia de múltiples decisiones, en particular, del descaminado y muchas veces vil ejemplo de quienes han ostentado una posición de autoridad o preeminencia en la sociedad. Para superar este predicamento y llevar una vida política como la de los pueblos que aman la libertad y la justicia será menester que realicemos muchos esfuerzos. Consecuentemente, la verdad que hay en la tesis republicana acerca del valor del ejemplo debería motivar al juez administrativo y, eventualmente, al Congreso a censurar las acciones de aquellos que se apartan del camino de la virtud y muestran asomos de una ambición privada al propiciar un contubernio institucional.

Las acciones del Fiscal General de la Nación y del Contralor General de la República muestran, además, muy poca sensibilidad acerca de la profunda desconfianza que la ciudadanía profesa hoy por el poder judicial.13 Si la tuvieran, nunca abrían osado desafiar esa sensibilidad favoreciendo recíprocamente a sus cónyuges ni tampoco habrían suscitado la sospecha de que combinan sus acciones de un modo privado y con un asomo de ambición.

No sobra insistir en que las desafortunadas decisiones del Fiscal General de la Nación y del Contralor General de la República son irrazonables precisamente por socavar el principio de separación de poderes, desfigurar el principio constitucional de buena fe y además debilitar el sentido de virtud pública que está en la base del cumplimiento de los deberes y responsabilidades de la ciudadanía. Todas estas son consecuencias que, sin embargo, pasarían inadvertidas para un juez admnistrativo que limitara el ejercicio del control de legalidad a una mera operación formal consistente en formular un silogismo en el cual el régimen de inhabilidades, incompatibilidades y conflictos de interés es la premisa mayor; los hechos del caso, la premisa menor y la resolución judicial, la conclusión.

Chaïm Perelman observa que esta visión se ampara en una concepción de la racionalidad de acuerdo con la cual lo que cuenta es la adhesión “al espíritu del sistema, a la lógica y a la coherencia, a la conformidad con los precedentes”. El mismo Perelman nota que a esta visión se opone otra, la de lo razonable, según la cual lo que caracteriza la decisión judicial tiene que ver con que sea “aceptable o no por la opinión pública, que sus consecuencias sean benéficas o dañinas, que sea sentida equitativa o sesgada.”14 De acuerdo con Marc Angenot, este sentido de lo razonable se funda en una oposición bastante antigua: la del discernimiento, de la sabiduría contra la razón libresca.

La razonabilidad, sinónimo de sabiduría, es la cualidad del juez que no debe deducir mecánicamente los textos, sino mantener equilibrios delicados y arbitrar entre varios intereses legítimos y disposiciones en conflicto, encontrar e imponer compromisos “razonables”.15

Conforme con esta última visión, lo que aquí le pido al juez administrativo y, eventualmente, al Congreso no es que falle de acuerdo con las opiniones del momento, con el parecer de unos ciudadanos que manifiestan su desaprobación a las decisiones del Fiscal General de la Nación y del Contralor General de la República. Le pido que considere lo irrazonable de esas decisiones porque están en contravía del principio de separación de poderes, del principio de buena fe y del sentido de virtud pública que está en la base del cumplimiento de los deberes y responsabilidades de la ciudadanía. Es la vulneración de estos principios lo que la opinión pública encuentra inaceptable en el proceder de los mencionados funcionarios; esa misma vulneración es lo que causa que las consecuencias de su decisión sean dañinas, no benéficas. Lo que le pido pues es que recurra, en palabras de la ya citada profesora Jacky Hummel, al “control de una legalidad enriquecida mediante la cual el juez garantiza no tanto el respeto a la legalidad estricta sino la sumisión al derecho.”16

Cabe hacer una última observación. Los cónyuges del Fiscal General de la Nación y del Contralor General de la República bien pueden alegar que la decisión del juez administrativo de anular su nombramiento afectaría su derecho constitucional al derecho al trabajo. De eso no hay duda. Sin embargo, el mismo juez administrativo tiene que tomar en cuenta que ese derecho no es absoluto y que al ponderarlo con el principio de separación de poderes, del principio de buena fe y del sentido de virtud pública que está en la base del cumplimiento de los deberes y responsabilidades de la ciudadanía, la conclusión obligada es que deben prevalecer estos últimos. La carga que se le impone a las esposas de los mencionados funcionarios es, bajo todo punto de vista, muchísimo menos gravosa que la que tendría que soportar la ciudadanía por cuenta de la vulneración de los principios constitucionales en que se fundamenta esta demanda. Las consecuencias para las esposas del Fiscal General de la Nación y del Contralor General de la República son meramente la de buscar trabajo en otras dependencias y la de soportar la desaprobación de la malafortunada decisión de sus esposos. Por el contrario, las consecuencias para el país de dejarlas en sus cargos son supremamente graves: la tolerancia de un contubernio institucional, la falta de censura al asomo de ambición privada de altos funcionarios del Estado, la desfiguración del principio de buena fe, el mal ejemplo para la ciudadanía y la erosión de la virtud pública sin la cual no pueden funcionar nuestras instituciones.17

