Coma Cuento: cocina sin enredos

Publicado el @ComíCuento

La sazón literaria – A sangre fría

Por: Daniel Guillermo Deaza Acosta (@danieldeaza)

Cuando uno lee una novela, un cuento o un poema, uno se puede encontrar con personajes, lugares, momentos y pensamientos que hacen imaginar, hacen que uno sienta el relato como algo propio; se puede llegar a degustar dentro de la lectura todos los ingredientes que el escritor ofrece. Ahora bien, hay cuestiones que pueden llegar a quedar olvidadas dentro de las tramas literarias, como puede ser el elemento gastronómico. Hay momentos donde uno ve a la comida como algo secundario, algo pasajero, dentro del texto. Lo que uno no comprende es que ahí está la sutileza de la literatura, poner cada detalle para que uno sienta como propia una vida que le resulta ajena. La literatura guarda detrás no solo tramas o personajes, sino un rompecabezas que llega a generar un mundo diferente: el mundo del lector.

Para el Blog traigo una nueva apuesta donde se mezcla la literatura y la comida, desde la perspectiva del que lee. Por ello, propongo un recorrido gastronómico de una de las novelas más recordadas, y la pionera de lo que uno entiende como la novela de no ficción, escrita por Truman Capote con una taza de café y un poco de vodka: A sangre fría. El libro fue un éxito que le generó algunas ganancias a Capote, quien con una parte del adelanto pagó los abogados para apelar la sentencia de muerte, otra fue para las lápidas luego de la condena y una parte fue para una cena al estilo único de Capote 

A sangre fría es resultado de la curiosidad de Capote, quien quiso, luego de leer la noticia de una masacre en Kansas, explorar por lo ocurrido; luego de entrevistas, charlas, visitas, preguntas, respuestas, expedientes, noticias y un día de patíbulo, Capote logra armar la novela que conocemos. Este libro, entre la trama principal, nos muestra, desde la comida y los sabores las diferentes américas que se podían encontrar; américas opuestas, verso y anverso, antípodas. La primera américa puritana, con aroma a tarta de frutas recién horneada y sin cerveza; la otra américa del suburbio, hija del estado ya que no tiene padres, borracha, con aroma a aceite reusado por las frituras. Uno puede ver esta novela desde el ritmo gastronómico, las recetas reflejan tanto a las víctimas como a los victimarios; las preparaciones acompañaron a los asesinos, hasta la última cena, la comida fue una constante dentro de esta historia, desde todos los puntos de vista.

Las víctimas: los Clutter. Ellos vivían en Holcomb lugar que se caracterizaba por ser un pueblo agrícola, puritano -zona de Biblia- y tranquilo en Kansas. Lo trágico es que en medio de esa tranquilidad, en la madrugada de noviembre, de 1959, nadie oyó los cuatro disparos que terminaron con dicha familia. El padre de la familia, Herbert William Clutter, tenía cuarenta y ocho años y era uno de los ciudadanos más conocidos del pueblo; un ser profundamente religioso, el alcohol y el tabaco no pasaban por su vida. Herbert vivía con su mujer, Bonnie, quien sufría de los nervios, y con sus dos hijos: Kenyon y Nancy. En el pueblo no había persona que amasaba el pan o los pastelitos de coco como lo hacía Herb, las frutas eran su pasión, su hija los transformaba en postres, como la tarta de cerezas doradas y  calientes, debajo de un enrejado de masa, que ella le enseñó a preparar a una vecina, a la víspera de la tragedia.

La joven Clutter ganaba los concursos de repostería y conservas siempre en la región. El hijo, Kenyon, no se quedaba atrás en la gastronomía familiar, inventó una sarten eléctrica y honda ideal para cocinar un puchero, pato o faisán, aves de temporada de caza, que cuando se podía, eran los personajes principales de las cenas familiares. Los Clutter estaban preparando la cena para festejar el día de Acción de gracias con el resto de la familia, proveniente de los diferentes rincones del país. Era una clásica familia americana.

Los victimarios: los asesinos Perry Smith y Dick Hickock. Smith, de padre irlandés y madre indígena, estaba en libertad bajo palabra y tenía siempre consigo sus tesoros: una armónica y una guitarra. Bebía cerveza helada y aspiraba el humo de los Pall Mall.  Tenía las piernas deformes producto de un accidente de moto, las heridas exigían siempre una gran cantidad de cocteles y aspirinas. Hickock, compañero de Smith, le gustaba el Orange Blossom, vodka con jugo de naranja, también estaba en libertad bajo palabra. Los dos habían planificado el golpe, no tenían margen de error, llegarían a obtener una buen cantidad de dólares, sin testigos, esperaban irse a México y tener una nueva vida.

