La niña nació asfixiada. Su madre corría el riesgo de sufrir una placenta previa e incurrió en él. Esa noche pintó sangre sobre la sábana y ambos, padre y madre, salieron de urgencia para la Clínica. No encontraban transporte. El propietario del apartamento vecino se ofreció para llevarlos.
Llegando a la clínica, no había espacio en salas de partos. Tampoco había llegado el ginecólogo tratante. Más de dos horas se mantuvo la madre a la espera de una cesárea.
Los médicos intentaron resolver la asfixia durante otra hora adicional, dijeron. Fue infructuoso. Estaba muerta.
Al día siguiente, el padre recibió en alguna dependencia de la clínica una cajita de color blanco con su hija adentro. No tuvo valor para verla. Confió en que era ella.
Se fue con algunos amigos en un carro hacia el Cementerio Central. Durante el trayecto cargó el cadáver de su recién nacida, ahora muerta, sobre sus piernas.
En ese automóvil reinaba un silencio funerario. Probablemente ninguno de sus ocupantes musitó palabra alguna.
Una vez llegados al destino, le asignaron a la difunta una tumba en un espacio elevado del mausoleo de niños y allí fue depositada una cajita blanca en ese hueco oscuro.
Han pasado varias décadas. Y durante cada uno de sus años, el padre ha seguido sintiendo el peso de la cajita blanca mortuoria sobre sus piernas. Pero también sobre todo su ser.
La muerte al nacer de la que iba a ser su primogénita, le dejó marcado para toda la vida. Ha hecho diversos trabajos por avanzar en el duelo que significó esa muerte. Una muerte que amenazó ser la de su propia niña interior.
Con el tiempo ha logrado algo: darse cuenta de que aquella murió al nacer para darle una señal de vida. Para advertirle que, hasta ese momento de su vida, algo andaba mal. Y, por tanto, para que en adelante tuviera cuidado de lo que le traería el porvenir.
Por supuesto que no lo tuvo. Anduvo descuidado muchos años después.
Ese hombre que, a cambio de recibir la vida de su hija, se estrelló con su muerte, ha intentado entender el papel que tuvo ese nacimiento frustrado en todo el camino vivido.
Todavía no lo ha logrado. Pero intuye que después de aquel acontecimiento, cada paso de su vida se desenvolvió aceptando los altos y bajos que son tan humanos, tan demasiado humanos…
Y gracias a esos constantes sube y bajas, ahora le agradecería a su primogénita fallecida. Porque el campanazo que escuchó aquella noche mortecina, le sirvió para lograr, ahora más viejo, rehacerse como ser humano merecedor de una vida digna y correcta.
Aquella muerte le significó al padre entender otra manera de vivir la vida.
Aquella muerte, es agradecida ahora. Dejando claro que, en estos momentos, las teclas movidas por sus dedos le pesan como plomo.
Congótica 1. ¡Gracias María Mercedes!
Congótica 2. En los asuntos a favor o en contra del aborto, convendría velar también por la salud de los padres y madres sobrevivientes.
Congótica 3. Nuestras creencias nos han inducido a rendirle culto a los muertos. Va siendo hora de entender que los sobrevivientes somos los que necesitamos ayuda para seguir viviendo.