Con los pies en la tierra

Publicado el Observatorio de Tierras

La reforma agraria necesita una reforma de la institucionalidad rural

*Camilo Acero, Investigador asociado Observatorio de Tierras  y estudiante de doctorado, LSE

*Sergio Chaparro, investigador independiente y estudiante de maestría, LSE

*Mónica Parada, Investigadora asociada Observatorio de Tierras y estudiante de doctorado, SUNY Albany

Uno de los elementos cruciales del programa del nuevo  gobierno es la solución del problema agrario en Colombia. Hasta el momento, las propuestas han girado en torno a dos ejes: la redistribución de la tierra (a través de mecanismos fiscales) y el impulso de formas de producción que conviertan al país en una potencia agroalimentaria. Sin embargo, un tema que ha estado ausente en la discusión es el que tiene que ver con las reformas a las agencias estatales encargadas del sector rural. En este ensayo sostenemos que para lograr el triple objetivo de redistribución con incremento en la productividad y conservación medioambiental se necesita de una transformación de la institucionalidad agraria. Además, mostramos cómo algunas experiencias pasadas y presentes en el país pueden servir de guía para ese propósito.

Nuestro argumento central es que el fortalecimiento de la institucionalidad agraria pasa por tres aspectos. Primero, la creación de interfaces permanentes entre las entidades del sector (las existentes y las que se creen) y las poblaciones rurales . Segundo, el reclutamiento meritocrático de las burocracias agrarias. Tercero, el incremento de la capacidad financiera y de la presencia física de las entidades en el campo. Un estado competente técnicamente, arraigado en los territorios y conectado a la población campesina permitiría la implementación y la sostenibilidad de la reforma rural.

¿Reforma agraria sin reforma institucional?

La historia enseña que las experiencias exitosas de reforma agraria en el mundo se lograron por una combinación virtuosa de nuevos balances de poder, persuasión y capacidad estatal. El triunfo de grupos políticos con una visión desarrollista que, por distintas razones, optaron por romper con las élites rurales atrasadas y emprender el camino de la reforma agraria está en el centro de la historia de éxito de países asiáticos y latinoamericanos. En contraste, en aquellos países como Colombia, en los que no se logró dislocar permanentemente el poder político del poder de las élite que concentraban la tierra los procesos reformistas fueron mediocres o simplemente se reemplazaron por la adjudicación de baldíos en zonas de frontera agrícola[1].

Al impulso transformador de la fuerza política en el gobierno, punto de partida necesario, se le sumó luego la persuasión sobre los grupos rurales que se expresó de dos formas. Por una parte, los gobiernos reformistas lograron movilizar a los campesinos, quienes eran los potenciales ganadores de la reforma, para que se organizaran y participaran de forma entusiasta del proceso de transformación. Y con ello lograron desatar energías sociales que resultaron funcionales tanto para defender la política ante las presiones de los terratenientes como para incorporar nuevas formas de organizar la producción, introducir innovaciones tecnológicas, entre otros[2]. Por otro lado, los reformistas agrarios lograron persuadir a los grandes propietarios – allí donde no se creó un techo para la propiedad rural y por tanto los grandes no desaparecieron – de que la modernización agrícola y la disminución de la conflictividad agraria también era de su interés.

Y, sin embargo, los dos aspectos anteriores se lograron materializar porque en simultáneo se fortaleció la capacidad del Estado en el sector agrario. Las fuerzas políticas que impulsaban estos cambios entendieron que la reforma agraria, además de ser una operación política – esto es, de alteración de relaciones de poder –  de gran escala, era una operación técnica que requería de capacidades, recursos, logísticas e instrumentos para llegar a buen puerto[3]. La definición política de redistribuir la propiedad rural y elevar la productividad no hubiera sido más que un deseo si no se hubiera acompañado de la creación de agencias (bancos, agencias de administración de tierras, centros de investigación y extensión rural, entre otras)  y el despliegue masivo de funcionarios llamados a cartografiar, censar, capacitar, avaluar y, en últimas, “hacer presencia” en el campo[4]. En últimas, la reforma agraria requirió de una reestructuración de la institucionalidad rural.

