“Todo fascismo acaba en matar, en querer matar

aquello que no quiere reconocer”.

María Zambrano.

En uno de sus ensayos sobre crítica cultural, recuerda Theodor Adorno un episodio del nazismo donde el portavoz de la Cámara Cultural del Reich hitleriana sostuvo que: “cuando oigo la palabra cultura, quito el seguro de mi revólver”. Este episodio tuvo su análogo en España en el famoso encuentro en la Universidad de Salamanca entre el fascista Millan Astray y el escritor Miguel de Unamuno, cuando el primero gritó “viva la muerte, muera la inteligencia”. Ambos solo reflejan la profunda aversión del fascismo contra la cultura y la inteligencia.

Si la cultura es formación, bildung, y cultivo del espíritu, y si tiene que ver también con el respeto por ciertos valores, ideas, principios que enaltecen al ser humano; y, si, por otro lado, la inteligencia como dispositivo implica una capacidad para dar respuesta a los retos que el mundo y el ambiente imponen, entonces, ambos aparecen como enemigos del fascismo. Cultura e inteligencia tienen que ver con trascendencia, con apertura, son dos aspectos que trascienden las formaciones sedimentadas, cristalizadas, lo dado; son aspectos enemigos de la coagulación y marmolización del espíritu. Ambos se ponen en una relación compleja frente a las realidades y, de hecho, contra las ideas y las costumbres codificadas. La cultura como formación es un proceso abierto, que no sólo implica, en un primer momento, una adaptación por medio de los procesos de socialización a una totalidad cultural vigente, a un cúmulo de saberes y recetas de conocimiento, a un cierto pragmatismo; pero, en un segundo momento, exige e implica una capacidad para tomar distancia, para trascender y crear, abrir posibilidades, porvenires, utopías, esperanzas, dentro de ese mismo mundo. Esto es así porque las culturas también devienen lo que explica el cambio cultural. La formación cultural y la educación suelen ser motores para esas transformaciones.

Por su parte, la inteligencia puede ser concebida de dos maneras. La primera, la inteligencia es una cualidad de la especie que alcanza su culmen en el ser humano, y que le ayuda a responder a las presiones de su circunstancia, esa misma que según Max Scheler se le presenta como “resistencia”, para así solucionar problemas prácticos e idear maneras de tratar con la realidad para poder perpetuar su vida. La segunda, desde el punto de vista de la sociología del conocimiento equivale a intelectualidad, más precisamente, alude a un sector social que a partir del famoso caso Dreyfrus, en Francia, en 1898, se conoce como los “intelectuales”, y que se posiciona contra el poder, el abuso de autoridad, la injusticia, la manipulación de la opinión pública, la corrupción, y que se presenta como un tribunal de la historia en favor de la verdad. Eso es lo que representa el famoso manifiesto de los intelectuales que firmaron, entre otros, Emile Zola y Marcel Proust.

Pues bien, ¿por qué el fascismo es incompatible con la inteligencia, con la reflexión, con la educación y la cultura? Son posibles varias respuestas. La primera, porque surge y ha surgido históricamente como una reacción ante la crisis, ante el hundimiento de la estabilidad social, ante el riesgo, y el empañamiento del horizonte y el futuro, y, por ende, porque esa reacción comporta cierto automatismo y está motivada principalmente por el miedo, el terror y el espanto. No hay que olvidar que el miedo se presenta como un daño posible, que puede ocurrir por un peligro real o imaginario. El fascismo puede producir artificialmente ese miedo, le basta tener de su lado los medios de comunicación que le facilitan la propaganda. Ya decía el propio Adorno: “La prensa es hoy un ejército con especialidades cuidadosamente organizadas; los periodistas son los oficiales y los lectores son los soldados”, sobre todos si los periodistas son el oráculo de los más perversos fines políticos. 

La segunda, porque una vez interiorizado ese miedo, el fascismo puede canalizarlo, racionalizarlo y convertirlo en el fundamento de una máquina infernal al servicio de la muerte, de la tánato-política. Es la instauración de una industria del crimen. Lo demás, lo que viene después, es solo la patología del poder que instrumentaliza la política y las instituciones para los más siniestros fines de auto-conservación de una comunidad asustada y convertida en cómplice de la barbarie. La salvación requerida lleva al asesinato, la desaparición forzada, la tortura, la persecución de la disidencia, la eliminación del pensamiento crítico, el exterminio de la oposición convertida en enemigo interno, el macartismo, el silenciamiento y la aniquilación, la manipulación mediática. Es la fiesta del terror. Todo lo anterior, fue lo que ocurrió en Alemania y en los fascismos que azotaron a Europa en las primeras décadas del siglo XX.  

Ahora, esta reflexión del fallecido filósofo colombiano Rubén Sierra Mejía puede dar luces sobre la incompatibilidad entre fascismo e inteligencia:

En tiempos oscuros, el pensamiento tiende a exagerar las consecuencias de los fenómenos y a apresurar las conclusiones, lo que le hace perder la prudencia de juicio en el análisis de los asuntos de que se ocupa”.

