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Publicado el Hernando Llano Ángel

Colombia entre transiciones, mutaciones, fragmentaciones y polarizaciones mortales

COLOMBIA ENTRE TRANSICIONES, MUTACIONES, FRAGMENTACIONES Y POLARIZACIONES MORTALES

Hernando Llano Ángel

Así parece que ha transcurrido nuestra historia política y vivimos el presente. Vivimos entre transiciones que nunca terminan, sino que mutan de manera todavía más degradada y nos fragmentan política y socialmente hasta arrastrarnos y dividirnos en bandos fatales. Para no remontarnos a la noche de los tiempos, podríamos empezar con el Frente Nacional que prometía una transición de la política sangrienta de la Violencia a la política sin sangre del cogobierno liberal-conservador durante 16 años. Y, a decir verdad, el miti-miti milimétrico como se repartieron liberales y conservadores el Estado, logró la paz política entre estos dos bandos, pero fue el comienzo de esta guerra difusa e inconclusa. Bandos cuyos líderes llamaban partidos políticos a sus organizaciones. Pero en realidad dichas organizaciones no actuaban como partidos sino como facciones que subordinaban el todo, la Nación colombiana y Constitución Política, a sus banderías, intereses y fanatismos ideológicos. Así dejaron el campo sembrado de tumbas y las ciudades devastadas por el odio, el crimen y la corrupción. De allí que los dos máximos gestores de dicha fórmula política consociacional, el liberal Alberto Lleras Camargo y el conservador Laureano Gómez Castro, en la célebre Declaración de Sitges, hayan insistido en que: “Ninguno de los dos partidos tradicionales de Colombia acepta que el delito pueda ser utilizado para su incremento o preponderancia. Los crímenes que se cometen con ese fingido designio deben ser repudiados y reprimidos enfáticamente por una y otra de nuestras colectividades, de manera constante e indudable, porque su impunidad afecta el decoro de la república y va en deslustre directo de los mismos partidos en cuyo servicio, hipócritamente, se pretende cometer”. Entonces los líderes liberales y conservadores dejaron de ser enemigos acérrimos que se disputaban violentamente el control del Estado y la sociedad colombiana para convertirse en socios y cómplices impunes de la empresa más importante y rentable de toda Nación: el Estado y la confianza pública de sus ciudadanos. Durante 16 años se dedicaron en forma exclusiva y excluyente a la política de los negocios en beneficio de unos pocos, hasta convertir lo público en la propiedad privada de los políticos, expropiando de paso la confianza de la mayoría de los ciudadanos que votaron a favor del Frente Nacional y la paz en el plebiscito de 1957. Desde entonces, en forma comprensible, la mayoría de ciudadanos se volvieron incrédulos y abstencionistas, pues fueron lanzados al ostracismo de la exclusión económica y social. Ostracismo que convirtió la arena política, catalizada por la guerra fría, en un mortal campo de batalla entre “demócratas” y “comunistas”, polarización que todavía hoy capitalizan a su favor algunos exitosos mercaderes de la política que supuestamente se sitúan más allá de la derecha y la izquierda, justo en el centro de sus negocios, su seguridad, prosperidad y confianza inversionista. Por todo ello, la advertencia de Alberto Lleras y Laureano Gómez se la llevo el viento, como lo vemos todos los días en los noticieros y lo corroboran los mismos expresidentes Gaviria, Samper, Pastrana, Uribe y Santos con sus verdades y revelaciones ante la Comisión de la Verdad. Ya es claro, para todo el que quiera ver y comprender que, de sus mutuas acusaciones, recusaciones y réplicas, ninguno queda exento de graves delitos. Bien sea por acción u omisión para ganar la presidencia o durante su ejercicio. Seguramente por ello, en la más reciente encuesta de Cifras y Conceptos, Polimétrica 2021, el 64% de los colombianos consultados no tiene afinidad con ningún partido. De manera que no hemos podido transitar de una política delictuosa hacia una política ciudadana. Vale decir, hacer la transición de la cacocracia -el gobierno de los cacos, expertos en robar la confianza ciudadana y lo público– hacia la democracia. En lugar de ello, optamos por renovar periódicamente la cacocracia en medio de elecciones cada vez más turbias, menos legales y por supuesto competitivas y legítimas, pues ellas se ganan por el peso decisorio de poderes de facto, algunas veces legales y empresariales como Odebrecht y de cuantiosos avales de grupos financieros, sin descontar la ayuda de los poderes ilegales como la ñeñepolítica y “Memo fantasma”, que convierten los comicios en un auténtico Halloween electoral. Un Halloween que termina ganando quien mejor se disfraza y oculta su verdadera identidad, aterrorizando por cuatro años a sus incautos electores con reformas tributarias y fórmulas como “la paz con legalidad”, tan imaginativas como demagógicas.