Claro está que la reestructuración y penetración del Estado en la ruralidad no solo significó un salto cuantitativo (más presupuesto, más funcionarios, más oficinas) sino también uno cualitativo. Las reformas agrarias exitosas se construyeron sobre la base de una relación distinta entre el estado y las poblaciones rurales[5]. De la interacción esporádica o inexistente al contacto permanente. Del aislamiento a la red densa y sistemática de relaciones con las agencias agrarias. De la exclusión a la participación activa.

¿Qué tenemos en Colombia y por qué no es suficiente para adelantar un proceso de reforma robusto?

Las instituciones agrarias fuertes, con capacidad administrativa, burocrática y financiera, son centrales para la sostenibilidad de las reformas. No obstante, la institucionalidad en Colombia ha vivido un proceso de degradación y debilitamiento por cuenta de dos procesos que ocurrieron de forma paralela y se retroalimentaron: un marchitamiento programado y captura de políticos y élites rurales bien conectadas.

Primero, las principales agencias rurales han cambiado notablemente al vaivén de los gobiernos de turno. Las agencias creadas en medio de las políticas de reajuste estructural de los noventa apenas alcanzaron a operar una década antes de ser fusionadas o liquidadas. Algunas, como el Inderena, desaparecieron sin haber sido reemplazadas por agencias homólogas; otras –  el Incora, el Fondo DRI, el INAT, y el INPA – fueron fusionadas en el Incoder sin el correspondiente aumento en la capacidad financiera y técnica para atender las demandas de los distintos subsectores, especialmente las campesinas. Mientras tanto, el Ministerio de Agricultura abandonó su rol como rector de políticas públicas para competir con el Incoder por la ejecución de recursos productivos (por ejemplo, a través de proyectos como Agro Ingreso Seguro o Alianzas Productivas para la Paz).

El sector fue sometido a un segundo revolcón institucional cuando el país se preparaba para las negociaciones de La Habana que resultaron en la firma del acuerdo de paz. Por un lado, el gobierno de la época impulsó la política de reparación a víctimas y restitución de tierras a través de la cual creó  la Unidad de Restitución de Tierras, encargada de la coordinación de los procesos de restitución y de representar jurídicamente a las víctimas reclamantes de despojo y abandono forzado; y los jueces especializados en restitución de tierras encargados de decidir sobre las solicitudes de restitución. Por otro lado, el Incoder fue suprimido y reemplazado por distintas agencias que asumieron sus funciones, principalmente, la Agencia Nacional de Tierras (ANT), la Agencia de Desarrollo Rural (ADR), la Agencia de Renovación del Territorio (ART).

En los primeros años de operación de esta nueva institucionalidad, las agencias rurales pusieron en marcha iniciativas reales para vincular a los campesinos a la política de ordenamiento social de la propiedad y los programas de desarrollo con enfoque territorial, en consonancia con los principios establecidos en el punto 1 del acuerdo de paz sobre Reforma Rural Integral. De allí surgieron distintas apuestas institucionales que tenían el triple propósito de escuchar la voz de los campesinos, facilitar la implementación de las políticas y la “entrada” de las agencias a la ruralidad y, por esa vía, recuperar la legitimidad de la institucionalidad rural. Más adelante volveremos sobre algunas de estas apuestas.

No obstante, conforme la operación de las nuevas agencias agrarias avanzaba quedó claro que el legado organizacional y mental de las décadas pasadas seguía siendo un lastre. Primero, la escasez de recursos materiales y humanos contrastaba con las innumerables funciones que debían cumplir las entidades. Segundo, no hubo una apuesta seria por escalar la capacidad técnica de las burocracias e implementar verdaderos procesos meritocráticos para reclutar su personal. Tercero, la institucionalidad agraria siguió concentrada en Bogotá y en las capitales departamentales, con muy poca capacidad de penetrar las zonas rurales que demandan su intervención. Por último, quedaron en evidencia los serios  problemas de coordinación interinstitucional, por ejemplo, en  materia de intercambio de información o en la coordinación de proyectos de desarrollo rural a nivel local. Todos estos problemas se reforzaron durante la administración de Duque.