Esos tiempos oscuros son los tiempos de crisis, de naufragio, y pueden corresponder a condiciones objetivas, pero también pueden ser una construcción imaginaria, una proyección, una “realidad” meramente creada. En este último caso, el manipulador es plenamente consciente de la ideología que irradia, y la sociedad es solamente presa de su estrategia, de su manipulación. Lo interesante del planteamiento de Sierra Mejía es que pone de presente cómo en las crisis se encuentra la base del fascismo o el autoritarismo, se pierde la “prudencia de juicio”, es decir la reflexión, el pensamiento. En estos casos, la sociedad cae en el delirio colectivo y termina apoyando las ideologías más funestas y a sus promotores, salvadores o caudillos. Toda crisis real (o imaginaria) posee en potencia el germen de un salvador, de un redentor social, un héroe, en quien se depositan las esperanzas de reencausar el orden social.

La descripción que hace María Zambrano en su libro Los intelectuales en el drama de España pone de presente esa constitutiva incompatibilidad del fascismo y la inteligencia:

“el fascismo pretende ser un comienzo, pero en realidad no es sino la desesperación impotente de hallar salida a una situación insostenible […] Se produce el fascismo en una situación social y económica determinada, sin duda”. Se caracteriza por “el poder de enmascarar, de falsificar […] El fascismo nos muestra la desgracia que para el hombre es el conservar las palabras, los conceptos sin vida ya, de cosas que han sido y ya han dejado de servir”.

Esta caracterización apunta a varias cosas: el fascismo como una respuesta ante una situación crítica, la capacidad de tergiversar la realidad que comporta, de falsificarla; su impotencia para ver lo nuevo y crear; su apego a lo viejo, a la tradición, sus estereotipos, sus prejuicios. Su imposibilidad de renovar el lenguaje y su tendencia a acudir a conceptos ya muertos. Es lo que ocurre con el recurso a los nacionalismos, el patriotismo, palabras sentimentales que ya no dicen nada hoy; o también, de apelar a conceptos que ya “han dejado de servir”, como el castrochavismo, la amenaza del comunismo, la perversión de la identidad nacional, etc.     

El fascismo se caracteriza por no poder ver las necesidades de la época, su incapacidad de experiencia. Eso explica su cerrazón ante el mundo. Por eso “hay un nudo estrangulado en el alma del fascista que le cierra la vida”. El fascista, ya sea por constitución o por estrategia, es negacionista, tal como vemos en Estados Unidos al negar el cambio climático, al negar la realidad de la constitución heterogénea de la sociedad americana; al prohibir en las escuelas la teoría crítica de la raza y el discurso de género, es la negación de la historia, del conflicto. El cierre de la vida le impide ver otros horizontes y por eso le lleva a plegarse sobre lo dado, la tradición, los privilegios logrados, el statu quo. Implica “el desprecio del orden de las cosas y de las cosas mismas”, de ahí su proclividad a evadirse de lo real y el deseo de imponer sus oscuras ideas sobre la estructura dinámica de esa realidad. Es la ideología fanática la que se le impone como un corsé al devenir y a la pluralidad de lo real. Por esa cerrazón, “el fascismo obra sin reconocer más realidad que la suya, porque funda la realidad en un acto suyo de violencia destructora”, sostiene Zambrano.   

El caso americano actual es dramático. El presidente Trump con su proteccionismo antiglobalista, su nacionalismo, su xenofobia, la proscripción de ciertos discursos y estudios en la academia, etc., crea una sociedad inmunitaria que mira al otro como un virus, como un peligro a combatir. Todo inmunitarismo social tiene un tinte militarista de defensa, y crea y moviliza sentimientos de odio y desprecio hacia los otros, los marca, los señala, los separa, generando violencias hacia ellos. Es un peligro para las minorías y los sectores señalados.

El paroxismo de las convicciones y el prejuicio, la bestialidad de la crueldad, el fondo bestial del entusiasmo, el dogmatismo a ultranza, el endiosamiento de líderes, la negación de la realidad y la imposibilidad de ver las opciones, de abrirse, de escuchar al otro, de establecer un diálogo, definen el fascismo y al fascista. En Colombia la derecha representa parte de esas actitudes. Hay propiamente, un proto-fascismo tropical que, para convertir al Estado mismo en una máquina necropolítica al servicio de los intereses y las convicciones de sus clanes políticos, ha venido capturando una a una las instituciones. Esa captura busca garantizar su impunidad.    

Es esa actitud ante las cosas, la vida, la realidad, la que impide al fascismo aceptar la diversidad y el pluralismo. Éstos son en sí mismos subversivos, pues sus distintitas cosmovisiones, pareceres, visiones de la realidad, implican, de suyo, un cuestionamiento al dogmatismo, a la estrechez de miras de un gobierno y sus funcionarios negacionistas. Ahora, defender el pluralismo no es suscribir el identitarismo fundamentalista cerrado y excluyente. Este último también es inmunitario, mientras la defensa del pluralismo implica abogar por el derecho a la vida y a la coexistencia de todos, en libertad, ojalá con apuestas compartidas pues lo que está en juego hoy es el destino común del planeta y sus entramados vitales.

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