En los últimos años, la política colombiana ha entrado en una fase inquietante: la sustitución del trabajo de base, la formación ideológica y la trayectoria pública por la simple visibilidad digital. La proliferación de influenciadores en las listas al Congreso —desde Wally, Laura “Lalis” Beltrán y Daniel Monroy en el Pacto Histórico hasta Hannah “Miss Melindres” Escobar, “El Profe Charles” Figueroa y Rawdy Reales en la coalición Ahora Colombia, o el comentarista “Alejo” Vergel en el llamado “Frente Amplio Unido”— no es una anécdota pintoresca. Es una señal de alarma que revela la profunda crisis de los partidos y la incapacidad de muchos de ellos para generar cuadros políticos reales.
Por supuesto, no se trata de negar que cualquier ciudadano pueda aspirar a un cargo de elección popular. Esa es la esencia de la democracia. El problema es otro: la creciente tendencia a convertir la política en un juego de métricas, likes y algoritmos, donde la notoriedad pesa más que la preparación, la capacidad de deliberación legislativa o el compromiso con las comunidades. Los partidos, en vez de fortalecer la militancia y promover nuevos liderazgos con trabajo territorial, parecen preferir el atajo del “rostro reconocido” que pueda traducirse en votos fáciles.
Esta práctica es una confesión brutal: muchos partidos han renunciado a su responsabilidad de formar políticamente a la ciudadanía. Si antes un aspirante debía demostrar experiencia, trabajo social o conocimiento de asuntos públicos, hoy basta con que tenga un canal de YouTube exitoso o una cuenta de TikTok con miles de seguidores. La política, que debería ser el espacio para resolver los grandes problemas colectivos, corre el riesgo de convertirse en un escenario más del entretenimiento.
Es llamativo que todas las corrientes —izquierda, centro y las nuevas alianzas que buscan espacio— hayan caído en la misma lógica. El Pacto Histórico, que alguna vez se presentó como una ruptura con las viejas prácticas, abre sus listas a influenciadores como si su presencia garantizara renovación. La coalición Ahora Colombia hace lo propio con personajes cuya relevancia proviene sobre todo del ecosistema digital. Y el Frente Amplio Unido, impulsado por viejos conocedores del poder como Samper y Barreras, incorpora a un comentarista político con amplia difusión en redes. Todos ellos, sin importar color político, parecen responder al mismo impulso: capitalizar audiencias, no fortalecer instituciones.
Cambio Radical no se quedó atrás, y para eso trajo a sus listas a Andrés ‘Felipe Saruma’ Camargo como parte de sus candidatos a la Cámara por Atlántico, mientras que los liberales inscribieron a Bitter ‘Señor Biter’ Yeison, activista contra las fotomultas.
¿Qué efecto puede traer una intervención de Wally en la plenaria del Senado de la República?, si acaso risas. Es por eso que sorprende su llegada a la política en las filas de izquierda, porque a diferencia de Carlos Gaviria que generaba respeto y silencio mientras intervenían, me atrevería a pronosticar que con el influencer y humorista político no sucederá lo mismo.
Durante estos cuatro años hemos visto lo que han producido intervenciones en la opinión pública de congresistas como Jota Pe Hernández, Miguel Polo Polo y en el Concejo de Bogotá, podemos mencionar a Edisson Julián Forero (Fuchi).
El resultado es devastador para el Congreso. En un país con desafíos inmensos —reforma de salud, ordenamiento territorial, crisis ambiental, seguridad, pobreza, desigualdad—, lo mínimo que se espera es que quienes lleguen a legislar posean rigor, trayectoria o al menos una base sólida de comprensión de lo público. No basta con denunciar, opinar o hacer humor político en plataformas digitales. La tarea parlamentaria exige estudiar proyectos, negociar con bancadas, revisar presupuestos y entender complejos entramados jurídicos. Convertir esa responsabilidad en una extensión de la fama en redes no solo demuestra desprecio por el electorado; pone en riesgo la calidad de las leyes que regirán a millones de personas.
Los partidos se defienden diciendo que necesitan acercarse a los jóvenes, “modernizar” la política o incorporar voces frescas. Pero es falso que la juventud demande superficialidad. Lo que exige es coherencia, transparencia y oportunidades reales de participación. Hay miles de líderes sociales, académicos jóvenes, defensores comunitarios, estudiantes organizados, emprendedores y activistas con trayectoria verificable que podrían representar genuinamente ese relevo generacional. Sin embargo, ellos rara vez encuentran espacio en las listas porque no ofrecen el “gancho” mediático de alguien viral.
Al final, lo que está en juego es la calidad democrática. Si los partidos prefieren la visibilidad sobre la idoneidad, si renuncian a educar políticamente a sus militantes y optan por candidatos como si estuvieran curando contenido para una red social, entonces no solo se empobrece el debate legislativo: se erosiona la confianza ciudadana. Un Congreso poblado de figuras cuya principal credencial es su fama digital no fortalece la democracia; la vuelve frágil, volátil y vulnerable a la manipulación del momento.
Colombia no necesita más celebridades de Internet en las listas. Necesita partidos que vuelvan a tomarse en serio su función de representar, educar y construir proyecto político. Mientras sigamos confundiendo visibilidad con liderazgo, likes con legitimidad y viralidad con vocación pública, seguiremos caminando hacia un Congreso cada vez más espectáculo y cada vez menos institución.