El segundo elemento que contribuyó al debilitamiento de la institucionalidad agraria fue la captura de las agencias agrarias por parte de políticos que resultó en la entrega “ a dedo” de recursos productivos a grandes propietarios bien conectados. Por ejemplo, la supresión del Incoder estuvo respaldada por informes de las agencias de control que registraron el involucramiento de la entidad en casos de corrupción, como la adquisición de tierras no aptas para la reforma agraria o sobrecostos en la compra de tierras, así como actuaciones de complicidad en casos de despojo y desplazamiento forzado. En la misma línea, el Ministerio de Agricultura, a través del programa Agro Ingreso Seguro, terminó entregando recursos a empresarios y grandes propietarios de tierras cuando el objetivo del programa era promover la inversión en proyectos productivos de familias campesinas. Los escándalos de corrupción más recientes involucran familiares o asesores de funcionarios del alto gobierno como fue la entrega de contratos de la ADR a familiares de un asesor de la presidencia, la entrega de la administración de las Islas del Rosario sin el lleno de los requisitos y por encima de las normas ambientales, o las irregulares en la adquisición de tierras para un proyecto hotelero de la vicepresidenta Ramírez.

El marchitamiento y la captura de la institucionalidad agraria no son fenómenos desconectados sino que se retroalimentan[6]. La desconección con el campesinado y la falta de veeduría en contexto de altísima desigualdad facilita la captura por parte de las élites rurales y la corrupción. Esa captura, a su vez, va en contravía de la fortaleza técnica de las agencias y de su posibilidad de ganar legitimidad entre la población rural y la ciudadanía en general. Por último, la falta de confianza y credibilidad refuerza el alejamiento de las poblaciones campesinas y limita la capacidad de implementación de las políticas. Nada hace más vulnerables a las entidades públicas frente a la captura de los políticos y  los vaivenes de los cambios de gobierno que su desconexión y aislamiento de la ciudadanía[7].

¿Qué nOs dicen los recientes balances e iniciativas de reforma?

En la década pasada, hubo varias iniciativas para pensar a fondo cómo reformar la institucionalidad agraria y resolver los problemas antes enunciados. Entre estas cabe destacar el Informe Nacional de Desarrollo Humano 2011 titulado Colombia Rural: Razones para la Esperanza, los diagnósticos de la Misión para la Transformación del Campo en 2015 y las reformas planteadas en el Acuerdo para la Terminación del Conflicto con las FARC de 2016. En los tres casos las recomendaciones se implementaron parcial y selectivamente. Pese a sus diferencias, existen al menos tres ideas comunes en estas iniciativas que el gobierno del cambio debería retomar como punto de partida:

Es necesario fortalecer y modernizar las instituciones estatales que interactúan con el mundo rural. Pese a los avances en relación con la restitución de tierras, en comparación con los años ochentas, el Estado ha perdido capacidad de respuesta frente a una realidad rural cada vez más compleja y heterogénea. El Índice de Orientación Agrícola, por ejemplo, que mide la participación del gasto público sectorial en el presupuesto nacional en comparación con el peso del sector agrícola en la economía, ha disminuído desde comienzos del siglo, ubicándose sistemáticamente por debajo del promedio sudamericano. Para responder a desafíos como los riesgos climáticos, el manejo y el cuidado de los recursos naturales, la planeación y coordinación de las políticas, la promoción y el desarrollo de subsectores específicos, la provisión de bienes públicos, la extensión y regulación de los mercados, y la promoción de la investigación y el desarrollo tecnológico se necesita más y no menos Estado.

Además de fortalecer las capacidades estatales en relación con el mundo rural, es necesario orientar la acción estatal hacia intervenciones estratégicas. Las reformas institucionales del pasado han llevado a que el Estado se concentre cada vez más en el apoyo directo a productores vía subsidios y otros programas de fomento (particularmente a los más poderosos) que a proveer bienes públicos estratégicos para incrementar la productividad de actividades agropecuarias y no agropecuarias. El grueso del presupuesto del sector pasó a destinarse al primer objetivo en detrimento del segundo. Incluso el propio Ministerio de Agricultura, cuyas funciones principales deberían ser las de planeación y diseño de las políticas sectoriales, así como la rectoría de las otras entidades del sector, en buena medida se dedica a ejecutar esta clase de programas de apoyo directo.

Finalmente, toda la acción estatal del sector debe apuntar a restablecer la confianza y la cooperación con los actores del mundo rural, en particular con las organizaciones campesinas, mediante un enfoque territorial participativo. Las lecciones aprendidas en la formulación de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) y de los 16 Planes Nacionales Sectoriales en el marco del Punto 1 del Acuerdo de Paz deben ser tenidas en cuenta para darle un nuevo impulso a una acción estatal que supere su sesgo anti-campesino, y reconozca a los habitantes rurales tanto como agentes de desarrollo productivo como ciudadanos y ciudadanas con derechos plenos.

