Una pequeña reflexión a partir de las displicencias y ofensas que se ejecutan a diario contra los lectores de ‘malos’ libros.
Por: Quim Rabinovich*

Uno no lee para ufanarse de lo que ha aprendido o sentido a través de los libros, sino para compartir tales experiencias en la tertulia, las citas y los cafés (o simplemente para interiorizarlas).
Ofender a alguien porque no lee lo que uno considera «digno de ser leído» no solo es una flagrante necedad, sino una torpe manera de coartar la libertad, de ponerle linderos a la lectura. Si usted considera que E.L. James, Stephen King, Walter Riso o Pablo Coelho malogran la literatura como arte, le sugiero que lleve ese debate a la altura requerida, donde las herramientas para discernir no deben ser ataques personales contra los receptores de tales libros -que por cierto es una falacia argumentativa ‘ad hominem’-, sino argumentos para debatir la fortaleza narrativa o las condiciones de posibilidad de los espacios, personajes o lugares de una obra.
Nadie tiene que esconderse para leer lo que quiere: sea Tolstoi o J.K. Rowling. Si no atendemos esta sugerencia, es muy probable que el maltrato que se le ofrece a los lectores de ‘malos’ libros sea un germen de odio y marginación.
Los pedestales literarios inútiles e inanes acaban con el propósito de un texto: la reproducción y transmisión de culturas, anhelos y narraciones. Sean buenas o malas, las fuentes de las historias, como sugiere el cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos, son diversas e inagotables. Pensar que la única es la suya, señor lector erudito, es una pena por usted, pero más por el concepto erróneo de literatura que tanto glorifica.
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*Editor y colaborador.