Vivir en el extranjero es vivir, inevitablemente, en un estado de comparación permanente. Es, también, vivir en dos lugares al mismo tiempo. Como colombiano, me despierto todos los días a leer noticias sobre la situación del Coronavirus, las cifras de contagiados, de fallecidos y las medidas que toma el Gobierno. Busco entre dato y dato alguna confirmación de que todo estará bien para mi familia y conocidos que viven en el país.
Como español –nacionalizado- empiezo y termino el día con un telediario y con varios repasos a los periódicos, también tragando información que pronostica que muchas cosas van mal, que otras estarán incluso peor y que, con algo de suerte, apenas alguna podría –así, en condicional- salir bien. Entre tanto, me siento afortunado de teletrabajar con buenas condiciones en un país en el que durante el último mes se ha perdido más de un millón de empleos por la crisis del tan nombrado virus.
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Desde Colombia me escriben para preguntar –preocupados o curiosos– sobre cómo es vivir entre 224 mil contagiados y sobrevivir a 23 mil muertos, si salgo a la calle o permanezco encerrado, si llevo bien la cuarentena, si hay comida para comprar, si me lavo las manos cada hora, si me desvisto en la puerta cuando regreso del supermercado, si baño a Blacky por la mañana y por la tarde después de cada salida, si estoy bien de salud, si estoy bien de ánimo. También hay quienes me preguntan qué hora es acá y me cuentan qué hora es allá.
Y entonces les contesto que salgo rara vez a la calle, que no me molesta estar “encerrado”, que llevo bien la cuarentena, que sí hay comida comprada y para comprar, que me lavo las manos varias veces al día, que no me desvisto en la puerta aunque me quito los zapatos, que no baño a Blacky hace un mes, que estoy igual de ánimo que todos los días, que estoy bien de salud (menos por algún golpe sin curar recibido en un partido, antes de que suspendieran la liga de fútbol donde juego) y que acá son las 11 de la noche, que ya me voy a dormir y que gracias por recordarme que allá son las 5 de la tarde y todavía es de día.
Yo, en cambio, con una pregunta les suelo preguntar todo: que cómo están. A mi abuela es a la única que le pregunto, además, que si ya tomó tinto y que si durmió anoche. Y los amigos y familiares me cuentan que están encerrados pero contentos, que teletrabajando se trabaja más pero que están contentos, que se frustró un viaje a Estados Unidos para estudiar inglés pero que están contentos, que el trabajo está malo pero que Dios proveerá y que están contentos, que la empresa les canceló el contrato y ahora venden almuerzos a domicilio para pagar los gastos pero que están contentos, que no se sabe hasta cuándo podrán salir pero que esperarán contentos y que “Coronavirus que no mata, engorda”.
Leo lo que me cuentan y lo que les cuento y me da la impresión de estar hablando de cosas diferentes. O, por lo menos, de hablar de la misma pandemia pero de crisis distintas. Y es que parece que lo son. No solo por las cifras escalofriantes de positivos y muertos en España (223 mil y 23 mil) comparadas con las de Colombia (5 mil y 233) sino por la forma de afrontarlas. Tal vez es que los colombianos nos acostumbramos a vivir de crisis en crisis, a reír por no llorar y si hace falta a escupir en el vaso para verlo más lleno que vacío. Una de nuestras fortalezas, si es que se puede considerar así, es andar jodidos pero contentos. Y en momentos como éste, cuando el mundo entero está jodido, alivia saber que nosotros tratamos de permanecer contentos.
PD. En este espacio suelo escribir sobre deporte y confío en hacerlo cuando el deporte vuelva a ser lo menos importante entre las cosas importantes. Hoy se trata de pensar en los que la están pasando mal. A ellos mi solidaridad y respeto.
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