¿Qué podemos aprender de la institucionalidad agraria colombiana existente?

Además de estos ejercicios de reflexión, existen valiosas experiencias de las cuales es necesario aprender. Creemos que los reformistas de hoy deben incorporar en su repertorio mental no solamente los modelos de experiencias exitosas en otros países, sino también los avances locales. Aquí nos concentramos en tres ejemplos concretos: la Unidad de Restitución de Tierras en sus mejores años, un aparato judicial para tratar los asuntos de restitución de tierras, los avances en materia de producción de información sobre el sector rural liderados por el DANE, y el impulso inicial de interacciones campesinos-estado por parte de la ANT.

Los primeros años de la Unidad de Restitución de Tierras (URT) son un ejemplo de una combinación virtuosa de factores para consolidar instituciones robustas en el sector. Un primer factor clave fue el compromiso político  del gobierno de turno por priorizar la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras como una de sus principales banderas, lo cual se reflejó en un impulso presupuestal considerable para ponerla en marcha. Un segundo factor fueron los cimientos sólidos sobre los que la URT fue creada, pues no fue construida desde cero sino sobre la base de la experiencia exitosa del Proyecto de Protección de Tierras y Patrimonio de la Población Desplazada, que había consolidado un equipo técnicamente sólido y un conocimiento profundo del problema del despojo y el abandono forzado de tierras, con apoyo de la cooperación internacional.

Finalmente, factores claves en su diseño y puesta en marcha como la relativa independencia frente a los clanes políticos regionales derivada de su origen, la continuidad de un reclutamiento meritocrático, la autonomía de sus direcciones territoriales y la calidad técnica y credibilidad que su personal inicial había construido con las víctimas y con otras instituciones, permitieron un despegue sólido de la URT que la convirtió en un referente en el sector. Con el cambio de gobierno en 2018, sin embargo, varios de estos factores se debilitaron y la URT perdió fuerza y visibilidad. No obstante, el personal que guarda la memoria institucional de los primeros años de la URT, ahora disperso en varios otros espacios, podría jugar un papel clave en la consolidación de una institucionalidad rural sólida en el próximo gobierno.

Por su parte, los jueces especializados en restitución de tierras son hoy semillas de lo que puede ser un sistema judicial propiamente agrario dedicado a resolver los conflictos por el uso, la tenencia y la propiedad de la tierra y otros recursos productivos. La vinculación de la judicatura a la política de restitución significó un llamado de atención ante las barreras de acceso a la justicia por parte de los sectores campesinos y étnicos más vulnerables, en condiciones de gratuidad e igualdad material y procesal. Estos jueces debieron reacomodar su formación jurídica – civilista y formalista – hacia una que viera en los derechos de propiedad una garantía para la materialización de otros derechos como el de la vida digna [8]. La experiencia fue insumo para la construcción de proyectos legislativos que dieran vida a la tan anhelada jurisdicción agraria, prometida una y otra vez a lo largo del último siglo, con mecanismos de justicia alternativos en los territorios, presencia de funcionarios judiciales itinerantes, y facilidades probatorias y procesales para los de menos recursos. Estos esfuerzos, aunque saboteados por el gobierno Duque, deben ser recogidos por el nuevo gobierno bajo el entendido de que la inclusión del campesinado y su reconocimiento como plenos ciudadanos pasa por su acceso al bien público de la administración de justicia.

La experiencia del DANE en el desarrollo de  instrumentos de medición para un diagnóstico más completo del mundo rural — un impulso de las demandas de las organizaciones campesinas, étnicas y  aliadas para hacer que la población campesina cuente en los procesos de toma de decisiones —-, es ilustrativa de los desafíos que el nuevo gobierno enfrenta. El Estado necesita contar con instrumentos robustos para identificar cuáles son los diversos actores que habitan el mundo rural (en sus dimensiones productivas, asociativas, territoriales y culturales) de forma que pueda planear qué tipo de estrategias de desarrollo son las más pertinentes en cada contexto. Mientras que en algunos lugares se encontrará que la aspiración de la población tiene que ver con consolidarse como medianos empresarios del campo, en otros puede tener sentido una apuesta productiva ligada a una identidad comunitaria —como en las zonas de reserva campesina o los territorios agroalimentarios—.La clave en este punto, a nuestro modo de ver, es no pretender imponer modelos únicos para replicar en todas partes, ni tampoco plantear falsas dicotomías como la de si las comunidades deberían organizarse solo en torno a la producción para el autoconsumo o para el mercado. El Estado debe poner a disposición de las comunidades diversos instrumentos con los que puedan potenciar sus capacidades productivas (reconociendo los desafíos derivados de las restricciones ecosistémicas, tecnológicas y de la inserción en mercados nacionales e internacionales) y planear el desarrollo territorial partiendo de las realidades existentes y no de las proyecciones de otros actores sobre las aspiraciones de la población en esos territorios.

