Yo veo

Publicado el Diego Leandro Marín Ossa

El beso, un cuento de Juan Carlos Londoño Grueso

El beso

Lo dijeron los medios.  Cundió el pánico. Nadie daba cuenta siquiera de la muestra. Los primeros días, la gente optó por seguir las recomendaciones del ministro de la salud pública que, en la alocución televisada por todos los canales a la hora del almuerzo, dejó planteados los protocolos para la conservación de la vida. Es un asunto de vida o muerte, cada cual deberá hacerse responsable de las consecuencias de sus propias decisiones, dijo de manera tajante, con un dejo de miedo en la voz, como si presintiera que todo lo que decía, hacía parte de un mal libreto que tenía que recitar, para darle gusto al presidente y los ciudadanos. Terminó y entró en un silencio casi sepulcral, para utilizar una frase de cajón, de esas que usan los escritores para describir lo indescriptible. Cuando salió de la sala de conferencias del palacio de la presidencia, el presidente lo felicitó con un apretón de manos y una sonrisa a flor de labios, de esas a la que nos había acostumbrado desde su última alocución, cuando empezó todo esto. Lo saludó y se fue cabizbajo, casi arrastrando los pies, con un sonido que se ampliaba en la inmensidad de los salones del caserón. Fue la última vez que lo vimos.

Las primeras víctimas habían caído como moscas, en los paraderos de bus, en las cafeterías, en los salones de belleza, en los colegios, en las aceras, por toda parte se veían derrumbar, sin chistar, así, lentamente, hombres, mujeres, niños, jóvenes, viejos. Macabro, esa es la palabra. Un profundo silencio se los iba llevando. Es el beso del ángel, dijo un viejo, que veía las noticias. La idea se regó por todos lados. La ciudad no pudo dormir con tranquilidad desde aquel día.

Los días pasaron. Todos estábamos poseídos por la idea de ser besados por aquel ángel que tenía por misión, adentrarnos en los brazos de la muerte. Un ángel besador, dijo el capo, mientras soltaba una carcajada que estremeció los cimientos de su mansión. Siempre había sido escéptico, en cosas mundanas y en cosas sagradas, así que la idea de un ángel capaz de matar a todo el que se le atravesase, sólo le servía para mofarse y pensar en la facilidad con que la gente se dejaba llevar por predicciones de pitonisas y agoreros, como si eso fuera así de simple. Escuchó con paciencia a sus hombres, dándoles la importancia que consideraba apropiada, pues siempre los vio como hombres simples, incapaces de hacer algo por cuenta propia, así que se dejó llevar por los diretes un tanto exagerados que le estaban contando. Hubo un dato que le llamó la atención, quizás la mejor información que le estaban proporcionando. Los pañuelos se habían acabado. No existía ni uno. Los anuncios oficiales habían provocado una situación de pánico tan alta, que las reservas de pañuelos se habían agotado en los estantes de los supermercados, las farmacias y los almacenes de textiles. Incluso la tela para confeccionarlos había desaparecido como por arte de magia. Miró a sus hombres. Pensó un instante y les dijo lo que suponía ser el negocio redondo.

Los empresarios textileros, así como los comerciantes, en especial el gerente general de la federación de algodoneros y laneros, acudieron a palacio, según la cita concertada con la secretaria privada del presidente de la república. Estaban angustiados, la quiebra era inminente, si se tiene en cuenta que no había un solo gramo de lana o de algodón para producir un mísero pañuelo. Hacía cosa de dos meses que fueron notando que las reservas como las existencias, se iban agotando, pero lo más preocupante, y así se lo hizo saber el gerente general al presidente, es que no existía ni un depósito con algodón o lana, en todo el país. Es imposible, dijo el mandatario, con la frialdad de siempre, mientras el ministro de agricultura tomaba nota y se secaba la frente con insistencia. Así como lo oye, excelencia, estamos al borde de una crisis de pánico. En algún lugar debe haber una caleta, una bodega, un guardado, pero no puede desaparecer un producto tan notorio, así, a los ojos de la gente. Ciertamente, señor ministro, dijo el presidente de la asociación nacional de textileros,  pero usted mismo tuvo noticias de eso y no prestó atención. Es verdad lo que él dice, señor ministro. Verá, excelencia, son tantas cosas por atender, que supuse que era una de esas exageraciones que a veces se inventan ciertos empresarios. Está usted insinuando que somos mentirosos,  sobretodo en un momento tan difícil como este, por el cual está pasando la patria. No he dicho tal cosa, sólo dije exagerados.

