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Lo que guarda la camiseta de Colombia

Vivir en un país ajeno es pasar días en estado de melancolía. Es caminar por calles que no conducen a ningún recuerdo, visitar lugares donde no ocurrió nuestro pasado o comer un plato sin el sabor a la infancia. Ser extranjero puede convertirse en una de las tantas formas que tiene la soledad. Tal vez por eso cada uno se aferra a lo que puede para estar lejos y sentirse cerca.

Los futboleros, por ejemplo, tiran de camiseta. Hay quienes añoran la comida y necesitan recordar el sabor de una empanada –así sea sin ají- o de un calentado del día siguiente, pero los futboleros no: ellos combaten la melancolía con un arma que al mismo tiempo es uniforme, símbolo, tradición e identidad: la camiseta de su selección.

Si los embajadores de los países tuvieran que ir uniformados, sin duda sería con la camiseta de cada selección. O los presidentes. Imaginen una cumbre en las Naciones Unidas con los mandatarios luciendo las camisetas de sus selecciones. No sé ustedes, pero me gustaría creer que vistiendo los colores patrios recordarían más fácil hacia dónde deben apuntar sus intereses.

¡Esperen! Ahora que lo pienso mejor, no sé si es buena idea ver la misma camiseta que parece esculpida para el cuerpo de un futbolista cubriendo también las figuras sinuosas de los mandatarios.

Cuando un colombiano se pone la camiseta de la Selección en el exterior se pone mucho más que un tejido hecho con poliéster reciclado. Se viste, también, con el recuerdo  de la primera camiseta que le regalaron, el primer partido que vio, el sufrimiento de alguna eliminatoria fallida, la locura de algún Mundial al que asistió o la imagen de su ídolo vestido de amarillo. La camiseta es, en esencia, una prenda para guardar sentimientos del pasado.

En mi caso, mi camiseta conserva intacta la primera sensación de angustia que padecí por la Selección. Jugaban Colombia y Paraguay, en Barranquilla. Empezaba la Eliminatoria para el Mundial de Francia 1998. Era 24 de abril de 1996. Por ese entonces, los paraguayos vivían de las atajadas y las polémicas del portero José Luis Chilavert. Esa noche me senté frente al televisor para apoyar a Colombia, pero sobre todo para hacer fuerza por la derrota de Chilavert.

Fueron 53 minutos de espera con el cuerpo tensionado. Estaba de pie a menos de un metro del viejo televisor. Apenas recuerdo la jugada desde que el balón sale, en la mitad de la cancha, de la pierna derecha del ‘Chicho’ Serna. Recuerdo también cómo el ‘Pibe’ Valderrama recibe la pelota y con apenas un toque la deja lista, casi dormida, para pasársela al ‘Tino’ Asprilla, quien le hace un pasillo sin tocarla, mientras acomodaba su cuerpo, fuera del área, para rematar.

Luego vino un amague de disparo que engañó al defensa, a Chilavert, al estadio y a mí mismo para, finalmente, soltar un derechazo potente que viajó hasta el ángulo y dejó al portero en el suelo, impotente tras su intento frustrado. Victoria 1-0. Desde entonces, el ‘Tino’ se convirtió en mi jugador preferido. Ponerme la camiseta era pertenecer a su mismo equipo, compartir la misma causa, defender los mismos colores. Era como si los dos jugáramos el mismo partido: yo desde afuera y él metido en el televisor. Sus goles eran mis festejos y sus festejos eran, para mí, como un gol más.

Antes de sentarme a escribir estas líneas veo a alguien a través de la ventana del metro de Madrid. Camina por la Estación de Atocha -una de las más concurridas de la ciudad- y debajo de su chaqueta abierta lleva la camiseta de la Selección. Camina orgulloso, como si supiera que carga con un pedazo de país, de mi país. Como si supiera que lo sigo con la mirada.

Lo veo pasar y se me escapa una sonrisa de melancolía: Valderrama le pasa la pelota al ‘Tino’…

En Twitter: @ivagut

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