Adicionalmente, el hecho bastante significativo de que distintos sectores sociales (mujeres, poblaciones étnicas, campesinos, etc.) soliciten la permanencia del director del DANE en el nuevo gobierno es una muestra clara de la importancia de la construcción de vínculos densos entre los funcionarios y los ciudadanos. Esos vínculos se traducen en confianza en la institucionalidad, lo cual puede redundar en la continuidad de las políticas.

Otra apuesta institucional interesante aunque de corta vida fue la creación de los Semilleros de la Tierra y del Territorio por parte de la ANT. La agencia de tierras empezó a operar en 2015 bajo la política de ordenamiento social de la propiedad como guía. Esta política priorizó el levantamiento y actualización de información catastral por vía del barrido predial con la participación de las comunidades campesinas en los territorios rurales. La agencia creó la figura del enlace municipal de la ANT y  los Semilleros de la Tierra y el Territorio. Los enlaces municipales fueron un esfuerzo por ubicar funcionarios de la agencia en cada municipio con el fin de proveer de información a los usuarios y conectarlos con las oficinas territoriales o de Bogotá. Asimismo, esto implicó la coordinación con autoridades municipales que, en varios municipios, dispusieron de espacios para la operación de los enlaces. Por su parte, los Semilleros de la Tierra y el Territorio reunió a líderes y lideresas rurales en cada municipio para formarlos  en conocimientos básicos sobre transacciones de tierras y procesos adelantados por la ANT. El objetivo era garantizar que estos líderes fueran una especie de veedores de las gestiones adelantadas por la ANT en las veredas y asegurar la participación de las comunidades rurales en estos procesos. Algo similar puede decirse de los Grupos Motores ligados a la ART que fueron cruciales en la construcción de los PDET. Dada la falta de unos mínimos recursos materiales (oficinas en los municipios, funcionarios, etc. ) y de un cambio del formato mental de la burocracia, estas apuestas por conectar a las agencias rurales con el campesinado fueron efímeras y no se integraron del todo a su operación rutinaria.

El camino hacia adelante y las prioridades del nuevo gobierno

En este texto hemos defendido que una prioridad de la agenda del nuevo gobierno para el sector agrario debe ser el fortalecimiento de las capacidades institucionales. No hay que temerle a la necesidad de ampliar el tamaño del Estado en el sector agrario y a profundizar el vínculo con los actores del mundo rural. Conscientes de la necesidad de impulsar unas reformas prioritarias que arrojen resultados en el corto plazo, una reforma a la institucionalidad agraria tiene que conectarse con apuestas como la producción agroalimentaria para responder a la crisis en el costo de vida y la reactivación del comercio exterior con Venezuela. Varios de los cambios requeridos se pueden impulsar en cumplimiento de los mandatos del acuerdo para el fin del conflicto. Entre las posibles acciones prioritarias proponemos considerar:

