En medio de la controversia que ha rodeado la contratación con la firma Covington & Burling, resulta fundamental no perder de vista un principio básico del gobierno corporativo: la separación de funciones en una empresa del tamaño y la complejidad de Ecopetrol.
Desde 2008, cuando la estatal se enlistó en la Bolsa de Nueva York, sus obligaciones ante los organismos regulatorios de Estados Unidos han requerido contratar firmas especializadas para monitorear posibles riesgos reputacionales y regulatorios. Covington no fue la primera ni será la última. Estas contrataciones son habituales y se han realizado durante años sin mayores sobresaltos.
Lo que cambia en esta ocasión no es la práctica, sino la forma en que se amplió el contrato original. El punto crítico no es que se haya contratado una firma legal, sino que se haya firmado un otrosí por cinco millones de dólares—siete veces el valor inicial—sin que la Junta Directiva de la compañía ni su Comité de Auditoría tuvieran conocimiento.
Es aquí donde el debate se ha desviado injustamente hacia el presidente de la empresa, Ricardo Roa. Quienes conocen el funcionamiento interno de Ecopetrol saben que la Dirección de Cumplimiento no depende de la Presidencia, sino directamente de la Junta Directiva. De hecho, las normas de buen gobierno establecen que el presidente no debe intervenir ni conocer los detalles de estos contratos. Se trata de un blindaje institucional diseñado precisamente para evitar conflictos de interés.
Resulta entonces paradójico que se cuestione y condene públicamente a Roa por un contrato del cual no solo no fue parte, sino que fue quien alertó a la Junta sobre su existencia y alcance. En la sesión del 28 de febrero de 2025, fue él quien manifestó con sorpresa e incomodidad que representantes de la firma Covington le habían retirado sus dispositivos electrónicos, sin que nadie en la alta dirección supiera que dicho contrato lo permitía.
Ecopetrol necesita dar explicaciones, sí. Pero también, por el bien de su reputación y de su gobernabilidad, necesita que el debate se lleve con rigor. Las responsabilidades deben recaer donde corresponden, y los procedimientos deben revisarse para evitar que lo extraordinario se vuelva costumbre. Apuntar en la dirección equivocada—por conveniencia política o desconocimiento técnico—no fortalece la transparencia institucional; la debilita.
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Sevillano
Periodista y columnista de opinión