El pasado 18 de agosto se cumplieron 77 años del fusilamiento del poeta Federico García Lorca. Entonces comencé a trabajar en esta nota, y pensé en honrarlo a través de Camarón de la Isla. Tanto fue así, que nunca salí de Camarón.
Todo comenzó con “Romance de la luna”, de su disco Calle real (1983). Entre algunas otras adaptaciones, se encuentra este hermoso poema lorquiano dedicado a la luna gitana. En él, el niño y la luna hablan, éste previniéndola de la llegada de los gitanos, quienes “harían con tu corazón /collares de anillos blancos”. Ella lo corrige: no será con ella con quien se sorprendan, puesto que, cuando lleguen, lo encontrarán a él “sobre el yunque / con los ojillos cerrados.” Luego de que la luna hubiera llegado con su polisón de nardos, luego de que le hubiera mostrado sus senos de duro estaño, y le hubiera pedido, presta, que no pisara su blancor almidonado, se lleva al niño por el cielo de la mano, con los ojillos cerrados, mientras que “Dentro la fragua lloran, /dando gritos los gitanos.” Camarón canta los versos y hace que la muerte del niño, que los llantos y los gritos sean aún más dolorosos. Cuando canta cómo en el aire conmovido mueve la luna sus brazos, las palmas, las guitarras de Paco de Lucía y Tomatito y el bajo puntilloso, son todo uno y le cuidan el camino de oro a la voz de Camarón. Esos gitanos que cantan y lloran son todos dentro de Camarón, están todos dentro de Camarón. La poesía de García Lorca se engarza a la voz doliente que sube por la noche gitana.
Las últimas noches de García Lorca fueron de una asfixiante incertidumbre. Ni siquiera alojarse en casa de su amigo falangista Luis Rosales logró borrar del destino la detención que se llevó a cabo el 16 de agosto. Durmió en la estación de policía una noche y media, puesto que la madrugada del 18 fue llevado, en el camino que conduce a Alfacar, al frente de un inocente y centenario árbol de olivo. Jamás debió haber imaginado este nativo de las tierras andaluzas, que ha sido testigo de su historia a lo largo de los siglos; jamás debió haber imaginado que entre todos los asesinatos que pudo haber visto se encontraría justamente el del gran poeta de Fuente Vaquera. Nadie vio nada, nadie supo nada. Hasta el día de hoy sus restos no han sido encontrados, a pesar de haber destapado aún desconocidas fosas comunes, esas heridas sobre la tierra que dejan los conflictos que sellan destinos de naciones. Los aún por encontrar restos de García Lorca son una herida abierta del pueblo español, un recuerdo más de los fusilamientos de la Guerra Civil.
La muerte de aquél cuyo duende en tantas ocasiones estuvo afanado por rendirle tributo a García Lorca fue radicalmente opuesta. Luego de un cáncer de pulmón que durante año y medio lo fue matando, Camarón de la Isla murió el 2 de junio de 1992, no sin antes decir, como última frase en vida, “Marita [madrecita], qué es lo que tengo” como si aún no lo hubiera comprendido. La noticia corrió como un grito herido esa mañana de junio. España entera, pero sobre todo su comunidad gitana, comenzó un duelo que sabía largo y doloroso. Porque las penas gitanas no son como las nuestras, que guardan duelo y luego se recuperan como parte de su propia terapia. El dolor y la pena gitana salen desde el fondo del alma, entre pasión y cantes desmedidos y gritos en noches de duelo, mientras que desde ese mismo fondo el gitano no sabe, ni siquiera imagina, cómo podrá seguir viviendo en este mundo sintiendo esta tristeza. En pocas horas buses de todas las esquinas del país zarparon hacia Badalona llenos de gitanos lamentándose y cantando. La familia de Camarón improvisó un velorio en el tanatorio auxiliar de Can Ruti. Trescientos gitanos velaron el féretro cerrado de Camarón, mientras que más de quince mil personas, en silenciosa y triste procesión, desfilaron para decirle el último adiós. Por orden de La Chispa, viuda de Camarón, el féretro permaneció cerrado durante la larga peregrinación que le llevaría hasta su natal San Fernando de la Isla. Paco de Lucía y Tomatito, quienes sostuvieron en el aire la voz de Camarón durante su vida, cargaron junto con otros durante dos largas horas el féretro hasta dar con el cementerio. Mujeres gitanas se asomaban a sus balcones y, entre sollozos, lanzaban al aire claveles blancos, que caían a espaldas de la comitiva mortuoria.
