Por David Bardey
Al inicio de las campañas de vacunación, de todas partes, había una escasez de dosis de vacunas contra el virus de la Covid-19 de tal forma que el problema de los Estados era de conseguir lo más de dosis posibles para minimizar el déficit entre la demanda de los ciudadanos que querían vacunarse y el número de dosis disponibles. Con la creciente oferta de vacunas y el avance en el número de personas vacunadas, la nueva problemática que enfrentan los Estados en sus respectivas campañas de vacunación es el opuesto: ahora tienen que convencer e incentivar a las personas que aún no se han vacunado para que lo hagan y así poder controlar la pandemia. Para eso, varios países han empezado a implementar un “pase sanitario”, es decir que, solo las personas vacunadas (i.e. aquellas personas que no solo cuentan con el esquema completo de vacunación, sino que también cuentan con los días requeridos según cada vacuna para que esta los proteja) pueden ir a sitios públicos que son susceptibles de generar aglomeraciones de personas. En términos más concretos, esto implica que una persona sin el pase sanitario no puede ir al restaurante, a un concierto, ir al cine, tomar un tren o un vuelo nacional o internacional, entre otras actividades que requieren del pase sanitario para ser realizadas.
Si bien es cierto que este tipo de medidas no se podían aplicar en la primera fase de las campañas de vacunación porque eso habría implicado discriminar a personas que no habían podido vacunarse todavía mientras que querían hacerlo, la racionalidad de estas medidas en esta segunda fase es obviamente incentivar a la gente que todavía no se ha vacunado a hacerlo, y por otro lado, proteger a los ciudadanos, limitando la propagación del virus, especialmente con la presencia de algunas variantes (delta y lambda, entre otras) que han mostrado elevados niveles de contagio.
En varios países que han tomado estas decisiones, han surgido debates muy virulentos, a veces acompañados de protestas violentas, para poner en tela de juicio su legitimidad. Si bien es cierto que estas medidas implican una restricción de libertad, tienen como justificación que puede ser la forma menos grave de restringir las libertades individuales, en el sentido que, frente a nuevas olas de propagación del virus que se pueden evitar acelerando el ritmo de la vacunación para, de esta forma, acercarse de la inmunidad de rebaño; de lo contrario, no habrá más opciones que restringir la movilidad y las libertades de todos con nuevas medidas de confinamiento a las que ya hemos estado enfrentados desde un año y medio.
A mi modo de ver, las personas que se oponen con vehemencia a estas políticas de pase sanitario se parecen mucho a los conductores ebrios que niegan lo peligroso que son sus comportamientos para el resto de la sociedad. En efecto, un conductor en estado de embriaguez, no solamente pone en peligro su propia salud e integridad, sino que su ebriedad expone a todo aquel que esté manejando en las mismas rutas o a algún peatón a tener un accidente. En el caso de las vacunas, aunque la cifra exacta puede variar según la vacuna administrada y las variantes en cuestión, en promedio se considera que una persona vacunada puede contagiar doce veces menos a los demás que una persona no vacunada. Es decir que uno no se vacuna solamente para no contagiarse o no tener problemas severos de salud en caso de contraer la covid-19, sino que se vacuna para proteger a los demás, en particular a los más frágiles y vulnerables. En otras palabras, todas las personas en contacto con individuos no vacunados están expuestos a un mayor riesgo de contagiarse de la covid-19.
Para volver a nuestros conductores ebrios que revindican su derecho a manejar en estas condiciones porque solo piensan en las consecuencias del alcohol sobre su salud y no sobre el resto de la sociedad, las alternativas son pocas: o limitamos la movilidad de todos para limitar el número de accidentes causados por quienes conducen en estado de embriaguez, o restringimos el derecho de los borrachos de manejar. Para terminar con este símil, los antivacunas defienden la primera opción, es decir, limitar la libertad de todos para mantener la suya.
Económicamente hablando, las vacunas son un excelente ejemplo de decisiones que involucran externalidades positivas, es decir que si cada uno toma la decisión de vacunarse en función de un análisis costo-beneficio en el que solamente consideran aspectos personales, tendremos una cantidad insuficiente de personas vacunadas. Para muchas personas que no tienen vulnerabilidades o comorbilidades, se entiende que el beneficio de la vacuna sea limitado y no justifique su costo, lo cual en este caso se materializa por eventuales efectos secundarios. Es en este punto en el que la gente se debe concientizar de que el beneficio toca medirlo de manera colectiva y no de manera individual. Primero porque, de nuevo, la vacuna protege a los demás, en particular a las personas que tienen un sistema inmunitario más frágil, a veces tan frágil que sería peligroso para ellas vacunarse. Segundo, porque alcanzar rápidamente, a través de una campaña de vacunación, una inmunidad de rebaño es darnos mayor oportunidad de ganar esta carrera contra el virus y sus variantes. Si vamos demasiado lento para alcanzar la inmunidad de rebaño, tendremos nuevas mutaciones para las cuales las vacunas existentes hoy en día no tendrán una buena eficacia y según la inmunidad cruzada entre las diferentes variantes, nos harán volver a niveles bajos de inmunidad colectiva, lo que implicaría muchas más olas de contagios, encierros, enfermos, muertos, y desastrosos resultados para las economías del mundo, sin contar otro sin fin de consecuencias nefastas de salud pública.
Esta carrera contra las variantes del virus es un desafío colectivo, por ende, tenemos que pensar y actuar de manera colectiva para ganarla.