Observando y leyendo todo cuanto han dicho los seguidores del expresidente Álvaro Uribe Vélez una vez se conoció el fallo judicial en su contra, ratifico mi opinión sobre lo que se ha creado alrededor de su figura. Para mí, va mucho más allá de la simple admiración y respeto que puedan sentir por su máximo líder.
Como periodista, fui testigo presencial de la conmemoración del Día de las Víctimas en la plenaria del Congreso de la República, aquel 9 de abril de 2017, cuando Uribe, entonces senador, quiso responder a un reclamo hecho por la señora Gloria Gaitán, hija de Jorge Eliécer Gaitán. Sin embargo, el presidente de la Corporación en ese momento, Mauricio Lizcano, le negó la palabra, exigiéndole compostura y que esperara a que terminaran de hablar las víctimas del conflicto presentes en el Capitolio.
De inmediato, la bancada de Senado y Cámara de Representantes del Centro Democrático gritó y reclamó en nombre de Uribe. Luego salieron del recinto detrás de su líder como borregos obedientes, sin preguntar ni discutir. Lo importante era mostrar enojo, aunque no lo sintieran realmente. Poco les importó escuchar a las víctimas del conflicto, como es el deber de todo congresista, porque en ese momento lo esencial era seguir a Uribe, sin saber por qué ni para qué.
Nota recomendada: ¿Quién ronda a Lina María Garrido?
A partir de ese episodio llegué a una conclusión que resumo en una sola palabra: culto. No hay otra forma de explicar que un grupo de personas no sea capaz de entender que, aunque Álvaro Uribe Vélez pudo haber hecho cosas positivas durante su mandato como presidente, aún tiene muchas explicaciones pendientes.
La primera de ellas es su reelección, lograda gracias a un acto de corrupción dentro de su propio gobierno: la Yidispolítica y el escándalo de las notarías. Sin olvidar las interceptaciones ilegales del DAS y la cuestionable presencia del general Mauricio Santoyo (un alto oficial de la Policía, extraditado a Estados Unidos) como jefe de su esquema de seguridad en la Presidencia.
Frente a todos estos hechos, Uribe ha alegado desconocimiento. Ha dicho que no sabía nada, que todo fue una sorpresa, que ocurrieron a sus espaldas. Poco le ha faltado para decir: “me acabo de enterar”.
Puede leer también: Un periodismo equivocado
Estas respuestas, al menos para mí, resultan poco creíbles. No corresponden a la conducta de alguien conocido por su microgerencia, por su deseo de controlar cada detalle, por su carácter posesivo y dominante en todos los espacios de poder.
Sin embargo, nada de esto basta para que sus seguidores se atrevan siquiera a cuestionarlo. Para ellos, es suficiente con que Uribe afirme que es inocente, que todo ocurrió sin su conocimiento. En resumen: que los culpables son otros, nunca él. Ellos repiten su discurso como si estuvieran embrujados o hipnotizados.
Por eso no me sorprende que afirmen que el fallo dictado por la jueza Sandra Heredia —en el que se acusa al exmandatario de fraude procesal y soborno a testigos a través de su abogado, Diego Cadena— no corresponde a la verdad sobre quien, para ellos, es Uribe. Al fin y al cabo, los uribistas y el mismo Centro Democrático actúan como si no les importara si el es culpable o inocente; lo único que importa es que nadie lo contradiga, lo critique o siquiera lo señale.
Han convertido a Álvaro Uribe Vélez en un dios, y él parece habérselo creído. Lo más grave es que han olvidado que no es más que un ser humano, y que, como figura pública, sus actuaciones deben estar sometidas a la justicia, como ocurre con cualquier ciudadano colombiano, sin importar quién sea.