Lo cierto del caso, prosiguió el de los textileros mirando de reojo al ministro, es que por alguna extraña razón, en medio de este absurdo beso angelical de la muerte, en el país vecino la producción de pañuelos, pañales, dulce abrigos y demás, ha aumentado en términos exponenciales, a tal punto que se disparó el contrabando, sobretodo en la frontera occidental, donde la misma policía nuestra, por unos pesos, permite el paso de toneladas, a pie, a caballo, a lomo de mula, en camiones y, hasta en buses, de lo que nosotros deberíamos estar produciendo, señor presidente. Eso es grave. Gravísimo, le interrumpió el gerente de algodoneros. Tanto así que hemos venido a decirle que necesitamos de su apoyo, y usted sabe cómo lo hemos ayudado en los momentos que más lo ha necesitado. Tiene razón, algo hay que hacer. Y diciendo esto, el presidente se despidió de sus visitantes, que salían con la impresión que la cosa no iba a mejorar, conociendo la actitud tranquila y sosegada del primer mandatario, en especial en momentos de crisis, como ocurría en los tiempos de las vacas flacas.

El negocio había dado los frutos esperados. El capo tenía el control, no sólo del contrabando, sino de toda la comercialización y la producción de pañuelos y demás artículos para la protección del beso angelical, que se le ocurrió, en medio de la algaraza de sus hombres, provocada por el anuncio del gobierno de cerrar fronteras, con el envío de los infantes de la marina y la fuerza aérea, y el apoyo de los satélites prestados por el departamento de estado, que muy gentilmente había aceptado ayudar al presidente, por sus servicios incondicionales para la lucha contra el terrorismo internacional. No entiendo su alarma, señores, dijo el capo, mientras sorbía la malteada de chocolate y fresa que tanto le gustaba. Es la mejor de las noticias que me han podido dar. Cómo así, señor, osó preguntar uno de sus hombres, confundido un poco por la actitud tranquila del capo, que seguía relamiéndose su malteada. Es muy simple, dijo el hombre, mientras se acomodaba en su silla reclinable. Estamos comprando y vendiendo pañuelos y demás, como nunca, tenemos el control del mercado, y eso significa que estamos en condiciones de negociar con quienquiera, esto es genial. Sus hombres se miraban entre aturdidos, abrumados y asustados. Ya verán cómo las cosas mejoran.

El beso del ángel de la muerte se había instalado tan rápido entre la gente, las normas de prevención y aislamiento, para los casos más críticos, no habían sido lo suficientemente efectivas, por lo que la población se debatía en la zozobra de salir a la calle y conseguir los alimentos en las tiendas cercanas, en donde, de seguro, se iban a contagiar o dejarse morir de hambre en sus casas, que resultaba el lugar más seguro para todos. Una mujer, con arrestos de heroína, salió a la calle y empezó a gritar a voz en cuello. Es el gobierno quien debe resolver esto, nosotros tenemos que exigirles, no podemos quedarnos encerrados, cuando la salvación está en manos del ministerio de la salud pública, y es nuestro derecho. La gente, con sigilo o con valentía, pero poco a poco, empezó a mostrar su cara, siguiendo la invitación de la mujer, que fue seguida por otras mujeres y sus niños, todos cubriéndose con pedazos de trapo, que se veían sucios, quizás por el trajín de esos días de encierro. La policía, que se encontraba apostada en las esquinas, con sus uniformes de seguridad, armada con las carabinas y gases lacrimógenos, esperaba la orden para actuar. Vieron pasar a los mugrientos ciudadanos, encabezados por la mujer, rumbo a palacio. Parecía como si estuvieran de acuerdo con la iniciativa de la gente, que salía a enfrentar a la muerte, en busca de una respuesta por parte del ministerio.

Los empresarios llamaron con urgencia al presidente. La respuesta no se hizo esperar. Estamos trabajando en eso, señores, no hay de qué preocuparse, dijo el presidente con su voz reposada. Ya hemos empezado negociaciones con unos distinguidos comerciantes, quienes han coincidido con el espíritu patriótico de nuestro gobierno, y han puesto a disposición toda su ayuda para resolver el problema de la falta de pañuelos y demás artículos de salud. El gerente general, quizás impulsado por su veteranía y un tanto escandalizado, dijo tembloroso. Está usted loco, excelencia, acaso no sabe que esto es jugar con fuego. No es locura, mi respetado gerente, todo lo contrario, es una estrategia gubernamental, que encierra un profundo sentimiento de patria. No puedo creerlo, se dijo en voz alta el presidente de los textileros. En esto, señores, hay que buscar el beneficio de todos, no de unos cuantos, le respondió el presidente, siguiendo con su actitud impávida. Los hombres se retiraron indignados. El presidente los vio salir, mientras tomaba el teléfono.

