Chigualo
Chigualo

 

A la vida libre que vivió mi hermano Fabio, en mis recuerdos siempre.

La muerte, ese enigma inexorable, forma parte de todas las culturas y pueblos de la humanidad; de diferentes maneras se conmemora la vida de alguien que nos ha precedido en ese destino al que nadie puede rehuir. En el Pacífico colombiano se comparte unos rituales especiales, fruto del sincretismo que ha dado lugar luego de más de 500 años de compartir, pacifica o violentamente, los indígenas originarios, los europeos invasores y los africanos obligados a una diáspora no querida.

Tendría yo 13 años, cuando nos sorprendieron unos cantos en Barbacoas, desayunábamos profusamente con mis hermanos en un típico restaurante de la vieja ciudad, de repente la gente se volcó a la calle para ver una especie de procesión: unos 10 niños sostenían unas cintas blancas y azules que salían de una garrocha, tras de ellos, un ataúd blanco, señal inequívoca de que el muerto era un niño y, tras del féretro, unas hermosas mujeres negras entonaban unos cantos que parecían todo, menos cantos de réquiem a los que estábamos acostumbrados en la sierra. Entonces mi hermano, que ejercía las funciones de Juez en el bello puerto sobre el Telembí, nos manifestó que se trataba del entierro de un niño, que allá se celebraba como una fiesta y que esos cantos rememoraban la historia de sus ancestros negros traídos del África. Fue así como por primera vez y, sin saberlo, asistía también yo a un chigualo.

Angelito de mi vida

Yo seré tu centinela

Ay,  a, e

Angelito p’al cielo se va

Danos una pluma de tus alas

Para poderte seguir

Ay,  a, e

Angelito p’al cielo se va

P’a cuando vaya allá

Tu padrino y tu madrina

Ay,  a

Angelito p’al cielo se va

El chigualo es el ritual funerario que se celebra por un niño de hasta siete años de edad; se cree que ese espíritu se vuelve un ángel protector para la familia, por eso su muerte se celebra con alegría antes que con tristeza, es una fiesta en donde a la mamá no le está permitido llorar, en razón a esa protección que ha ganado en el más allá, además, porque se cree que esas lagrimas empantanan el camino que ha de llevar al niño al cielo. Las estrofas que acabamos de leer líneas arriba, corresponden al arrullo entonado en un chigualo en San Luis Robles de Tumaco,  se entona cuando se acompaña el velorio del angelito, como también se le llama en la región. Ahí se celebra la inocencia del niño, por eso mientras las mujeres cantan, los niños juegan frente al niño muerto, las tonadas se acompañan con aplausos y saltos, además se come y se bebe para celebrar esa inocencia que se vuelve protectora para los más allegados. La marimba, los cununos macho y hembra, los bombos y el guasá, son los instrumentos que acompañan obligatoriamente a este hermoso ritual.

Más recientemente, algo que me llamó tremendamente la atención, es que cuando se viaja por el territorio del Pacífico nariñense, los cementerio de negros y de indígenas Awá están a la orilla de los caminos, regados a lado y lado, como queriendo dejar una constancia de la muerte sobre el camino de la vida, representando ese alto que tarde o temprano a todos nos llegará; son construcciones sencillas, generalmente en ladrillo y cemento. También se demuestra ahí la barbarie que ha hecho asiento en épocas de miedo en el hermoso territorio donde a veces el nombre es una parodia, ya que la guerra del narcotráfico, el enfrentamiento entre paramilitares y guerrilleros, la presencia de bandas criminales, han dejado ahí sembrado el testimonio del horror que ha dejado cientos de viudas, huérfanos, madres y padres abandonados y en donde la muerte se movió a su antojo, como el viento trágico al zumbido de las balas cegadoras de vida y de esperanzas. El moderno grupo musical tumaqueño Plu con Pla, retomando la tradición, al respecto nos dice en su canción No más velorios, que con profundo sentido entonan:

Nosotros lo trabajamos, era nuestro territorio

Ahí se lo dejamos, no queremos más velorio

Ahí se lo dejamos

No queremos más velorios,

No queremos más muertos,

No queremos más velorios,

No queremos más muertos,

No queremos más velorios,

No queremos más entierros,

No queremos más velorios,

Déjenos vivir tranquilos,

No queremos más velorios,

En nuestro río, nuestro mar,

No queremos más velorios,

Déjenos vivir en paz

De Tumaco, camino a la sierra, en muchas ocasiones nos encontramos con varios entierros, la mayoría de jóvenes que cayeron víctimas de una guerra que no les pertenece, pero que se ha asentado en el territorio y ha hecho de ese lugar su fortín; son largas procesiones, todos vestidos de negro, precedidos por alguien que porta una foto del difunto, seguido del féretro, cargado con seguridad por sus más allegados, atrás se entonan cantos y se bebe aguardiente, como un último tributo a quien pronto se dejará en esos camposantos. También en territorio Awá, lo común es que se vele a sus muertos en la carretera cuando estos han sido asesinados, como una señal de protesta frente a la ausencia de políticas claras respecto a la seguridad que se debe brindar a los líderes sociales que caen como naipes en el actual gobierno; parece que ahí predomina el ritual católico, las cruces y las imágenes sagradas así lo atestiguan, hay profusión de chapil, aguardiente casero que se destila en los resguardos, el cual se reparte a diestra y siniestra para purgar las penas.