El menú de preparación del delito consistió en dos bifes – casi crudos-, papas al horno, papas fritas, macarrones, guiso de maíz y ensalada, aunque luego le añadieron los aros de cebolla debidamente condimentados con un aderezo de salsa picante. De postres escogieron bollos de canela, tarta de manzana y café oscuro. Lo remataron con un puro y pastillas dulces y blandas para el viaje. Ellos eran el anti sueño americano.

El 16 de noviembre de 1959 los Clutter faltaron por primera vez a su cita con Dios. La tranquila comunidad de Holcomb no podía entender el motivo. Bob Johnson, un agente de seguros, que después de largas persecuciones logró obtener de Clutter, el día anterior, la primera cuota de un seguro de vida, se disponía a repartir un faisán asado y caliente cuando le dieron la noticia; le quemaba el cheque que aún reposaba en el bolsillo. Los parientes que habían sido convocados para la Acción de Gracias fueron sorprendidos, la invitación varió: los bocados pasaron a formar parte del menú en el funeral. Herb presidió la reunión desde el ataúd. Cuarenta dólares, diez por vida, los Clutter fueron asesinados a sangre fría.

A muchos kilómetros Hickock disfrutaba de una cena dominguera, donde no faltaban los pepinillos, era su manjar predilecto, algunos – por ello – lo llamaban pickles. Mientras, Smith descansaba. A los pocos días, para acompañar la lectura de sus “hazañas” que aparecían en primera plana, Hickock comía emparedados de pollo, que combinada con bistecs, chocolates Hershey y pastillas de goma; su compañero, Smith, era más clásico y se alimentaba con una hamburguesa, una cerveza, aspirinas y cigarrillos. En sus sueños, producto de los Clutter, el panorama tenía otro sabor, tenía una gran mesa familiar con ostras, pavos, salchichas y fruta. Hickock soñaba con pollos dorados. Para matar el tiempo ellos usaban Coca cola y al final, cuando salieron a México, la estadía tuvo sabor a guacamoles, tortillas y chili. La falta de dinero los hizo regresar, con un menú limitado: chocolates y frituras.

El sheriff Alvin Dewey, encargado del caso, siempre disfrutaba de un mejor pasar gastronómico. Su esposa, oriunda de Nueva Orleans, a quien le encantaba cocinar, le preparaba aguacates rellenos con ensalada de cangrejo, carne asada y platos fríos. Aunque durante cuarenta días, el tiempo de la investigación, por la boca del policía solo pasba café.

Luego de la investigación detenida, los asesinos fueron arrestados. Ahí, la comida estuvo a cargo de Josie Meier, la esposa del vice – sheriff del condado de Finney. La tarde que los llevaron, les preparó pasteles de manzana y algo de pan. El  menú de la primera cena consistió en sopa caliente, café, bocadillos y pastel. A Smith, quien le generaba compasión, le preparó arroz a la española, el plato que anhelaba. Después de un tiempo, Smith se había vuelto adicto a la comida, engordó siete kilos. Cuando tuvo que recibir a un compañero de su paso por Corea, pidió a la cocina ganso relleno asado con salsa, papas a la crema, arvejas, gelatina, galletas, leche fría, tarta de cereza, queso y café.

Mientras se generaba el juicio, se generaba la subasta de la finca de los Clutter atraía a miles de personas, más que al mismo funeral. Los graneros fueron adaptados como una gran cafetería, provista de pasteles caseros, carne de hamburguesa y jamón. Por su puesto, siendo territorio de los Clutter, el alcohol no estaba presente.

Durante el juicio, los chicles calmaban los jugos gástricos de ambos presidiarios. Después de la sentencia, y de la condena, pasaron a la penitenciaría masculina de Kansas, al pabellón de las celdas de la muerte, compartían con un joven que asesinó a su familia a ritmo del calibre 22.

El día llegó. A Smith y Hickock les dieron la última cena, ambos pidieron camarones, papas fritas, pan al ajo, helado y fruta con crema. Después, camino al destino, masticaban chicle de menta que le dejaron en la mano al capellán que los acompañó. Llegaron con la barriga llena, al camino, al destino, que los llevaría al segundo encuentro con la familia Clutter.

 

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