Conozco un periodista que tiene especial debilidad por contratar practicantes bonitas. Más que el aporte laboral que las susodichas puedan hacer, sus esperanzas se depositan en que alguna de ellas se fije en él. Es casado y con hijos. Pero no por eso pongo en duda la capacidad profesional del periodista en cuestión. Al contrario, es de los mejores que conozco en su ramo: anda bien informado, ha cultivado buenas fuentes, tiene credibilidad, domina el formato del medio para el que trabaja y es una autoridad en la materia.
Hay otro colega que es incapaz de controlarse cuando bebe alcohol. Lo han encontrado dormido y vomitado en los baños del propio trabajo –lavado de cara, café y acá no ha pasado nada-. Cuando está lúcido su saber hacer y talento son indiscutibles.
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También sé de uno que ha protagonizado episodios de violencia doméstica; otro que ha desatendido por completo la crianza de sus hijos; alguno que despilfarra –o despilfarraba, porque con esto de la pandemia ya no sé- el salario de prostíbulo en prostíbulo. Podría hablar de un triángulo amoroso entre periodistas (uno de ellos casado) que cubrían la misma fuente o de cómo se volvió una práctica habitual en el gremio legalizar gastos con facturas falsas en los viajes a cubrimientos especiales. Historias no faltan.
Todo lo que menciono es real e involucra a periodistas reconocidos.
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Hace casi un mes que ocurrió el incidente del futbolista de Millonarios Fredy Guarín. Desde entonces, he visto el video que circula sobre lo sucedido, leído decenas de hipótesis (¿chismes?) de los periodistas interesados en el tema y, como si no fuera suficiente, ahora toca la especulación sobre si sonríe o está triste. “Vuelve a sonreír”, “Reaparece sonriendo”, “Guarín sonríe otra vez”, titulan los medios.
A Guarín lo conocí como futbolista. Lo habré entrevistado –hecho un par de preguntas- alguna vez luego de un partido con la Selección Colombia. No sé nada sobre él más allá de su carrera deportiva. Y no me interesa saber más. Es una figura pública por jugar fútbol y bajo esa consideración se debe manejar su información.
Los periodistas estamos muriendo en una guerra que nosotros mismos empezamos: la del clic. Si fuéramos profesionales del oficio no publicaríamos a destajo la vida privada de los personajes como Guarín. Si fuéramos éticos no escribiríamos chismes haciéndolos pasar por información y si estuviéramos a la altura de nuestro oficio recordaríamos que un hecho es noticia si tiene relevancia y es pertinente para el conocimiento público.
La relevancia y pertinencia de lo que pasó con el futbolista en su casa es la misma que tendría hoy si digo el nombre del periodista que contrata solo practicantes lindas, del que bebe sin control, del que se agarra con la mujer, del cliente frecuente de los burdeles, de los del triángulo amoroso o de los de las cuentas alegres con los viáticos. Eso, más allá de durar lo que dura una tendencia en Twitter, carece de valor noticioso. No me incumbe y jamás pensaría en volverlo chisme. Todos tenemos espantos en la espalda. Se trata de la vida privada.
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Se ha popularizado en los medios la figura de una persona que no tiene idea de periodismo pero cada mañana, previa revisión de las tendencias en redes sociales, dice y ordena los temas que se deben tratar durante la jornada. Es un círculo vicioso en el que, por ejemplo, cayó el caso de Fredy Guarín, y ahora a este lado no pueden parar de publicar versiones porque al otro hay alguien que no puede parar de buscar chismes.
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Un chef que estudió y trabajó durante años en suculentas cocinas se decidió por fin a abrir su propio restaurante. Como el negocio no empezó según esperaba entonces contrató a alguien para que lo asesorara. Siguió las instrucciones de un experto que jamás en su vida había hervido un agua. El resultado: la clientela se acostumbró a comer mierda y el chef, a prepararla.
Ese mismo menú se prepara y se sirve hoy en el periodismo.
Nos leemos en @ivagut