Había sido infructuoso, la mayoría de los que osaron salir a la calle a manifestarse quedaron tendidos y regados por el suelo, unos por el beso del ángel de la muerte y otros, por las balas y los gases que la policía había disparado en el momento en que se habían concentrado frente a la plaza de armas. Los que sobrevivieron regresaron espantados, en medio de los gritos, los lamentos y las bocinas, que se juntaron, formando un estropicio quizás peor que lo que estaba sucediendo. El ministro de defensa había dado la orden de abrir fuego a discreción, cuando se viera a los manifestantes aproximarse a la sede de gobierno.

El capo estaba viendo las noticias. La información era clara. Los empresarios textileros, los algodoneros y los laneros habían solicitado al gobierno mano dura al contrabando, a lo que el presidente, en su alocución del medio día respondió con una de sus frases célebres. El gobierno nacional está a disposición de los más elevados valores patrióticos, y en ese sentido, responderá con la fuerza pública en la lucha contra aquellos que quieren conducir a la nación a la catástrofe en estos tiempos de apocalipsis. El capo pensó un momento, quiso comprender el intrincado lenguaje del presidente. Respiró profundo, tomó el teléfono, marcó, esperó y dijo, Presidente.

La gente se despertó, en medio de su encierro, cuando los altavoces de los carros de la policía vociferaban que el gobierno había destinado recursos para que la población adquiriera la cantidad de pañuelos que quisiera, a costos irrisorios, mientras los noticieros de la mañana informaban sobre las bondades de la administración nacional, así como el gesto patriótico de algunos comerciantes, que se habían solidarizado, y en un acto de humanitarismo, entregaba cientos de toneladas de pañuelos y demás artículos de salud, a través de un convenio a término indefinido, firmado entre las partes. Todos fueron saliendo, lentamente, mientras veían caer los cuerpos de los que eran besados por la muerte.

El presidente colgó  y miró por la ventana el nuevo amanecer.

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Este relato ha sido publicado con la autorización de su autor.

Sobre el autor y su obra:

Juan Carlos Londoño Grueso nació en Pereira, capital del departamento de Risaralda en 1969, estudió en el Colegio Oficial Juvenal Cano Moreno, es Licenciado en Ciencias Sociales y Maestrante en Investigación en Historia de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Tecnológica de Pereira, es docente de Ciencias Sociales y Filosofía en la Institución educativa INEM Felipe Pérez, fue docente de la Universidad Católica Popular de Risaralda y de la Universidad Tecnológica de Pereira, fue actor y dramaturgo en la Asociación Teatro Nueva Escena, director y dramaturgo de Momo Teatro de Pereira y de Kronopio Teatro, y Cofundador y miembro de Asociación Punto de las Artes Escénicas, en este momento es profesor teatral y dramaturgo en la Academia Vueltacanela de Pereira.

Ha sido dramaturgo y director de las obras La Calle Mocha, salsipuedes (1994), Los Viajantes del Olvido (1995, premio a mejor puesta en escena), Travesía hacia el insomnio (1996, mejor puesta en escena y premio nacional de teatro intercolegiado en Manizales), Los Peregrinajes (1997, premio nacional de dramaturgia intercolegiado  en Manizales),  Presagio de Muerte (1997), Juegos Violentos (1998), Las soledades de Manuela (1998), Tríptico de Amor y de Muerte (1999), Las Mil y Una Muerte del Siete Colores (2002), El Paseo de Federico (2000), Pereira, cruce de caminos (2005), Un Canto a Colombia (2010), entre otras.

Y actor en las obras Venticatorcemil sonrisas (Teatro Horizonte, dirección Aparicio Posada. 1984), Por estos santos latifundios (Teatro Máscaras, dirección Francisco González, 1985), La agonía del difunto (Teatro Máscaras, dirección Héctor Cordero, 1986), América Triétnica (Teatro Nueva Escena, dirección Gustavo Rivera, 1993), Los Otros (Teatro Nueva Escena, dirección Gustavo Rivera, 1993), La Joven Casadera (Teatro Nueva Escena, dirección Gustavo Rivera, 1995), Presagio de Muerte (Teatro Nueva Escena, dirección Gustavo Rivera, 1997), El Paseo de Federico (2000).

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