Por: Andrés Felipe Salazar Ávila
Cuando era pequeño e iba de visita a la casa de mis abuelos maternos, la cual está ubicada en Tuluá, siempre me causaba curiosidad entrar a una de las habitaciones. En una pared de esa habitación estaban las fotografías de mis abuelos y mis tíos fallecidos. Cada vez que se moría alguien de la familia, se ponía un retrato del finado. Dos de los tíos, cuyas imágenes estaban en esa pared, fueron asesinados. El otro, quien también estaba en ese mosaico, murió por un infarto mientras cultivaba algodón en Valledupar. A medida que fui creciendo, quería entender por qué los hermanos de mi mamá fueron asesinados. De igual manera, me parecía muy curioso por qué uno de mis tíos cultivaba algodón, cuando en el Valle del Cauca ha “predominado” la agroindustria de caña.
Estas preguntas, que aún rondan en mi cabeza, son interrogantes que vale la pena traer a colación en este contexto del paro nacional. Especialmente porque creo que los procesos de resistencia ante la violencia estatal y el estallido de la movilización social que se ha llevado a cabo en esta última semana, en Cali y el resto del Valle del Cauca, no son acciones espontáneas. Son procesos que históricamente han estado ligados a las violencias y a la organización social y comunitaria de esta región del país.
Quisiera iniciar con la cuestión del algodón. Hace unos 60 años, cuando mi familia se asentó en el Valle del Cauca, en el departamento empezó a predominar el modelo de la agroindustria de la caña de azúcar. Los ingenios empezaron a acaparar tierras en la parte llana, haciendo que los cultivos de algodón, pancoger y frutales, que había en menor proporción, se desplazaran hacia las laderas de las cordilleras Central y Occidental. Esto hizo que campesinos como mi tío se fueran a otras zonas del país como Cesar y la región Caribe, ya que estos cultivos se desvalorizaron en el mercado de la región.
Igualmente, esta homogeneización de la economía agrícola del departamento y la precarización laboral de los trabajadores en los ingenios de caña son elementos que explican el auge de organizaciones sindicales, partidos políticos de izquierda y movimientos sociales en Cali y el resto del departamento. Organizaciones cuyas demandas se han enfocado en la lucha por la redistribución de las tierras, las mejoras de las condiciones laborales y la eliminación de la pobreza.
Volviendo al asunto de los homicidios de mis tíos, más allá de los detalles específicos de cada situación, quisiera hacer mención de los aspectos estructurales que enmarcaron estos hechos, y que aún persisten en los repertorios de las manifestaciones que han ocurrido en el Valle del Cauca en esta última semana.
Sobre mi tío asesinado a finales de los años ochenta en Cali, debo decir que él perteneció al sindicato de transportadores de buses públicos de la ciudad. Para ese instante, acorde con Mauricio Archila, historiador y uno de los más reconocidos investigadores sobre movilización social en Colombia, la violencia que se ejerció -y ha ejercido- contra los sindicalistas ha sido desde un enfoque negacionista. No bastaba con asesinar o desplazar físicamente al individuo, sino que se creaba todo un estigma que justificaba el acto violento. Estigmas como el de catalogar a los sindicalistas como “guerrilleros” o “antidemocráticos” fueron repertorios que se usaron para justificar la violencia contra los sindicatos. Y que hoy en día se siguen empleando para deslegitimar la protesta social y la lucha sindical, tanto en el Valle del Cauca como en el resto del país.
De mi otro tío, quien fue ejecutado en 2002, hay otro aspecto que no es menor y que es particular de la violencia en el Valle del Cauca: la lucha por la tierra como símbolo de represión y exceso del poder. Además de analizar el papel que ha tenido la caña de azúcar en la vida económica del Valle del Cauca, es importante hacerlo desde una perspectiva de violencia simbólica. La lucha por la restitución de tierras, una de las causas por las cuales amenazaron y asesinaron a mi familiar, es un asunto que causa malestar en aquellos que han ejercido su poder desde la acumulación de la tierra.
Según Asocaña, de las 241,205 hectáreas de caña de azúcar que hay en el Valle del Cauca, el 75 por ciento de las hectáreas corresponden a más de 2750 cultivadores de caña, mientras que la otra cuarta parte pertenece a 13 ingenios azucareros. El desbalance en la concentración de la tierra ha hecho que las luchas por la redistribución sean estigmatizadas, o incluso quienes controlan o son aliados del poder hegemónico usen estos espacios para cometer actos violentos. No es en vano que masacres como la sucedida el año pasado en Llano Verde, o recientemente, la represión policial contra manifestantes en la vía Cali-Palmira, sean los cañaduzales los escenarios principales de estos hechos.
La historia de la movilización social y la violencia en el Valle del Cauca tiene un montón de aristas que parecieran nunca cerrarse. Hoy, mientras gran parte de la población vallecaucana reclama por un país más justo y más digno en las calles, en los barrios, en las veredas y en las carreteras, yo, en medio de la zozobra y la tristeza que me produce recordar a mis tíos que me quitó esta maldita guerra, seguiré apoyando este paro. Lo seguiré apoyando porque mientras más tiñen de sangre nuestros cañaduzales, con más fuerza alzaremos nuestras voces.