Por: Axel Pardo
No me creerás, mi querido pastelero, si tras estas líneas te digo que los alimentos pueden hablar. No hay alucinación en este escrito, no me he sobre-alterado, ni duendecillo alguno dirige mis pensamientos. He dialogado con todo tipo de vegetales, carnes, legumbres y aditivos, todos ellos tan infinitamente interesantes a su vez que complejos. No te hablo de un sueño, tampoco de una experiencia mística, no creo en tan dulces visiones, que por dulces no dejan de ser visiones ¿Sabes?, siempre creí que nosotros teníamos completa autoridad sobre el destino de lo que entra por nuestros labios y pasa por nuestros estómagos. Soy un idiota, es algo que distingue de mí personalidad, no hay una sola partícula de comida que no decida ser parte de un plato humano, o retirarse de tal destino que tanto nos beneficia. Ningún aspecto cultural modela la comida, la comida decide por sí misma modelar nuestras vidas y nuestras formas de vivirlas. Solo que los alimentos son algo más humildes que nosotros, nunca verás un ravioli en la Casa Blanca imponiendo la supremacía de la pasta, ni un pepino en el Vaticano (aunque cabe la ironía que le gobierne un Papa y no le consideremos alimento).
El ser humano más poderoso solo duraría pocos días sin la clemencia de algún alimento. Incluso, nosotros, tan orgullosos de nuestra nacionalidad, de nuestra religión, de nuestras manías, ¿qué serían todas estas cosas sin la comida que las define? No habría sociedad sin el plato nacional o el trigoso cuerpo de Cristo; la chicha o el vino; los limones o el chocolate. Te contaré algunas anécdotas para que entiendas mi punto, alguna vez una zanahoria me contó que todo un país se enorgullecía de su color naranja considerándole su creación, la zanahoria reía a carcajadas, solo vestía tal naranja para burlarse de los débiles sentimientos humanos y no por orgullos políticos. “Macabra zanahoria”, pensé luego de darle un mordisco.
Los tomates más jugosos no se quedan atrás de mi historia, el colectivo de tomates había construido un orgullo étnico muy arraigado en su cáscara, gustaban ser cocidos y no sofreídos, su identidad cultural era más fuerte que la bravura del aceite. En cierta ocasión, estuve tras la cocina en una madrugada de desaforada hambre del alba, no había nada en la alacena, solo unos tomates en la nevera y un poco de aceite cerca al lavaplatos. Al descansar mis manos en el mesón, tomé con fuerza la cristalina y casi acabada botella de aceite (por alguna razón los aceites me suelen ignorar), vertí su contenido en el sartén caliente, arrojé la botella vacía y procedí a lanzar los tomates recién cortados al calor de la burbujeante baba amarilla –!Alto ahí¡-, gritó con tenacidad el medio tomate que sostenía –No deseo ser arrojado al aceite, prefiero ser guisado o licuado. Al menos así, mi cáscara no se arrugará. No sabes lo importante que significa tener una cáscara lisa para mi pueblo–. Mi querido pastelero, debo confesarte que en mí despertó algo de orgullo, no pensaba obedecer a un tomate parlanchín, después de todo, era mi comida y no mi contrincante en debate. Así que arrojé al tomate en el aceite y el aceite caliente chisporreteó en toda la cocina. Me quemé las manos, nunca volví a desobedecer a un tomate.
Las cebollas, por su parte, habían instaurado una reforma religiosa que consistía en abandonar cualquier pretensión de trascender y consumirse por la emoción de la efímera existencia. Esta reforma no simpatizó en muchos colectivos de alimentos, puesto que las cebollas imponían su doctrina a quien les picara o les oliera en un acto de proselitismo espiritual. En una entrevista que le realicé a fray cebollín, uno de los más viejos miembros de una fraternidad que se guiaba por el cebollismo bulboso, me comentó que –si los mortales no se dejan absorber por las lágrimas y la emoción, entonces nuestro deber será sumergirlos en ellas–. La reforma del cebollismo tuvo una expansión enorme en los platos de diversas gastronomías. Bajo jugo, mocos y lágrimas se expandió la fe de los hermanos y hermanas cebollas. –Uno que otro insolente infiel rechaza al cebollismo de sus platos, solo aquellos que quieren sus alimentos “con todo y cebolla” serán bendecidos– me reiteraba fray cebollín, luego de rascar con cierta fuerza la tercera capa de su bulboso cuerpo.
De lejos, amado pastelero, el alimento que me ha parecido más fascinante es la manzana. La manzana amoratada, rojiza, verde, amarilla, ácida y dulce. La manzana de Adán, la manzana de Newton, la manzana de Blancanieves, de Steb Jobs, de la serpiente, de la discordia, de los amantes y de las brujas. La manzana no me habló ni al desmembrarla en mis dientes, ni al untarla en dulce chocolate negro. La manzana que mordieron mis labios infantes y se atoró en mi garganta adulta. La bella manzana de cuentos y diarios; de pinturas sobre templanza y tentación. Las cuadras de esta lúgubre ciudad que recorro dándole vueltas a la manzana. Me maravillan sus gusanos y sus texturas, sus fragancias para fregar el piso, sus aromatizantes de baño, sus jabones de ropa, sus apodos para el ser amado, sus labiales juveniles y sus perfumes de quinceañera. Ella es símbolo de sabiduría y de hechicería; de pecado y de salvación; de acuerdos encantadores entre serpientes y mujeres, pero también de desencuentros entre dioses y mortales ¿Qué tan rica es la vida social de una manzana? Nos ha impactado de tal manera que es una referencia tan vaginal, la fruta por excelencia. Recuerdo, al escribirte, que de pequeño cuando dibujaba árboles les acompañaba con círculos rojos en sus mal pintadas ramas, ¿eran manzanas inconscientes? Era una libido infantil de fruta, de rojo, de expresión. Y allí sigue la manzana, disertando sola y sin dirigirme palabra, esperando al Hércules que la tome del jardín de las Hespérides, tocando la revolución musical del rock del siglo XX en discos de acetato. Manzanas de Sodoma, de Babilonia y de Troya; embriagantes en sidra, sabrosas en pasteles, premios del saber que otorgan los alumnos a sus maestros y frutos de ninfas que son hurtadas por la gallardía de cualquier héroe.
Debo excusarme contigo, pastelero de mi confianza, se supone que te he debido mandar una receta para pie de manzana como pago por tus servicios, pero cuando la manzana me habló por primera vez solo pude escribirte esta carta. Lo que me dijo la fruta es algo que no te puedo revelar con total claridad, al menos, no todavía. A mis antecesores, la muy eminente, les dictaminó guerras interminables de dioses y hombres; teorías que modificaron nuestra observación del mundo moderno; pecados que nos expulsaron del paraíso; música que definió toda una generación y una que otra empresa de prestigio con aparatos cableados. A mis padres les demarcó el principio del Edén y a mis hijos el veneno con el que se eclipsará la humanidad. No deseo ser pretensioso al decirte que la misión que me encomendó esta deliciosa fruta es superior a todas las encomiendas del pasado y del futuro. He descubierto algo comparable a una piedra filosofal con aroma frugal o un Santo Grial con sidra navideña. A mí, el jugoso pomo, me encargó escribirte una carta en lugar de una receta y a tí, como buen pastelero, te corresponde abandonar la antropología, que aspira narrar la realidad humana, y dedicarte a la frutología, cuyo fin es la realidad misma; te corresponde descifrar la receta no escrita de un sabroso pie de manzana que no es otra cosa que toda la vida social.