Mirabilia

Publicado el Camilo Hoyos Gómez

La máscara y la música

El Ala de La Alondra Aureolada de Azul de Oro Llega al Corazón de La Amapola Adormilada Sobre el Prado Engalanado de Diamantes

 

La música evoca a partir de la imaginación. ¿Cómo hacemos para traducirla a un lenguaje que comprendamos con palabras? El oído, sentido imaginativo por excelencia, permite llegar a lugares que ningún otro sentido evoca.

En las últimas páginas de la novela El retrato de Dorian Gray nos encontramos con una escena que goza de todo el poderío decadentista de su época. Lord Henry, ya entrado en años, y Dorian, tan joven como aquella vez que conoció al primero en el jardín del artista Basil Hallward, conversan acerca de la nueva (aunque extraña) idea que motiva los días del joven: ser bueno. Los días son tristes para Dorian: ya con su retrato corrupto y encerrado en una habitación de su casa londinense, ha dejado de encontrar placer en el vicio. Ha cruzado todas las líneas, ha dejado atrás todas las fronteras morales y aún conserva, sin embargo, su belleza juvenil, que para los ojos desconocidos se traduce, ingenuamente,  en inocencia. Luego de tantos años, Lord Henry decide preguntarle cómo ha conseguido mantenerse bello y joven, y mientras lo hace le pide que interprete en el piano un nocturno de Chopin. La elección no es de manera alguna gratuita: se trata del final de la novela, Dorian se cuestiona acerca de sus incursiones en la maldad, y parecería que por primera y única vez lo podemos ver frente a frente. Es una escena sombría que encuentra su reflejo en la pieza de Chopin. Sin embargo, algo nos alerta de esto. Inmediatamente después de la petición, Lord Henry le dice a Dorian, refiriéndose a la música: “Es una bendición que nos quede por lo menos un arte no imitativo.”

Esta aclaración es un guiño al lector: no se debe pensar que la música de Chopin imita el estado de alma de Dorian, precisamente porque la música no es imitativa; en otras palabras, al contrario de la escultura, la literatura o la poesía, no imita una realidad, o un lenguaje verbal insertándolo en una situación determinada cargada de verosimilitud. Sin embargo, resulta lo más natural que precisamente en ese momento Dorian interprete un nocturno de Chopin, porque musicalmente corresponde, en tristeza y nostalgia que irradia el nocturno, su propio “estado de alma”. No imita; sin embargo, expresa esa tristeza. Esto plantea una pregunta que siempre, de una manera u otra, nos ronda la cabeza cuando escuchamos música, sobre todo aquella que carece de voz (es decir, de palabras): ¿cómo consigue la música, a pesar de expresarse a través de un lenguaje musical que poco o nada tiene que ver con palabras, remitirnos a sensaciones y conceptos que comprendemos a partir de otro lenguaje, el verbal? Si no lo ponemos en palabras, no lo comprendemos. En otras palabras: muchas veces nos vemos en la obligación de traducirlo a otro lenguaje.

En la medida en que la música no es imitativa ni figurativa (es decir, no representa figuras de cosas reales), hace que el oído prevalezca como uno de los más complejos sentidos de la imaginación. Escuchamos una melodía sonora (lo sonoro: ese ejemplo irrefutable de la temporalidad, de lo que desaparece una vez termina la vibración que lo produce para caer de nuevo en el silencio) y las notas, escalas o tonos nos evocan historias, sentimientos o sensaciones que no están expresados con palabras. Lo interesante es la manera como sometemos la música a nuestra propia comprensión, que a veces consiste en un análisis lógico y estricto (el barroco, por ejemplo, con sus leyes rígidas) y a veces se lleva a cabo a partir de nuestra faceta irracional e inconsciente: aquella que nos permite comprender, sin entender a cabalidad por qué, la en principio incomprensible idea sonora que la música nos está expresando. Es decir, a través de la imaginación.

