Otro mundo es posible

Publicado el Enrique Patiño

Así se olvidan los artistas en Colombia (Carta de la hija del pintor Antonio Hernández)

 ¿Con qué parámetros se estudia la obra pictórica de un artista? O mejor, ¿con qué parámetros se decide olvidarlo?

Vivimos en una sociedad mediática: surgen temas que se convierten en la tendencia del día y la mayoría son muy pronto olvidados.

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En el arte nacional, pocos figuran, a pesar de que son muchos sus creadores. En la mayoría de los casos la mayoría no son tenidos en cuenta en este país pleno de talento.

Para ser más precisa, me centraré en el olvido de mi padre, Antonio Hernández Valbuena. No sé si a causa de los astros, del infortunio, de la falta de oportunidades o de no pertenecer a una clase económica favorecida, fue olvidado y su obra hoy se deteriora bajo una gran capa de indiferencia.

Hoy cumplimos 11 años de la muerte de Antonio Hernández Valbuena. De su muerte física, valga la pena aclarar. Porque para el arte nacional, él murió mucho antes. En algún momento dijo cosas que no sonaron apropiadas y con su orgullo hirió a algunos.

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Mi padre fue un artista desde que pudo tomar en sus manos un lápiz y lo fue hasta el día en el que murió. Toda su vida pintó y pintó; retrató la vida como él la sentía y la vivía, llena de dolor y pasión, llena de muerte y transformación. Nunca fue un artista de retratos lindos, de paisajes tranquilos o de mujeres bellas por simplemente ser bellas. Mi padre pintaba desde el dolor, el dolor que le producía Colombia, el de su propia vida, el de sus sufrimientos personales; se identificaba con Goya por ese dolor tan profundo que nunca se fue, y que marcó su vida.

Pintaba por el amor a pintar, pero también porque quería que algún día su obra ocupara un lugar en la memoria del arte colombiano (como todos). Pero no trabajaba para eso: lo hacía para exorcizar sus demonios, para decir con colores o líneas lo que no era capaz de decir con palabras. Sus pinceladas hablaban por él. Su arte no es ni decorativo ni fácil de digerir: es pasional, lleno de texturas, colores y de rostros que se pierden en la sombra; pleno de sombras y de dolor…

Yo crecí viéndolo pintar. Lo oí contarme la historia del arte como si se tratara de un cuento. En él había un gran maestro: él lo era. Se sentía orgulloso de cuando se presentó becado por la Universidad Nacional a la Escuela de Arte de San Fernando en Madrid, al lado de muchos chicos europeos y latinoamericanos, y tras pintar durante tres días  un desnudo al natural, fue uno de los pocos elegidos para tener el honor de estudiar en la misma escuela que Picasso.

Sin embargo, siempre me dijo: “Las reglas en el arte tienes que conocerlas para algún día olvidarte de ellas y dejar salir al verdadero artista”.

Pintaba con disciplina monacal, todos los días desde muy tempranas horas hasta bien entrada la tarde. Se paraba frente a su caballete con una gran taza de café y comenzaba su día. Lo visitaban amigos, escuchaba música permanentemente y a veces, en su abstracción, no se daba cuenta de que se reproducía el sonido de una emisora sin sintonizar, o un disco de Mozart rayado. Se abstraía y se sumergía muy dentro de sí mismo. Su único lazo con este mundo era un pincel que poco a poco dejaba su rastro en el lienzo.

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Quisiera que alguien conociera su obra: que no nos dijeran más opiniones sin verla; que las antipatías que Antonio sembró ya se olvidaran. La mayoría de sus detractores también ya están muertos. Ahora solo queda una obra en el silencio, en el olvido, que se llena de polvo cada día. Una obra para la que no disponemos de recursos económicos.

Les pido que me escuchen: que investiguen. Si él nació en 1929 y desde los cinco años no paró de dibujar y pintar, quizás, solo quizás, en su obra se encuentre algo valioso que merezca por lo menos ser protegido por el Estado o por alguna institución.

Nosotros no sabemos cómo impulsar su obra, no pertenecemos al mundo del arte y de hecho puedo decir que tanto mis hermanos como yo heredamos de mi padre la torpeza social que le caracterizaba para gestionar su obra.

Pido que nos visiten; que conozcan su trabajo y su historia; que nos ayuden a encontrar soluciones. Aclaro que él no quería que la obra se vendiera o se dividiera entre sus herederos. Era su herencia para un país que nunca lo tuvo en cuenta, pero al que él siempre amó y trató de hacerlo un mejor lugar. Le aportó como le fue posible. Nunca fue una persona indiferente, de esas que miran el dolor ajeno y siguen su vida. Sentía y lo decía con sus pinceladas porque el dolor de ellos siempre también fue su dolor.

Esto es un llamado para que la obra no muera con él. Antonio murió sin esperanza. Me decía que sacara la obra al parque e hiciera una gran fogata con los cuadros, que nunca nadie valoraría su trabajo.

Yo quiero decirle, a su recuerdo, que estaba equivocado. Que en este país sí existe campo para todos los artistas y que sí es posible ocupar un lugar en la memoria del arte colombiano.

Por: Paola Hernández Romero

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