  1. Implementar un nuevo sistema de reclutamiento del personal vinculado al sector agrario que sea verdaderamente meritocrático y desconectado de las lógicas partidistas. Debe ponerse fin a la era de los funcionarios públicos amigos de los políticos y de las élites rurales. El triplete de incompetencia, corrupción y secretismo es el peor enemigo de la apuesta reformista y de su sostenibilidad.
  2. Institucionalizar el diálogo permanente entre las poblaciones rurales y las agencias agrarias. Las experiencias recientes de la ANT y la ART pueden ser de utilidad para este propósito, así como la inclusión directa de representantes del campesinado dentro de las juntas directivas de las entidades agrarias en los niveles  nacional y territorial.
  3. Promover una cultura de la participación y la construcción colectiva con las poblaciones campesinas entre los servidores públicos que se vinculen al sector agropecuario. El equipo de empalme debe considerar una estrategia para aprovechar la riqueza de la experiencia acumulada por generaciones de servidores públicos conocedores del sector que se han ido dispersando en las últimas décadas producto del desmantelamiento de la institucionalidad agraria.
  4. Crear un vigoroso instituto de investigación agropecuaria  (como el otrora ICA que contaba con técnicos de primer nivel) concentrado en crear y transferir paquetes tecnológicos a los pequeños y medianos productores no agremiados; ampliar  la oferta de crédito público para el sector, y reformar el sistema de extensión agropecuaria (hoy desfinanciado y en cabeza de los municipios) como los primeros pasos en el proceso de reconstrucción de las instituciones del sector.
  5. Retomar las iniciativas para la creación de un sistema judicial agrario (ya sea jurisdicción o especialidad agraria) que garantice el acceso de las comunidades rurales a la justicia en condiciones de igualdad material y procesal.
  6. Retomar los avances en la formulación de los 16 Planes Nacionales Sectoriales para la Reforma Rural Integral mediante la renovación del compromiso con su implementación con las organizaciones campesinas, los gremios de la producción y las entidades territoriales. La participación debe ser asumida no sólo como un paso para legitimar las políticas, sino como una condición esencial para su adecuada implementación y seguimiento que se sostenga en el tiempo, y que evite generar falsas expectativas como ha ocurrido con los PDET.
  7. Adoptar un enfoque territorial en la formulación del Plan Nacional de Desarrollo que utilice el inventario de instrumentos de información disponibles para hacer un diagnóstico de las particularidades de las distintas regiones para la construcción de estrategias de desarrollo participativas. El Estado debe fortalecer sus capacidades de proveer infraestructura, información, y una amplia gama de servicios e insumos técnicos a los actores del mundo rural para la formulación de estos planes.
  8. Invertir en la formación de profesionales y técnicos del sector agropecuario, priorizando la inclusión de las y los jóvenes campesinos provenientes de diferentes regiones del país (en articulación con el SENA), para dotar a las instituciones nacionales, regionales y municipales  de un recurso humano con capacidades para la implementación de las políticas de administración de tierras y desarrollo rural,  y para ampliar y fortalecer la atención a los usuarios del sector.

[1] Ver: Albertus, M. (2015). Autocracy and redistribution: The politics of land reform. In Autocracy and Redistribution: The Politics of Land Reform. Cambridge University Press; Faguet, J.-P., Sánchez, F., & Villaveces, M.-J. (2020). The perversion of public land distribution by landed elites: Power, inequality and development in Colombia. World Development, 136, 105036.

[2] Para los casos de China, Taiwán e India ver: Strauss, J. (2017) Campaigns of redistribution: land reform and state building in China and Taiwan. In: Centeno, M. A., Kohli, A., Yashar, D. J., & Mistree, D. States in the Developing World;  Gürel, B. (2019). The role of collective mobilization in the divergent performance of the rural economies of China and India (1950–2005). Journal of Peasant Studies, 46(5), 1021–1046.. Para el caso peruano ver: Cant, A. (2021). Land Without Masters. Agrarian Reform and Political Change Under Peru’s Military Government.  University of Texas Press.

[3] Kay, C. (2002). Why East Asia overtook Latin America: Agrarian reform, industrialisation and development. In Third World Quarterly (Vol. 23, Issue 6).

[4] Strauss (2017), Kay (2002)

[5] Ver Lund, C. (2011). Fragmented sovereignty: land reform and dispossession in Laos. Journal of Peasant Studies, 38(4), 885–905.

[6] Ver You, J.-S. (2015). Democracy, Inequality and Corruption: Korea, Taiwan and the philippines compared. Cambridge University Press.

[7] Ver Carpenter, D. (2001). The forging of bureaucratic autonomy. Reputations, Networks and Policy innovation in executives agencies, 1862-1928. Princeton: Princeton University Press.

[8] Ver Quinche et.al. El Amparo de Tierras. la acción, el proceso y el juez de Restitución. Bogotá: Editorial Universidad del Rosario; Peña, et.al. (2017). Restitution Judges: A Starting Point for an Agrarian Jurisdiction as a Guarantee of Non-repetition in Colombia. International Human Rights Law Review. 6(1), 86-108

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