Por Juan Manuel Monroy
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El centro de Europa alberga a una nación no más extensa que el departamento del Meta en Colombia pero tan absolutamente enorme debido a su paso por el río del tiempo. El país de los cineastas Svankmajer y Forman; la tierra de Kafka, Kundera y Capek, el visionario e inventor de la palabra Robot; la de los grandes músicos como Dvorak o Smetana; la nación de la buena cerveza, la más pura y refrescante, la tipo pilsener; la de los castillos fantasmagóricos que esconden vida; la de la bella Praga con sus calles angostas, edificaciones color pastel, la de los chelos, violines y jazz en cada esquina, la coqueta y sensual. ¿Checoeslovaquia? No, la República checa, o Chequia.
Si bien la República Checa es absolutamente bella, su gente se define por la melancolía, la razón, la tranquilidad y ese desapego por el protagonismo. Desde luego que no es posible caracterizar de manera tajante a ciertos grupos, y más cuando se trata de habitantes de un mismo país. Sin embargo, sí existe cierta cohesión en torno a los imaginarios, ídolos y modos de actuar. De hecho, Borges sugirió que las nacionalidades en verdad son un acto de fe. Entonces, ¿quiénes son los checos?
Las sociedades sobrevaloran o desdeñan ciertos comportamientos. La pasividad ha sido vista como un asunto de débiles irreparables e irresolutos. El mundo es para los fuertes, aquí solo sobreviven los dominantes, se dice. Los colombianos hemos sido considerados política y social-mente pasivos, por ejemplo. Pero la pasividad social no siempre es mala, por el contrario puede ser altamente benéfica; no por nada los checos reconocen su pasividad, algunos lo hacen con cierto orgullo, y en conjunto, emanan una conciencia muy clara de lo que significa ser pasivo. A decir verdad, ese carácter de los checos esconde un encanto enigmático, una enseñanza sin igual. Son la muestra viva de la importancia de la conciencia histórica, de reivindicar los valores y la coherencia, de esa fuerza inexorable que hace viables a los Estados nacionales.
La lucha pasiva.
Buena parte del actual territorio checo perteneció al Reino de Bohemia, un reinado independiente, considerado uno de los más prósperos de Europa Central y altamente atractivo para los intereses de las potencias militares de la época. En consecuencia, la historia checa está llena de invasiones e incluso de invitaciones a sometimiento voluntario. ¿Quién no quería ir por la boyante Bohemia?
Algunos casos emblemáticos incluyen las expulsiones propinadas por los checos a los delegados austriacos ante las pretensiones de estos de anexarlos al imperio, hecho que ocasionó una de las guerras más crudas de su historia: la guerra de los treinta años. La expulsión parece ser uno de los símbolos emblemáticos de lucha pasiva, los checos nunca fueron por la guerra, fueron por su dignidad. También y para no ir tan lejos, los checos vieron cómo Hitler desfilaba por las calles de una Praga teñida de un idioma impropio, asimismo los checos presenciaron una de las ofensas más crueles del siglo XX: la invasión de los tanques rusos por más de treinta años justo cuando los bohemios reinventaban el mundo. Pero, ¿Cómo es que su cultura se conserva?, ¿por qué los checos sobrevivieron a tantos asechos?
La respuesta la encontré en algún mural de algún castillo checo, en donde leí un panfleto titulado ‘los secretos de nuestra defensa nacional’. Allí era claro que su lengua, la más bella de las eslavas; elegante y frontal, fue la clave. Esta no solo ayudó a establecer una comunicación estratégica sino que generó un grado de cohesión social muy alto. El checo, considerado como una lengua menor por el propio Kafka quien escribió en alemán sus obras, fue prohibido e incluso considerado un lengua inculta. Sin embargo, este pueblo se unió en torno a su idioma, siempre lo cultivó, nunca lo dejó, era su arma de defensa, su mejor herramienta.
La aplastante grandeza.
Pero esta tierra, aunque anodina para los latinos, ostenta aportes sin iguales a la humanidad que resultan paradójicos, pues siempre se han anticipado al transcurrir histórico y el resultado ha sido desalentador. En el centro de la plaza vieja de Praga se encuentra Jan Hus, uno de los precursores más emblemáticos de la contrarreforma, quemado en la hoguera por los alemanes que tiempo después, con el nombre de Martín Lutero como representante, reconocerían algunas de sus tesis que, no sólo cambiarían el rumbo del cristianismo, sino mundo. Jan Hus, el checo, sería sacrificado por tener la razón, la iglesia católica lamentaría tan craso error.
Pero lo anterior se ha repetido. La primavera de Praga es uno de los acontecimientos más relevantes del mundo político del siglo XX. Kundera lo resalta en muchos de sus libros como el emblema del carácter checo. En la guerra fría mientras el planeta se dividía entre socialistas y capitalistas, lo checos se inventaban el sincretismo más relevante que tomaba las virtudes de cada sistema, la libertad y la igualdad: el socialismo con rostro humano. Mientras los checos construían el sueño, vendría la aplastante remetida soviética.
Los tanques rusos invadirían Praga e instaurarían el radicalismo comunista ante la impotente mirada de los checos. Jan Palach se incineraría en la plaza Wenceslao no como protesta por la entrada de los tanques rusos como algunos aún creen. Este estudiante de medicina lo haría en protesta por la pasividad checa. ¿Era la pasividad otra arma?, ¿su mejor herramienta? Años después, los rusos reconocerían la importancia de ese grandioso invento ante el fracaso soviético.
El cristal que no se rompe.
No hay mejor cristal que el de Bohemia. Este eslogan marcó gran parte del segundo milenio de nuestra era, e incluso hoy se mantiene. Lo que hace a los checos tan fuertes también se debe gracias a su pasividad tanto política como social. Esta confina esa capacidad positiva de mirar hacia adentro, de callar para conservar lo profundo, para enaltecer la cepa.
Entonces, el fin último de sobrevivir se alcanza con inteligencia. La vehemencia del pueblo checo para salir a flote en cada momento histórico difícil no necesitó de la furia colectiva o de las grandes empresas bélicas. Es claro que las armas rara vez les dio la libertad, solo fue esa conciencia colectiva, el ímpetu de las raíces y de lo construido lo que los mantuvo en firme. Su carácter denotó la capacidad de entender lo propio, de no dejarse influenciar con facilidad por lo foráneo, de entender el mundo a su manera, fueron ellos mismos, son y serán ellos mismos.
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