Por: Carlos Espinosa Corrales. Antropólogo de la Universidad Externado de Colombia

Dentro del libro titulado “El Acuerdo Agrario”, Darío Fajardo señala un elemento central sobre el conflicto social armado al enunciar que sus raíces más profundas y sus ramas anidan en las relaciones que se han construido entre el país urbano y el país rural, más que en el mundo agrario. Estas reflexiones ya han sido abordadas en otros espacios como en “La insurgencia de las provincias” donde se muestra cómo en las ciudades “provinciales” han existido corrientes críticas sobre las cuestiones negativas de nuestro desarrollo histórico en el país. Además, sus secuencias corruptoras que se han visto reflejadas en la centralización político-administrativa. Como ya habría señalado Fajardo, la realidad de la distribución espacial de la población marca una visión definitivamente urbana del país a pesar de que nuestro país resulta más rural de lo que es usualmente aceptado y donde sus actividades agrícolas han sido desplazadas hacia las minero-exportadoras; agravadas por los efectos económicos dominantes como la política de importaciones agrícolas, el desplazamiento forzado y la usurpación de las tierras. El efecto del informe de la “Misión para la Transformación del Campo” (2015) desarrollada en cabeza del Departamento Nacional de Planeación nos deja dos argumentos esenciales: el primero es que el área rural colombiana ha sido uno de los ejes indiscutibles del desarrollo económico del país y el segundo es que los sesgos urbanos han tenido un efecto de atraso en materia económica y social en el país.

Estas reflexiones se han desenvuelto sobre los problemas del desarrollo desigual entre las regiones y los sistemas intermedios de planificación estatal. Como ha mencionado Estefanía Ciro en “Las maneras del Estado en los territorios cocaleros del sur de Colombia durante el pos-acuerdo (2016-2018)” no sólo debe ser cuestionado y transgredido el régimen de acumulación que produjo la guerra sino también debe serlo el tipo de Estado, sus prácticas, imágenes y rutinas que lo soportan. Es por esto tan necesario que la implementación de los acuerdos deben leerse con un proceso de (re)construcción del Estado.

Recordando a los planificadores que no se consideran así mismos parte del sistema para el cual planifican y desconocen las situaciones locales y las fuerzas históricas concretas del mundo rural como hacía referencia Arturo Escobar en “La invención del tercer mundo: Construcción y deconstrucción del desarrollo”. Expresiones como el Plan General de Desarrollo de 1969 tenía componentes explícitos de planeación regional y subregional. Sin embargo, con algunas limitaciones ideológicas. Expresiones como estas se siguen manteniendo y sostienen que el “progreso” puede filtrarse de arriba hacia abajo, o del centro hacia la periferia, a través del goteo de recursos generados; guardando algunas de sus expresiones en formas recientes sobre la planificación estatal y la relación que esta ha establecido con el mundo rural.

Dentro de estas expresiones se ha reconocido la necesidad de incorporar factores políticos de incidencia al ver sus fracasos en el modelo de poder estatal y poder popular o comunitario. Señalando la necesidad de una movilización política y económica de campesinas, campesinos, comunidades indígenas y afrocolombianas; de su organización y su participación activa.

Estos elementos se hacen evidentes dentro de las conversaciones entre representantes del Gobierno Nacional y los voceros de la Cumbre Agraria del 2016 que culminan en acuerdos contenidos en el acta del 12 de junio del mismo año. Acuerdo que consigna los compromisos del Estado para viabilizar la reforma y la aplicación efectiva de la Ley 160 de 1994. Además de estos escenarios es importante reconocer el Acto Legislativo 01 de 2023 por el cual se reconoce al campesinado como sujeto de especial protección constitucional, donde además de su reconocimiento como sujeto político. Sumado a esto, se celebra la reinstalación de la Mesa Única Nacional – Cumbre Agraria, Campesina, Étnica y Popular, creada como consecuencia del Paro Agrario de 2013. Todos elementos son expresiones de situaciones locales y fuerzas históricas concretas que vienen surgiendo desde las propias comunidades y es necesaria su expresión en diferentes niveles de participación y decisión efectiva.

Estas expresiones tienen enormes retos: el primer elemento generado por movimientos sociales y organizaciones campesinas regionales que se movilizan entorno a la acción política, casi como una rebelión de la periferia, y la necesidad del reconocimiento desde el Estado de los lenguajes locales del desarrollo a través de sus expresiones históricas y culturales específicas dando la posibilidad del ejercicio de la autonomía y el diseño propio.

El segundo elemento tiene que ver con la excesiva centralización y planificación de las instituciones del Estado, sus formas de ser y de operar. Como advirtieron en el Foro sobre Jurisdicción agraria, justicia en el campo y reforma agraria, la compañera Nidia Quintero delegada de la Convención Nacional Campesina y el compañero Eberto Diaz delegado de Fuerza Nacional campesina, las relaciones de fuerza, muchas veces contradictorias, se expresan en la estructura institucional que se ha construido y que no permite que hayan cambios en la estructura de la tenencia de la tierra, con agravantes en la contradicción o paralización entre instituciones del Estado.

Por lo tanto, es necesaria esta reconciliación, la del país urbano y país rural, en la implementación del acuerdo de paz y el cumplimiento de deudas históricas para las organizaciones campesinas, étnicas y populares. El cambio regional sólo será posible a través de la transformación de las prácticas propias del Estado, su (re)construcción, y la colonialidad con la que los planificadores o funcionarios públicos han visto el mundo rural o la “Colombia profunda”.

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