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¿Por qué nos hacemos hinchas?

No elegí ser hincha de ningún equipo. Nadie me dio a escoger entre este o aquel ni me explicó –en ese entonces, cuando me hice hincha- que el rojo había sido el primer campeón (y lo sería por siempre), que el azul era el que más estrellas tenía o que el verde era el único con un trofeo internacional. No. Nadie me dijo nada.

En mi casa no se hablaba de fútbol y el televisor, cuando por fin llegó, solo se encendía para ver la telenovela ‘Café, con aroma de mujer’. Supongo que eso influyó en que me gustara primero el café de la mañana y los culebrones antes que el fútbol. Ya sabrán de qué época les estoy hablando. Por entonces, la vida no sucedía en una pantalla sino en la calle. Con los chicos de la cuadra armábamos partidillos con cualquier cosa que rodara a las patadas: una pelota pinchada o un tarro de plástico relleno de papel.

El fútbol que jugábamos –si se podía llamar fútbol- nos parecía de lo más divertido. Entre semana, los arcos los armábamos en el andén, entre un poste de la luz y la fachada de una casa, para evitar el tráfico de los carros. Los sábados y domingos, en cambio, poníamos dos piedras en la mitad de la calle. En aquella época ya se usaba el concepto de falso portero: eso significa que el gordito siempre se ponía. Sabíamos que no paraba ni una pelota, pero la traía cuando se iba a la otra calle. O la sacaba de debajo de los carros. Su función menos importante era la de arquero. ¡Falso portero!

Todo era perfecto. Ganar o perder daba igual y el resultado se olvidaba rápido. Insisto, todo era perfecto. Lo fue hasta ese domingo en la tarde cuando encendí la televisión y no estaba cantando ni llorando Margarita Rosa en la telenovela. Lo que describí fue la transmisión de un partido del fútbol colombiano. Y descubrí que nuestro fútbol no era el fútbol de verdad, y que había personas que se dedicaban a ello, y que jugaban mejor que nosotros y también que se divertían menos porque aquello parecía ser un asunto muy serio.

Esa tarde, por la televisión, conocí el fútbol en canchas de césped con líneas blancas perfectamente rectas y marcadas, y con arcos grandísimos y redes extendidas, con balón, con árbitro, con tribunas y con hinchas. Sobre todo por los hinchas supe que ese fútbol era algo serio. También fue la primera vez que vi a un portero de verdad. Y además, un portero como ningún otro: salía de su arco y gambeteaba y hacia paredes, y se tomaba su tiempo para pasar el balón. Coqueteaba con el riesgo. Su locura era un espectáculo.

En el otro equipo, en cambio, me llamó la atención una melena rubia que se movía con elegancia y rapidez entre la mitad del campo y el área rival. Un número 7 que parecía 10 y 11 a la vez, y que no tenía aspecto de ser de estos lados. La suerte quiso que el primer gol que vi en mi vida fuera de él, frente a ese portero loco, y para completar, de media chilena que por entonces me pareció chilena completa.

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Esa tarde, frente a ese televisor que antes solo me había mostrado a Margarita Rosa, conocí el fútbol de verdad y, al mismo tiempo, cometí el mayor sacrilegio posible para alguien que se considere hincha. Fue, para tratar de excusarme, un acto producido por la inocencia más pura de un niño que nunca antes había visto lo que vio. Sí señor@s, ese domingo, esa tarde, frente a ese televisor me hice hincha de los dos equipos.

Los espero en @ivagut

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