1Tal y como lúcidamente lo plantea el filósofo del derecho Chaïm Perelman ([1976]1979) en su libro La Lógica Jurídica y la Nueva Retórica (Madrid: Civitas, p. 180), “En la actual concepción del derecho, menos formalista y más preocupada por la manera en que lo acepta el medio al que rige y por esto mismo interesada por conocer el modo de funcionar de la legislación dentro de la sociedad, es imposible identificar pura y simplemente el derecho positivo con el conjunto de leyes y de los reglamentos votados y promulgados conforme a criterios que garantizan su validez formal (…).” [El resaltado es nuestro.]

2Cfr. Hummel, Jacky. 1996. “La théorie de la moralité administrative et l’erreur manifest d’appreciation.” Revue Administrative 49 (291), p. 336.

3Ibidem.

4Corte Constitucional, Sentencia C-971/2004.

5Digo aparentemente pues otro camino con el cual se podría haber puesto en cuestión la conducta reprochable del Contralor y del Fiscal es el de que violaron el régimen de conflictos de interés. Sin embargo, como ya lo mencioné anteriormente, esto aplica solo al nombramiento de sus esposas, no a la permanencia en sus cargos.

6En su Diccionario Razonado de Legislación y Jurisprudencia (París: Librería de Rosa y Bouret, 1863, p. 1159), Joaquín Escriche define así al leguleyo: “El que sin penetrar en el fondo del derecho sabe solo enredar y eternizar los pleitos con las sutilezas de las fórmulas. Es entre los jurisconsultos lo mismo que son los charlatanes entre los médicos.” Por su parte, Ludwig Ramshorn, en su obra Lateinischen Synonymik (Leipzig: Baumgartnerische Buchhandlung, 1833, p. 124), citando la misma fuente romana, esto es, el libro de Cicerón De Oratore I, LV, enfatiza el punto enunciado aquí: “Leguleius, un rigorista legal, ejecutor de la ley estrecho de miras, en el sentido despreciable de un abogado que solo estudió la letra de la ley, pero no adquirió el conocimiento científico más elevado que se requiere para ser un orador público o un estudioso del derecho en el verdadero sentido de la palabra.”

7Montesquieu. [1748]1972. Del Espíritu de las Leyes. Madrid: Tecnos, p. 73.

8Ibidem, p. 64.

9La influencia de Maquiavelo en Montesquieu está ampliamente documentada. Bastaría citar aquí tres obras: Ettore Levi-Malvano, Montesquieu e Machiavelli, Paris: Champion, 1912; Robert Shackleton, “Montesquieu and Machiavelli: a reappraisal”, Comparative Literature Studies, I, 1964, p. 1-13 y Henri Drei, La Vertu Politique: Machiavel et Montesquieu. Paris: Harmattan, 1998.

10Nicolás Maquiavelo. [1531]2016. Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio. Madrid: Akal, p. 307

11Ibidem, 371.

12Montesquieu, op. cit., p. 66.

13A este respecto, hay una pieza de información que el juez administrativo debería ponderar con mucha atención: los reultados de la encuesta del Latinobarómetro acerca de los bajísimos niveles de confianza en la justicia registrados a lo largo de las últimas dos décadas.

14Chaïm Perelman. 1979. “The Rational and the Reasonable.” The New Rhetoric and the Humanities: Essays on Rhetoric and Its Applications. Dordrecht: D. Reidel Publishing Company, p. 121.

15Marc Angenot. 2012. Le rationnel et le raisonnable: Sur un distinguo de Chaïm Perelman. Montreal: Université McGill, pp. 31-32.

16Op. cit., p. 340.

17No es ocioso especular que la carga de tener que retirarse de sus cargos no tendrían que asumirla necesariamente las esposas del Fiscal General de la Nación y del Contralor General de la República. Bastaría que estos dos funcionarios renunciaran a sus cargos para que de ese modo llegara a su fin el cuestionado contubernio institucional, el ejercicio de mala fe en la interpretación y aplicación del derecho, así como el mal ejemplo que socava la virtud política que debe animar a la ciudadanía en el cumplimiento de sus deberes y responsabilidades. Desafortunadamente, es muy probable que sea el deseo de hacer carrera, más que el de servir, el que anime a estos funcionarios, razón por la cual no serían ellos los que estarían dispuestos a hacer un sacrificio personal en aras de sus esposas sino sus esposas quienes terminarían haciéndolo por ellos.

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