Por: Jimena Hurtado.
Facultad de Economía. Universidad de los Andes.
En estos días me enteré de una pelea que tuvieron, en 1922, Bergson y Einstein sobre cómo pensar el tiempo. El físico le contestó al filósofo que solo le interesaba el tiempo científico, es decir, “el tiempo medible”.
El tiempo medible y reglamentado es un invento relativamente reciente, descubrí. En el siglo XIX aparecieron las citas a horas y no según la luz del sol (al atardecer) y las zonas horarias y los trenes con horarios y los horarios laborales precisos y contabilizados. Bergson se había dedicado a analizar estos efectos sobre nuestra percepción del tiempo y, por consiguiente, del mundo y de nuestras vidas.
Se introdujo la idea de duración del tiempo. Esa duración no es medible en unidades. El pasado existe en el presente y el futuro está por escribirse. El tiempo de la vida no se percibe en unidades sino en continuos, en momentos que se envuelven, se desenvuelven y se continúan los unos a los otros.
Se habló entonces de la diferencia entre el tiempo científico y el tiempo psicológico. Se empezó a imponer el tiempo científico. El que se mide en unidades estandarizadas. Y empezamos a perder la dimensión de la eternidad y a pensar en cómo hacer rendir el tiempo. Los electrodomésticos nos liberaban tiempo para otras cosas. El reloj más preciso nos decía exactamente cuántas veces latió nuestro corazón en el último minuto.
Perdimos la dimensión de la vida; “la vida en un segundo” cuando sentimos una inmensa tristeza o una inmensa alegría que, así tenga magnitudes, no significa algo en métricas. Expresa esa sensación que no es comparable con el segundo anterior, que no implica un incremento o una caída (marginal) al estado y al segundo anterior.
Las métricas permiten precisión, comunicabilidad, una forma de rigurosidad. Pero parecen perder otras dimensiones. Ahora estamos contando infectados, muertos, recuperados y días de encierro. Hablamos sobre cómo terminar o flexibilizar este encierro usando métricas: ¿cuántos muertos o contagiados pudimos evitar? ¿Cuánto tiempo le dimos al sistema de salud para prepararse? ¿Cuántas víctimas por otras razones (violencia de género, intrafamiliar, hambre, por solo mencionar algunas) ha costado este encierro?
Comparar víctimas de este virus con aquellas de cualquier otra situación puede ignorar las circunstancias extraordinarias no solo por la aparición de una enfermedad para la que no tenemos tratamientos sino también por las decisiones que hemos tomado para enfrentarlas. Esta es una causa aún no normalizada de muerte. Porque sí, es diferente, a pesar de la tragedia y el desgarramiento común y propio de la muerte, morir por cuenta de este desconocido que de cualquier otra cosa. No solo por lo desconocido sino también por las circunstancias que acompañan estas muertes y que, además, son el resultado de nuestras decisiones.
Y, por eso, frente a las métricas yo sigo con la misma pregunta de Bergson ¿no estamos perdiendo dimensiones?
¿Cómo contar el temor? ¿La soledad? ¿El aislamiento? ¿Cómo contar que no podemos acompañar a nuestros seres queridos? ¿Cómo contar que la última voz o la última mirada que oirán o verán quienes mueren son las de un miembro del personal de salud con un traje de ciencia ficción? ¿Cómo contar el aislamiento de esos miembros del personal de salud para evitar el contagio de sus familias? ¿O de todos aquellos que están en la calle, por su trabajo o por no tener otra opción? ¿O de quienes no pudieron reunirse con sus familias y están lejos? La manera en que lo contamos requiere la voz y no la métrica.
Pero claro ¿cómo se toman decisiones con la voz y sin datos? La política basada en evidencia requiere métricas, órdenes de magnitud, comparaciones. El costo puede ser perder la excepcionalidad, lo extraordinario, insondable y a la vez maravilloso de la vida en un segundo. Y con esto yo también estoy volviendo a los análisis costo – beneficio. Me temo que nos está volviendo a pasar.