Podría resultar poética la idea de pensar que en esa multitudinaria peregrinación del féretro de más de mil kilómetros también se contenía la tristeza del asesinato de García Lorca. Resulta dulce pensar que no solamente se estaba despidiendo a aquél quien “se llevó la llave del cante”, sino también al gran poeta eliminado por las fuerzas franquistas. Puestos en ello, hasta el féretro cerrado, cuyo interior estuvo vedado al público, pudo haber sustituido simbólicamente aquél ausente del poeta andaluz. La vida, el cante, y la muerte de Camarón ayudan a cerrar esa herida abierta de los aún sepultados restos de García Lorca.
Soy cómo el pájaro triste, /ay que de rama en rama va, /cantando su sufrimiento, /cantando su sufrimiento, /porque no sabe llorar.
Hay quienes lloran ante el dolor, y hay otros que cantan. Camarón y García Lorca son de los segundos. El cantaor comenzó a rendirle tributo casi como una constante de su cante a García Lorca con su disco La leyenda del tiempo (1979). El título lorquiano, tomado de la obra Así que pasen cinco años, escrita por García Lorca en su viaje a Nueva York, da paso a todos los poemas después cantados por el de San Fernando. No se trató solamente de un homenaje, sino también del disco que catapultó a Camarón al éxito del nuevo flamenco, gracias a las influencias del rock y del jazz. Odiado por algunos, venerado por casi todos, Camarón, conservando el aspecto clásico y casi primitivo del cante jondo, llevó al flamenco a oídos de multitudes gracias a su fusión con géneros populares. Conservaba, eso sí, en su voz el sentir gitano, su tragedia y su exacerbación pasional. Escucharlo a él es escuchar los gritos y lamentos de los gitanos en su fragua: en la voz de Camarón se alcanza a sentir, dando alegres tumbos, al duende lorquiano. “Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende”. Duende: es decir, ese “poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica”; ese frecuentador de la muerte, gustador de la lucha con el creador, hiriéndolo de muerte: “y en la curación de esta herida, que no se cierra nunca, está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre.”
El duende de Camarón se deja ver en sus recitales en vivo. Porque difícilmente se repite la experiencia-límite, la cercanía de la oscura tristeza y el desgarramiento del alma, como ocurre cuando se escucha un concierto de Camarón. Reducido el acompañamiento a una guitarra, la voz y el rasgueo se baten en un duelo en que no se cortan orejas pero sí desgarran pechos y amontonan suspiros. El poeta español Félix Grande, el día después de la muerte de Camarón, escribiría en El País que “Todos sus sonidos estaban asistidos por el desamparo y emponzoñados por la fatalidad.” Escuchar a Camarón en vivo es eso, presenciar una especie de desgarramiento del alma, una rotura de todo lo que está oscuro y triste dentro de su pecho; es perder la respiración ante un quejío repentino, es atemorizarse ante la convicción de que puede haber tanta tristeza y la divagación hacia cómo demonios esa voz puede resultar tan seductora, guardando en su seno una especie de aniquilación de quien la escucha. Cada concierto de Camarón es una misma noche oscura del alma; una misma aniquilación, una misma fractura. Resulta imposible ponerlo en palabras, por mucho que se intente. No atiende a categorías lógicas. No es reducible a la palabra: es el dolor, la nigredo, el ennegrecimiento. Lo único que podemos hacer es intentar ver el destello del duende en alguna ola de ese mar de voz.
El cante de Camarón, en esta medida, es la lucha con el demonio: siguiendo las palabras de Stefan Zweig, se trata de “esa inquietud innata, y esencial a todo hombre, que lo separa de sí mismo y lo arrastra hacia lo infinito, hacia lo elemental. Como si la Naturaleza hubiese dejado una pequeña porción de aquel caos primitivo dentro de cada alma y esa parte quisiera apasionadamente volver al elemento de donde salió: a lo ultrahumano, a lo abstracto. El demonio es, en nosotros, ese fermento atormentador y convulso que empuja al ser, por lo demás tranquilo, hacia todo lo peligroso, hacia el exceso, al éxtasis, a la renunciación y hasta a la anulación de sí mismo.” Escuchar a Camarón es situarnos en la frontera del abismo y contemplar desde allí, como un río, el pasado y el futuro.
Al Padre Santo de Roma, /le tengo que preguntar /si los pecados que tengo/ si los pecados que tengo,/ si los pecados que tengo, /me los puede perdonar.