Mutaciones Teratológicas

En lugar de hacer dicha transición de la cacocracia electofáctica hacia la democracia ciudadana, hemos realizado y presenciado numerosas mutaciones teratológicas, pues el 8.000 de Samper se convirtió hoy en la “ñeñepolítica” de Duque. Antes, con Andrés Pastrana, conocimos la Farcpolítica en la zona de distensión del Caguán y el auge criminal del paramilitarismo por fuera de ella, con la cifra más alta de masacres y desplazamientos forzados de los últimos años. Posteriormente, la parapolítica llegó al Congreso con el narcoparamilitarismo en cuerpo ajeno y su aporte sustantivo en la primera campaña presidencial de Uribe; quien luego perpetuó su regencia hasta el 2010 con el cambio de un “articulito” de la Constitución gracias a la Yidispolítica y Teodolindo que llevó a la cárcel a dos de sus más leales ministros: Sabas Pretelt y Diego Palacio. Ya lo habían advertido Alberto Lleras y Laureano Gómez: “el delito utilizado para crecimiento y preponderancia” de ciertos partidos y gobiernos, como continúa sucediendo hasta hoy. Y así llegamos a la última transición frustrada, el Acuerdo de Paz, y de su aspiración histórica de la política sin armas de Santos al salto mortal de la “paz con legalidad” de Duque, que nos devuelve a la noche oscura y sangrienta de 72 masacres   hasta septiembre –homicidios colectivos en lenguaje presidencial— la fragmentación del territorio nacional controlado por organizaciones armadas ilegales y la polarización entre “colombianos de bien” contra indios envalentonados, “vándalos de primera línea”, “castrochavistas”, jóvenes, negros y mujeres “igualadas”. Pareciera que pasamos inadvertidamente de la fanática y tanática “filiación política” liberal o conservadora a la desafección política de la mayoría de ciudadanos, todo ello aprovechado por la afiliación criminal de unos cuantos disfrazados de políticos que se perpetuán en cargos públicos, en gran parte porque “los políticos corruptos son elegidos por ciudadanos honestos que no votan”, según la irónica admonición de Edmund Burke. Pero también por la belicosidad criminal de otros, menos numerosos, pero más virulentos, camuflados de “autodefensas Gaitanistas”, Disidencias de las Farc, “Nueva Marquetalia” y ELN, que han hecho respectivamente de la simbiosis con el narcotráfico su máxima ambición empresarial y su obcecada resistencia política-criminal. Y, en medio de este panorama político neofeudal y cacocrático, que beneficia cada vez más a menos, estamos la mayoría de colombianos fragmentados y disputados por numerosos precandidatos presidenciales al parecer incapaces de converger en torno a lo esencial: impedir que la política y el crimen continúen gobernando impunemente. Y ello solo será posible en el momento que empecemos romper la simbiosis fatal de la política con las economías ilegales, comenzando por la regulación y el control estatal de la hoja de coca, no para erradicarla y sustituirla, sino para transformarla en fuente de riqueza y prosperidad nacional. Porque hay que repetirlo hasta la saciedad: la coca no es cocaína. La coca no es la mata que mata. No es un cultivo ilícito, la naturaleza no es ilegal. Es el uso codicioso de ella, gracias al prohibicionismo de la fracasada y mortífera “guerra contra las drogas”, la que ha convertido a la coca en una planta ilegal y maldita. Ayer era la marihuana una planta maldita y hoy es una planta bendita, especialmente para las compañías farmacéuticas que se lucran con sus cualidades medicinales. Ello ha sido posible por la alquimia de la ley que regula su cultivo y transformación en usos medicinales. Y la hoja de coca tiene potencialidades alimenticias y medicinales muy superiores a la marihuana. Además, sería un acto de justicia histórica  –a propósito del 12 de octubre– y de humanidad inaplazable impedir que las comunidades indígenas, negras y campesinas continúen siendo desplazadas, confinadas, diezmadas y hasta fumigadas con glifosato por gobiernos que convierten la legalidad en una calamidad, supuestamente para combatir el “narcotráfico”, aquel que siempre es bienvenido con sus generosos aportes y testaferros fantasmales en las campañas electorales.

Consulta Popular: Más allá de las elecciones, las fragmentaciones y falsas polarizaciones

Por eso, en lugar de esperar que algún precandidato presidencial la convierta en su bandera, deberíamos imponer como sociedad esta exigencia de regulación estatal de la hoja de coca en la agenda de la próxima gobernabilidad presidencial, independientemente de quien resulte ganador. También deberíamos enfrentar otros temas tabús que son la esencia de la cacocracia electofáctica: imponer límites insuperables y la publicidad total de los aportes de los financiadores de las campañas políticas, para impedir el triunfo de la plutocracia sobre la democracia. Solo convirtiendo la política en una competencia ciudadana, podremos derrotar este régimen electofáctico de complicidades cacocráticas y alianzas criminales. Y una vía para hacerlo puede ser apelando a una Consulta Popular como la promovida por diversos sectores y organizaciones sociales, para invertir la lógica de las elecciones. Ya no serán los candidatos quienes nos fragmenten en millones de electores, sino millones de ciudadanos quienes le impondremos una agenda de gobierno democrático a los ganadores en el Congreso y la Presidencia. Una agenda que realice las aspiraciones mínimas de toda democracia y la ciudadanía: vida digna para las mayorías, paz política y seguridad para todos, brindando igualdad de oportunidades a través de políticas públicas integrales que conviertan en realidad los derechos humanos vitales al trabajo, la salud, la educación, la justicia y la vivienda digna. Derechos que están consagrados en nuestra Constitución Política, pero se desconocen y violan masivamente todos los días. Quizás así dejemos de estar fragmentados y no nos dejemos polarizar, una vez más, para beneficio de “los mismos con las mismas”, quienes hábilmente apelan al miedo, la ignorancia, los prejuicios y los odios en perjuicio de todos y beneficio de pocos.

 

 

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