La muerte de la joven británica Meredith Kercher a manos –supuestamente– de la estadounidense Amanda Knox ha pasado de ser un hecho judicial más a un tema de portada en los medios de todo el mundo. Pero, el problema es que son los hechos faranduleros los que lo han puesto en la mirada del planeta.
Se ha dicho que la estadounidense y su novio italiano querían hacer una orgía y la británica se negó a participar; que todos los participantes de la fiesta eran estudiantes que promediaban los 20 años y todos estaban drogados; que la estadounidense tiene “cara de ángel” y que con ese rostro es imposible que ella fuera; que sentenciaron primero a un africano que también participó en el hecho y él no era; que fueron crueles y la degollaron. Y muchos etcéteras de ese tipo.
Sin embargo, no se ha pasado de la anécdota a la reflexión. Una de las primeras debe venir de los medios. MTV, por ejemplo, emite el programa británico ‘Skins’ de lunes a viernes, sobre jóvenes que son el centro de atención porque les gusta drogarse, robar, tener sexo sin amor y, por poner un caso, ir a clase, pero a ver a las profesoras bonitas. Bajo el supuesto deseo de contar las vidas de los adolescentes, la serie –aunque se ampare bajo el eterno principio televisivo de representar la realidad –promueve un estilo de vida.
Éste y todos los programas similares cuentan con seguidores: buena parte de los jóvenes que los ven quieren esos minutos de fama que da la tele. Y quieren vidas así de ‘interesantes’ que puedan llevarlos a ser vistos y admirados por otros. Pero sobre todo, quieren sentirse identificados con otros semejantes de su edad que viven su angustia actual, sus sinsentidos, sus tristezas y su mundo de soledad, chats, amores soñados y frustrados, desencanto y desazón ante un futuro que se presenta sin ideales.
Y ahí los culpables no son sólo los medios. Sino prácticamente todos.
No todos los jóvenes viven la misma situación –la familia es determinante para que no sea así–. Pero es incontestable que una gran mayoría que la padece. Y ante un fenómeno global, es lógico pensar que hay algo en todo el mundo que está homogenizando su comportamiento.
La publicidad, los medios y la información sin contexto ha golpeado a esta generación con más fuerza que nunca antes. Términos que son para adultos son asimilados gracias a la apertura de la información por ellos, y como jóvenes que son quieren vivir –entre otros– encuentros sexuales a una velocidad vertiginosa, porque no sólo saben todo lo que puede suceder, sino que además en sus genes está el deseo de trasgredir y de probar; quieren usar las palabras fuertes o groserías porque encuentran el placer de romper con las prohibiciones en ello; apelan a soluciones violentas porque son más fáciles que la conciliación, y en algunos casos se amparan en pandillas, drogas y encuentros virtuales, porque son más fáciles también, y la cultura predominante les ha inculcado que el camino más corto se antoja mejor; es más, muchos han crecido sin el consejo de sus padres y la televisión y los videojuegos han sido sus guías.
La droga y la violencia, finalmente, son escapes a un problema interno. Así que el problema de fondo no es la droga, ni la violencia, sino la profunda decepción o el odio o la debilidad que les abre las puertas.
Todos los jóvenes quieren, además, ser diferentes, y adoptan posiciones, peinados y modas que pretende hacerlos distintos, aunque en realidad los unifica como grupo: son diferentes en masa. Hasta los que se tatúan quieren llevar un poco de rebelión en su piel. Esa es su manera de revelar la necesidad de hacer evidente que existen.
Aquella necesidad de aceptación es suplida en muchos casos por lo que venden los medios, y nosotros, los de los medios, hemos pecado en ofrecer demasiada banalidad e ídolos falsos sin contexto ni historia. Están bien los ídolos, pero no porque sí, no por bellos o famosos, sino por su trabajo o sus esfuerzos, por su talento o solidaridad.
Salvo buena parte de los programas infantiles de este momento, que están enfatizando en cuidar el planeta y en ayudar al prójimo (y que permiten imaginar futuras sociedades con nuevos valores), los medios siguen pecando en ese ofrecer la supuesta realidad. Un estudio de la U. de Michigan relacionó los programas violentos que veían niños de 6 a 10 años; 15 años después, los entrevistó de nuevo: encontró secuelas de agresividad de lo que entonces habían visto. Lo que ofrece nuestra tele actual es un supuesto reflejo de país y los niños lo ven porque –no mintamos– los padres nacionales no tienen el control del televisor. Y eso tiene consecuencias. No somos unos antes y otros después. Todo lo que vemos y hacemos nos afecta, está ligado, nos transforma y define nuestro camino.
Eso debió haberle sucedido a Amanda Knox. Si todo pasó como dicen los medios, la joven, consumida por las drogas, en el delirio de una orgía, no soportó una negativa y reaccionó con violencia.
No sólo los medios tienen culpa, lo decía antes. Todos. Empezando por un sistema de trabajo que escinde a las familias, separa a los padres de sus hijos, obliga a trabajar para sobrevivir, nos impone altas expectativas de poseer cosas y fomenta la competencia brutal. Un sistema violento soterrado que engendra violencias cotidianas y desazón ante la vida.