El telescopio

Publicado el Pablo de Narváez

Djokovic y Kyrgios: emociones en la mano

El tenis tiene la magia de jugarse con una pelota —uno de los elementos del juego por naturaleza— y con un intermediario, la raqueta. La herramienta con la que se pretende dominar la fascinante esfera amarilla, el astro rey de ese deporte. Aquel que la domina mejor, lo conquista.

En la relación mente – manos – raqueta – pelota se da una combinación particular, un fenómeno que siempre me ha interesado. No solo a nivel recreativo y aficionado, sino también, y con mayor atracción, en el alto rendimiento. Allí, las emociones adquieren otros colores, afloran en nuevas dimensiones, y son determinantes.

En esa categoría no vence el jugador que pega con mayor contundencia técnica, el que materializa su estrategia y su plan sobrepasando las del rival, el que cuya táctica arrasa las posiciones enemigas, el que le acompaña y le coquetea la suerte, sino el que además de todo ello logra convivir y controlar con más astucia e inteligencia los miedos y las presiones propios de la competencia.

Novak Djokovic, de 35 años, es el flamante campeón de Wimbledon, en Londres. Con ese galardón —el séptimo que logra en ese torneo, cuatro consecutivo— alcanzó 21 títulos de Gran Slam como se denominan los torneos ‘majors’ del tenis (son cuatro, además del Abierto de Australia, Roland Garros y el US Open). Venció 4- 6, 6- 3, 6- 4 y 7- 6 (3) al australiano Nick Kyrgios, quien participaba en su primera final de un torneo de esa característica.

El serbio, que quedó a un ‘major’ de igualar a Rafa Nadal, el más ganador de ese tipo de campeonatos, no deja de sorprender por su solidez, su virtud física, su altísima técnica especialmente con el revés y la devolución, su inconmovible concentración en los momentos fundamentales y su inteligencia emocional que traduce en estabilidad mental.

Kyrgios tiene mucho talento, aceleración en sus golpes especialmente con el drive impresionante, excelente movilidad y portentoso servicio, pero todas esas cualidades se le escurren entre los dedos de las manos cuando debe dar el gran salto por su falta de consistencia, de dominio propio y de control ante los errores y la frustraciones —que enfrentan todos los tenistas— que experimenta en medio de los partidos, especialmente en una final de Grand Slam.

El ‘bad boy’, de 27 años, ganó el el primer set con carácter y el saque. En el cuatro set, el momento de la verdad, comenzó a criticar decisiones del juez, a debatir y reprochar a sus entrenadores sentados en el box, a culparlos de sus malas decisiones y ejecuciones. Perdió el eje del enfoque en el juego, y con ello, la armonía necesaria para hacerle frente a su rival que harto sabe de esa gimnasia.

Estuvo tan cerca de acorralar a Novak como la distancia física, y tan lejos, como la distancia metafísica, que hay entre la cabeza en la que toma decisiones y las manos, que las ejecutan. Lo que vimos ayer en el All England, en vivo, fueron a dos jugadores debatirse a raquetazos. Y lo que percibimos entre telones, en las profundidades del lenguaje corporal, fue el espectáculo teatral de ver cómo, cada uno, mantenía un diálogo interior con sí mismo, con sus fantasmas, su voluntad, su espíritu.

En las emociones que yacen en el alma y permean todo el ser —los pensamientos, los sentimiento, los movimientos—, se encuentran las claves que explican cómo un jugador de tenis se convierte en un campeón que corre las fronteras de la disciplina que practica y que la recrea y la redefine. Son ferviente admirador de Rafa Nadal, sin embargo, ver a Novak jugar tenis es ver al mago que no se inmuta ante el truco imposible, al cirujano que no tiembla en el recoveco que delimita la vida y la muerte, el piloto que, aun en la tormenta y la turbulencia, conserva la calma.

Foto: @Getty Images

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