Por: Leidy Johana Pinzón Robayo. 

Son múltiples las formas de ser mujer campesina, de asumir los retos que las realidades de cada uno de sus territorios presentan a diario. Sin embargo, el título de esta columna, “Somos las primeras en levantarnos y las últimas en acostarnos”, pronunciado por una mujer campesina para la Comisión de la Verdad, expresa la magnitud de los retos, complejidades y luchas de ser mujeres campesinas en un país donde al campesinado como actor social se le ha segregado, olvidado y violentado gran parte de sus derechos.

En concordancia con las luchas históricas dadas por el campesinado colombiano para ser reconocidos como sujetos políticos y sujetos de derecho, los principales desafíos los han asumido las mujeres, para quienes las posibilidades de acceso a la tierra, educación, salud y otra serie de derechos pareciesen nacer negados en su condición de género. Sin embargo, en el marco de sus proyectos organizativos, productivos y particularmente de sus ambientes de cotidianidad se tejen resistencias acrecentadas de valor para visibilizar y dignificar su trabajo que responde a las exigencias de diferentes frentes, sus hogares, actividades en la tierra, educación de sus hijos, preparar los alimentos, entre otras actividades que resultan ser negadas como un ejercicio laboral remunerado.

Bajo estas consideraciones, es pertinente reconocer y reflexionar el rol de las mujeres campesinas en sus prácticas cotidianas, aquellas donde quizás se han gestado gran parte de los ideales que les han llevado a la lucha por sus derechos en distintos aspectos. Un primer aspecto a considerar radica en las posibilidades de acceso a la educación que tienen las mujeres rurales. Según un estudio del DANE, “el 35 por ciento no tiene ningún nivel de estudios, el 30 por ciento ha terminado la primaria y los porcentajes continúan reduciéndose”, es decir un número muy reducido de la población de mujeres accede a la educación media y superior, limitando las posibilidades de empoderamiento y alternativas en el mundo laboral al que podrían acceder las mujeres de las zonas rurales del país.

Otro de los fenómenos que genera preocupación en términos de las condiciones que aquejan a las mujeres son los retos de sus quehaceres cotidianos en los territorios, principalmente en aquellos donde las garantías de salubridad, servicios públicos, acceso a agua potable, entre otros, es restringido. En la medida que estos incrementan los esfuerzos laborales de las mujeres por obtener otros recursos que les permitan garantizar la subsistencia y supervivencia de sus familias. Estas sobrecargas laborales, que son minimizadas a responsabilidades directas que deben afrontar las mujeres campesinas, agudizan sus condiciones laborales, pero sobre todo de salud. Quizás debería pensarse las implicaciones que trae cocinar por años en fogones de leña, cargar por largos por trayectos agua y alimentos para cocinar y suplir otras necesidades. 

Ahora las campesinas han identificado que el reconocimiento de su trabajo debe ser remunerado, reconocido y dignificado; por ello, un tercer aspecto de lucha en las reflexiones de las cotidianidades femeninas campesinas, recae sobre el derecho a la tierra y la titulación de la misma, esto para garantizar las posibilidades de trabajar y mantener la seguridad alimentaria en sus familias. En palabras de una lideresa campesina “La mujer que tiene tierra no dejará morir a sus hijos de hambre. Hemos tenido luchas por la tierra y hemos estado amenazados de muerte por un pedazo de tierra. Pero hay muchas mujeres sin tierra”.

En este sentido, se trata de trascender más allá del reconocimiento del rol de las mujeres en las construcciones del campesinado para garantizar el acceso a la tierra, los recursos y herramientas que facilitarán su autonomía laboral, económica y social. Unido a ello, es indispensable la titulación de tierras para las mujeres, donde ellas sean propietarias de sus proyectos productivos garantizando ingresos económicos propios, independientes de los salarios de los hombres.

Se trata entonces de cerrar la brecha de desigualdades de género en las comunidades, donde al no ser propietarias de la tierra se reduce las posibilidades de administrar, adquirir otras propiedades, autonomía salarial y salir de la pobreza. En referencia a las brechas salariales Botello y Guerrero, afirman que “las mujeres rurales ganan solo tres cuartas partes de lo que gana el hombre”. Datos como el anterior, dan cuenta de la urgencia de trabajar en políticas públicas que garanticen la igualdad en el acceso y la propiedad agraria para las mujeres en referencia a los hombres, debilitando las estructuras patriarcales en estos escenarios. 

En continuidad con las luchas en el marco de las vidas campesinas de las mujeres es fundamental cerrar destacando que han requerido la construcción de estrategias para el cuidado entre sí, no solo de sus territorios, también de sus cuerpos, los cuales por el contexto de guerra desenfrenado en las ruralidades de nuestro país se han convertido en motines de guerra, objetos de victoria y la vez de venganza para aquellos hombres que incurren en sus hogares, devastando sus tranquilidades y dignidades. Estas, reconstruidas en la colectividad y solidaridad de un género que se reconoce y fortalece desde los recuerdos convertidos en luchas, que a su vez trascienden a sueños de una ruralidad más justa y equitativa con ellas. 

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