Al igual que ese otro gran artista que es Tannhauser, Camarón implora su perdón haciendo alusión a la mítica visita al Padre Santo de Roma. Esta misma “lucha contra el demonio” se comprende a la perfección si reparamos en uno de los grandes guitarristas —si no el que más, a pesar de que mi instinto musical me haga recalar siempre en Tomatito—que encumbraron su voz: el grandísimo Paco de Lucía, el «padrenuestro». Si hay algo que resulta sorprendente de la mutua convivencia de lo dos es su acercamiento tan radicalmente opuesto a la vida y a cualquier manifestación de ésta. Si bien Paco de Lucía no tiene la voz de Camarón, sí tiene la elocuencia e ingenio en el momento de hablar que Camarón nunca tuvo. Porque resulta sorprendente escuchar largas entrevistas de Camarón y darse cuenta de que su sentir no está en lo preparado, en la respuesta bien diseñada. Parecería que a él no le va lo lógico, lo argumentativo, sino que le va mejor la inmediatez del concierto y el grito que comienza el recital. En una entrevista del ‘81, le preguntan acerca de su disco La leyenda del tiempo, tan criticado por muchos. En la respuesta de Camarón asoma algo de burla, pero sobre todo de ausencia de respuesta: “La opinión que tengo de este disco es que los que lo han escuchado y no les ha gustado, lo tienen que volver a escuchar”. Así, a secas. Basta con comparar esta respuesta con cualquiera de Paco de Lucía para darse cuenta de que mientras que uno iba hacia lo intuitivo, el otro iba hacia lo conceptual; mientras que Paco de Lucía podía responder largas y difíciles preguntas, Camarón se escondía detrás del micrófono y poco o nada terminaba contándole al entrevistador. En realidad, era como si no estuviera acá: como si no le importaran las cosas de este mundo. Como si sólo encontrara el lenguaje en comunión con la música.
Si a esto le sumamos, por supuesto, su adicción a los porros, a la heroína y a la cocaína, no es difícil ver esta dimensión de la “lucha demoníaca” como una de sus más importantes virtudes. Quien lo conocía, quien lo vio alguna vez, lo sabía de sobra: generoso como ninguno, dadivoso como pocos, pero tímido hasta lo invisible. Su manera de relacionarse con el mundo fue su voz; todo lo demás le resultó tremendamente difícil porque aparentemente no contaba con las herramientas. A mí me recuerda a Johnny Carter de El perseguidor de Cortázar, personaje inspirado en Charlie Parker: la total ausencia del mundo que habitaba, la constante persecución de la nota perfecta, el poco o nulo conocimiento intelectual o racional del mundo. Camarón es al flamenco lo que el Charlie Parker de Cortázar es al jazz; si Bruno, el biógrafo y narrador de la historia, llama “música metafísica” aquella que Johnny ejecuta, no en vano Antonio Mairena, autor del clásico Mundo y formas del cante flamenco, dirá que el cantaor está siempre en situaciones-límite inefables, “siendo su posición semejante a la del místico y la copla comparable, por su oficio, con la alegoría.” Incluso sustituir el nombre de Johnny por el de Camarón funciona perfectamente: Ahora sé que no es así, que Camarón persigue en vez de ser perseguido, que todo lo que le está ocurriendo en la vida son azares del cazador y no del animal cazado. Nadie puede saber qué es lo que persigue Camarón; pero es así, está ahí, en Potro de rabia y miel, en la marihuana, en sus absurdos discursos sobre tanta cosa, en las recaídas, en el librito de García Lorca, en todo lo pobre diablo que es Camarón y que lo agranda y lo convierte en un absurdo viviente, en un cazador sin brazos y sin piernas, en una liebre que corre tras de un tigre que duerme.” Johnny Carter vive en un orden distinto al conceptual que intenta comprender y analizar su música. “No se puede decir nada”, le dirá Johnny a Bruno cuando critica su biografía, “inmediatamente lo traduces a tu sucio idioma.”— es decir, al idioma racional, el del análisis musical, aquél que reprime la experiencia en aras del conocimiento objetivo. Por esto resulta terriblemente difícil escribir sobre el cante de Camarón: porque se reconoce la traición al sentimiento, a la experiencia. Es presente puro; es respiro y no pensamiento.
De la bebía no me quito,/ de la bebía no me aparto,/ y los dineros que gano, /cuando cobro, me los gasto.