Los rituales negros del Pacífico colombiano viven y se alimentan con la tradición oral, ahí se recoge la historia de sus ancestros que vivieron libres en el África, ahí pervive la dolorosa narración de cómo fueron atrapados y luego enviados a América para ser esclavizados, ahí las luchas de resistencia para fundar las repúblicas cimarronas, ahí todos sus mitos y tradiciones, incluidas las de la muerte, que persisten pese a toda la modernidad impuesta y sobrepuesta en este siglo XXI.

Lo inexorable llegó a la familia de un gran amigo de ese Pacífico nariñense, donde la gente es buena, laboriosa y que cuando acoge, nos vuelve uno más de la familia. La muerte de su ser querido era tan diferente a como yo había enterrado a los míos; en la sierra todo es más artificioso, si se quiere, más pegado al ritual católico, donde se deben tomar imposturas para disimular el duelo que se lleva por dentro. El cuerpo se acomodó en medio de flores y velas, de repente las plañideras empiezan a entonar los alabaos, cantos fúnebres a capela en donde se invocan santos y vírgenes católicos, pero tras de ellos se percibe a los dioses tutelares que debieron ocultarse tras de estatuas y pinturas supuestamente cristianas, disfrazar sus nombres con los del santoral católico, pero en el aire se percibe a Changó y a todas las deidades que vinieron del África y que han hecho de éste también su espacio espiritual. Los cantos son responsoriales, se ubican en dos filas al lado y lado del féretro y mientras unos cantan unos versos, los otros responden con otros. En el aire, pese a la supuesta alegría que es propia de estos cantos, está la nostalgia y la tristeza por la muerte de un ser querido, por eso se exaltan sus virtudes y sus cualidades, en los cantos se deja testimonio religioso de la muerte y de la vida, es la esperanza de que ese espíritu volverá al paraíso donde reposará por toda la eternidad:

El romero estaba seco

Lo seco se enverdeció

Jesucristo estaba muerto

De muerto resucitó

Ya lo bajan de la cruz

A Jesús después de muerto

Se lo entregan a su madre

En una sábana envuelto

Vete, vete, palomita

Vete, vete, a tu morada

Que ya murió el que tenía

La luz que nos alumbraba

Estos alabaos, como hemos dicho, son cantos fúnebres entonados durante la velación y en el último día del novenario, son quizá la mayor expresión del sincretismo dado en América, ya que ahí los negros hacen un canto dialogado que permite alabar a Dios y a los santos, una mezcla de cantos gregorianos y romances que perviven del coplerío español, que mezclados con los instrumentos africanos, interpretados con el sentimiento que alimenta el espíritu negro, terminaron por decantar en esas bellas y dolidas composiciones que se vierten por todo el Pacífico colombiano.

Por el rayo de la luna

Cuando un negro agonizaba

Yo vire bajar a María

Porque al difunto esperaba”

“Negro era el ataúl

Negro quienes lo llevaban

Negro era cera y pabilo

Negro la pavesa y llama”

“Por el rayo de la luna

Un negro al cielo subía

Porque rezaba el rosario

Y también el Ave María

La muerte se celebra como la vida en el Pacífico nariñense, por eso las manifestaciones de dolor son diferentes a las de la sierra; ahí las bebidas alcohólicas permiten entrar en un trance, casi de euforia, para acompañar al difunto en su paso al más allá, además, se acompaña el cuerpo del fallecido con juegos, en horas de la noche se acomoda el recinto y en una mesa se disponen el naipe, el dominó o el parqués, una metáfora que permite ver la vida como un juego.

Se celebraba el primer año de muerta de la madre de una gran amiga tumaqueña, invitándome a que la acompañara a lo que denominan Cabo de año; los deudos visitan la tumba, la limpian, la arreglan y la llenan de flores, le hablan, le cuentan las buenas nuevas, y las malas también, de lo que ha sucedido en ese año; posteriormente nos dirigimos al lugar de habitación y ahí nos brindaron bebidas y alimentos en abundancia, girando el diálogo siempre en recuerdo de la madre fallecida.

La muerte, lo inexorable, cantada y exaltada en el Pacífico nariñense, como parte esencial de la vida para que exista cambio y retoño nuevo; sus alabaos y sus rituales, hoy los hago míos, para purgar mi dolor en esta ausencia fraterna que parece irremplazable; evoco mares y ríos, caminos y esteros, esos que se volvieron también el paraíso de ese hermano, con el que convivimos de niños en Barbacoas y en donde hicimos del Telembí el ritual de un nuevo bautismo; ese niño que está acompañado por los hermosos cantos, es también mi hermano, vuelto viento, vuelto Pacífico.

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