Se trata de una simultaneidad de lenguajes que activan la imaginación y nos acerca a su comprensión. Ante la evocación que produce la música respondemos con un lenguaje que está al alcance de nuestra comprensión inmediata: el visual o el verbal. El cine en muchos casos nos ayuda en esto. Es imposible escuchar el adagieto de la Sinfonía No. 5 de Gustav Mahler y no recordar al Gustav von Aschenbach de La muerte en Venecia de Luchino Visconti; al escuchar “La cabalgata de las Walkirias” de Wagner resulta imposible no pensar en “el olor del napalm en la mañana” de Apocalypse Now de Coppola (o en el chiste de Woody Allen en Misterioso asesinato en Manhattan, cuando decide salirse de la ópera de Wagner). Son apenas dos ejemplos entre miles. Pero estos dos ejemplos, como todos los demás, ofrecen apenas posibilidades cronológicas de comprensión: escuchar la pieza nos recuerda el momento en que vimos la película. Nos recuerda quiénes fuimos, y esto evoca una imagen que termina siendo una mezcla entre nuestro recuerdo y la música. Muchas veces la realidad es otra.  Sentados en la noche en un sillón con los audífonos bien puestos, estamos solos frente a la música, teniendo como único punto de apoyo nuestra propia interioridad para comprenderla.

La literatura, también, ha insistido desde siempre en la posibilidad de traducción musical, por llamarla de alguna manera. Un buen ejemplo es la corta novela Sonata a Kreutzer de Tolstói. Tomando como punto de partida la homónima sonata para violín y piano de Beethoven, Tolstói hace que Pózdnyshev, el protagonista del relato, asesine a su esposa en un ataque de celos. Ante lo sugestivo de la sonata, el personaje responde con la violencia de la posesión amorosa, creyendo que su esposa desea a otro hombre a través de la ejecución de la pieza. La representación que hace de la sonata resulta evidente: comprende el violín y el piano como dos amantes que se buscan y encuentran en un rito sexual (ya en Immortal Beloved de Bernard Rose, la película de 1994 protagonizada por Gary Oldman, el personaje de Beethoven dice comprender esta sonata como el sentimiento del amante que incumple el encuentro amoroso con su amada). Mientras cuenta su relato en el tren, Pózdnyshev le dirá a su acompañante: “La música hace que me olvide de mí mismo, de mi situación real, me traslada a otra situación, que no es la mía: bajo el efecto de la música, me parece que siento lo que no siento en realidad, que comprendo lo que no comprendo y que puedo hacer lo que no puedo.”

Esta simultaneidad de lenguajes también se ve en otras artes y otras representaciones. El primero que se me viene a la mente: la mezcla entre poesía y pintura que lleva a cabo Joan Miró. Me refiero a su acrílico sobre tela de 1967 titulado “El ala de la alondra aureolada de azul de oro llega al corazón de la amapola adormilada sobre el prado engalanado de diamantes”. Sólo la poesía puede nombrar la imagen visual. Los dos lenguajes se revuelven para poder exprimir el sentido completo de lo que ha sido dibujado.

Uno de los grandes problemas de Bruno, el biógrafo del saxofonista Johnny Carter en El perseguidor de Julio Cortázar, es que es consciente de no poder acceder a ese espacio amorfo e irracional de donde viene la música del jazzman. Mientras que Johnny ve urnas cuando interpreta Amorous, “mete música” en el tiempo, etc., Bruno no es capaz de ir más allá de la crítica verbal de una música que, sin embargo, le gustaría llamar “metafísica”. Reconoce su deficiencia (un eco de lo que años después dirá Oliveira en Rayuela) precisamente por optar por las palabras como biógrafo y no llegar a la música, como sí consigue hacer el otro: “Antepongo minuciosamente las palabras a la realidad que pretenden describirme, me escudo en consideraciones y sospechas que no son más que una estúpida dialéctica.” En las últimas páginas de la historia, Johnny se lo echa en cara diciéndole que ha dejado por fuera lo más importante: a él mismo. Se refiere a esas imágenes que ve a partir de la música; es decir, a la traducción que lleva a cabo de sus propias improvisaciones, a los trances o états séconds a los cuales la música lo transporta. Como los sueños, éstos son incomprensibles e ilógicos si no intentamos comprenderlos a partir de la irracionalidad, eficaz arma en estos casos pero que sin embargo Bruno no posee.

A pesar de que la música es compuesta siempre a partir de sus reglas internas, ésta hace nido en nuestro espacio primigenio de la conciencia y desde allí se atrapa: es decir, toma las notas y melodías y las convierte en pinceladas, o en palabras que cuentan de personajes que huyen de las montañas o en campesinos apacibles que despiertan al lado del arroyo luego de la tormenta. Como la literatura, nos despoja de las máscaras y nos permite imaginar libres de cualquier barrera. Pero a diferencia de ésta, lo hace a partir de un lenguaje que no es el nuestro: un lenguaje irracional. En su traducción reside su comprensión.

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