Pa’ que quiero los dineros/ si no me sirven pa’ na’, salud es lo que yo quiero/ y no la puedo/ comprar./Demuestra siempre alegría,/ aunque el corazón te llore,/ sufre sólo tú los dolores/ pa’ que de ti no se rían./ Solo quisiera/ que con mirarte/ me comprendieras.
Si Johnny Carter de El perseguidor ve urnas durante la grabación de Amorous y Streptomicyne —mostrando así que en ejecución musical se está en otro lugar, en otro plano—, lo mismo le ocurrirá a Camarón durante su último concierto tocado en vida, y resulta una historia preciosa. Ocurrió una gélida noche de invierno en Madrid, el 25 de enero de 1992. Las puertas del Colegio Mayor San Juan Evangelista (también conocido como —y vaya coincidencia— el “Johnny”) se habían abierto al público hacia las seis de la tarde. El recital debía ser a las ocho de la noche, pero Camarón, encerrado en su camerino, amenazó con no salir a cantar. No hizo como tantas otras veces (sus famosas espantás) en que desaparecía por la puerta de atrás dejando al público plantado: se quedó allí, se trataba de un estado crítico real. Acusaba una fatiga crónica: dos días atrás había cantado en el sur de Francia; el cáncer de pulmón estaba tan avanzado —dos cajetillas de cigarrillos al día, además del daño en los pulmones que la heroína olida le había causado, entre otras cosas— que por aquellos días dejaría la post-producción de su último disco, Potro de rabia y miel, en manos de Paco de Lucía. La puerta del camerino de Camarón permaneció cerrada durante dos horas; a veces se le veía asomar por el corredor, con la cara larga y apesadumbrada, para volver a encerrarse en sí y volver a cerrar la puerta. Más de quinientas personas esperaron pacientemente el milagro que ocurrió: que Camarón saliera a cantar.
A poco más de estas dos horas, Tomatito, su gran escudero, abrió la puerta del camerino, y sin mediar palabra lo tomó del brazo y lo llevó casi arrastrado hasta el escenario, donde lo dejó sentado en la silla de mimbre que siempre utilizó. Y lo que vino después sólo puede ser comprendido gracias al duende lorquiano, o espíritu flamenco, o a la noche gitana que siempre vivió en las venas de Camarón. Tomatito, que lo conocía perfectamente, supo que Camarón estaba en otra parte. Llevaba así horas. Comenzó algo con la guitarra que muy posiblemente nunca volvió a ser escuchado, y jamás fue siquiera soñado en el escenario del Johnny. Tomatito supo que no consistía en traer a Camarón de su lado —solución demasiado fácil, y demasiado arriesgada, porque de percatarse que estaba de este lado hubiera huido de inmediato— sino de él mismo abrirse camino en ese lugar ya visitado donde estaba Camarón, en esa maraña de muerte y desolación que ya intuía, en esa gangrena que cargaba en su pulmón. Así que la guitarra que tocó fue imposible, inefable; ni sonó así la soleá por bulerías que grabó en su disco Rosas del amor; ni tampoco sonó así cuando, dos años antes, la tocó como introducción al concierto en Málaga. Escogió en realidad el repique de un caballo, la contención de quien quiere volar pero reconoce sus manos de campesino, la tristeza de quien está vivo y la añoranza de su próxima muerte. Se abre camino por el mundo de Camarón hasta que éste dejó salir un Olé: se trató del boleto de entrada, de la bienvenida, de la compañía. Camarón había dejado hace mucho de estar en este mundo, y Tomatito lo acompañó en el suyo durante su último concierto. Y despidió su compañía cantando Pa’ que quiero los dineros/si no me sirven pa’ na’,/ salud es lo que yo quiero/ y no la puedo comprar. Ante el jolgorio de un grupo de jóvenes, y sus repetidos olés, un patriarca gitano volteó su mirada y les dijo con aire de gravedad: “¡A callar, que en misa no se habla!” Camarón de la Isla murió a los cuatro meses en Badalona, asfixiado, sin voz, preguntándole a su madre qué era lo que tenía. Como si aún no lo hubiera comprendido; como si su cuerpo no fuera de este mundo.
En una de sus grandes respuestas, preguntado por Camarón, Paco de Lucía contestó: “Esa voz… todo lo que he compuesto y tocado en mi vida recoge lo que sentí escuchándolo cantar”. Una respuesta preciosa. El de Cádiz se presentará en el Palacio de los Deportes de Bogotá el próximo 24 de octubre. Esperemos que nos traiga algo de ese Camarón que nos embruja con la oscuridad de sus noches del alma.