Por: Axel Pardo
Dulce derramado sobre sus oscuras y suaves carnes; chorreante y tan visible que hasta parece palpable, lamible, disfrutable. Admiro ese amorfo chocolate que bien podría competir con cualquier obra de pollock; es una pintura cuyo esponjoso lienzo se conforma de nuez, harina, huevos y azúcar. Vaya silueta dulce que es tocada con completa sensualidad por tan tierna y cálida sustancia proveniente del cacao. No puedo describir del todo la sensación. Me relamo en varias ocasiones al admirar ese cuerpo seductor ser besado por el caramelo, es una maravilla. Aún más increíble me es reconocer que no hay un lienzo horneado que sea palpable ni erótica pintura tibia de chocolate. Lo que admiro no es el producto de un pastelero, sino el de un fotógrafo, una ficción resaltada con un superficial filtro de Instagram y una modulación de contrastes lumínicos.
¡Rayos!, debo confesar que este no es el primer alimento que devoro con mi mirada, mi cuenta de Instagram parece un museo de recetas tan sencillas y sabrosas que lucen imposibles. Las salsas espumeantes al contacto con la tierna fuerza de la brasa; las olorosas especias de colores radiantes; el caramelo que salpica la piel de una manzana escarlata; las carnes jugosas y medio hechas que son besadas por un azadón rojo; las verduras picadas y sofreídas con la delicadeza de un amante; las curvas delicadas de una galleta rellena de malvavisco y cubierta con un exuberante dulce de mora. Es increíble que una imagen me conecte más con un plato que el mismo plato en sí. Soy, a lo sumo, uno de tantos observadores desprevenidos. Sí, de esos que se acercan a una pantalla con la esperanza de descubrir un plato tan extravagante que sea casi saboreable con la sola mirada.
Vivo en la era de la imagen, vivo en el imperio de la multimedia y de ello no me avergüenzo. Me avergüenzo de aceptar que mi placer se limita a la mera observancia, mis ojos no se cansan de admirar los sabrosos platos de Instagram, pero estoy seguro de que si pudiera probarlos me hartaría. Después de todo, soy un mortal limitado, con un estómago limitado, sin embargo, mis ojos soportan más comida que mis entrañas, esa amabilidad se la agradezco al Creador. Los filtros relucientes dotan de una textura especial a cada plato, son susurros del gusto convertido en una experiencia estética, una experiencia profundamente erótica. Bastan unos pocos filtros para convertir en digeribles unas fotos sin mayor gracia, los átomos de un mundo que solo alcanzo a degustar por fragmentos.
Y es que la popularidad impregnada en toda la dimensionalidad gourmet está revestida con un onanismo tecnológico. Las masas se masturban en todo su consumo visual, eyaculan su tiempo en likes y compartidos que se posicionan en la oda de la extravagancia, ¿qué puedo decir?, soy esclavo de mis pasiones, de las tendencias, y de la pornografía gastronómica. Sí, ya lo he confesado, me parece tan estereotípico el porno casual, que no le hallo mayor gracia: gemidos y sudores improvisados, ¡bah!, aburren sus malas actuaciones y constantes referencias fálicas. Con la comida me ocurre todo lo contrario, me fascina lo estrambótico, cotidiano e irracional de las imágenes viralizadas por un plato de locura. Por tanto, Xvideos ha sido completamente sustituido por Instagram. En las frías noches bogotanas miro bajo mis cobijas el horneado de una crocante lasaña expuesta por un chef empírico; cierro mi puerta con candado, bajo las cortinas, coloco el volumen en 20 puntos – para que en mi casa no escuchen mi consumo virtual –. Luego de cerciorarme de que nadie me vigila, bajo las historias de Instagram y reproduzco un video en el que escurren crema chantillí en cinco rozagantes y maduras fresas.
Comer es el acto erótico por excelencia, pero si a ello le combinamos el voyerismo de las plataformas virtuales llega a ser algo artístico a la vez que mediático. Si con un teléfono cualquiera puede mostrar sus habilidades en la cocina y sus degustaciones en la mesa, nos topamos con la mayor biblioteca de exhibicionismo sensorial: Paladares conformados por ojos internacionales, miradas protagonizadas por la lengua, texturas olfativas que no pueden tocarse ni olerse. Estos son los verdaderos amores platónicos, no por ser alimentos posados en un plato de figura y color variado, sino porque, aunque mis ojos degusten esas corporalidades de sabor, mi gusto no podrá alcanzar lo que mis ojos han conseguido.
Para muchos no es suficiente la mera admiración del alimento tallado en la escena virtual, hay personas que, como cualquier observador superficial, buscan acción con la comida. Muk- Bang, para el caso, es un término coreano usado para definir los videos en los que una persona devora nefastas cantidades de alimento frente a una webcam. Ver orientales deglutir con técnica, en cámara rápida y con finos movimientos toda una mesa de platillos deliciosos, a decir verdad, debe ser comparable a buscar el vídeo de una orgía interracial. También están los listillos que consiguen un tráfico virtual exorbitante sencillo. Estos sujetos suelen grabarse comiendo frente a un micrófono en un intento planeado de chasquidos y sorbidos sonoros, ruidos que catalogan dentro de la noción de ASMR. Bueno, creo que, de no estar en estos medios de consumo digital, la moda sería ASMR de comida por teléfono. Algo así como una línea caliente que sustituya los gemidos por chasquidos. ¡Oh!, seguiría escribiendo sobre este tema, pero acabo de ver una nueva historia en Instagram donde salpican con miel y mantequilla cuatro panqueques redondos. Me enloquece esa textura crujiente y relleno suave que humea al ser perforado por el frio metal del tenedor. Voy a dejar de escribir, porque pienso aprovechar mi casa sola para disfrutar cómodamente de tal placer mundano que roza con el pecado mortal.