Alias: apodo o sobrenombre. Apodo: nombre que suele darse a una persona, tomado de sus defectos corporales o de alguna otra circunstancia. Sobrenombre: nombre calificativo con que se distingue especialmente a una persona. Todo de la RAE. Los resaltados son míos. Me gustan los apodos, los alias, los sobrenombres, los heterónimos, o sea esa necesidad que tenemos de cambiarnos, y cambiarle al otro, el nombre. De reinventarlo. Como si el que nos hubieran dado, de nacimiento y de pila –de pila de bautismo– no fuera suficiente. Y es que no lo es. El nombre nunca alcanza a dar cuenta del ser. Ni de la cosa ni del hombre.
Para nombrar, para especificar y distinguir -más cada vez- vamos de sustantivo común a sustantivo propio; de sustantivo propio a sobrenombre. Y de ahí se puede seguir en la cadena, al infinito. De apodo a apodo. De heterónimo a heterónimo, buscando averiguar quiénes somos.
En uno de los colegios donde estudiaron mis hijos les prohibían a los niños llamarse con sobrenombres. La directora me explicó que era para no propiciar ese rasgo, tan común en la infancia, de usar los apodos con crueldad y marcar a una persona con ellos de por vida. Difícil. Uno que fue gordito en sus años de bachiller quedó llamándose, -o mejor siendo llamado- Choncho para toda la vida.
Mi hijo se va de rumba. Le pregunto: ¿con quién vas? Me contesta: Con Lémur, Murci y El Enano. ¿Quiénes? Me rasco la cabeza.
Un día, un momento, un instante, una situación particular. Algo pasa. Algo se ve. Algo se vislumbra. Algo se nombra. Y zas, un rasgo físico hará que la parte se tome por el todo: las orejas, el tamaño, la nariz, la cojera. O un acto se impone sobre todos los demás. Al que hizo una locura le dirán el loco; el que se empelota en un paseo se queda Biringa, de por vida.
Nunca falta agudeza en un sobrenombre. Hay azar, sí, pero sobre todo verdad e ingenio. Los apodos son, en muchos casos, brillantes. Resultado de una mirada fina sobre el otro, captan un rasgo físico o un rasgo prevalente de la personalidad. Un rasgo que puede rozar lo esencial. Para la muestra, varios botones.
Uribito, o Andrés Felipe Arias es un Uribe más chiquito y más poquito.
Cuchillo y Carecuchillo son dos capos del narcotráfico, hermanos. Temidos, perseguidos. Su apellido es Guerrero.
Dicen que al Mono Jojoy –guerrillero, cabecilla de las FARC– lo pusieron así por su facilidad para escabullirse de los perseguidores, como lo hace un gusano selvático, el mojojoy.
En mi infancia oí muchas veces mentar el bandolero liberal Sangrenegra. Era uno de los nombres del terror para una niña como yo, que salía a pasear con su familia en carro por las carreteras de Colombia. Más grandecita el “nombre del malo” que se oía era Tirofijo. Pedro Antonio Marín o Manuel Marulanda Vélez, seguro, no me habrían dado miedo.
También de esa época, -mi papá y mis hermanos oyendo partidos de fútbol en la radio o viendo la Vuelta a Colombia en la televisión en blanco y negro-, resuenan en mi memoria: Garrincha, Pelé, Cochise y el Ñato Suárez.
No olvido a La Chiqui en la toma de la Embajada Dominicana por el M19, con su pasamontañas negro. Medía 1.55. Ya muerta supe que se llamaba Carmenza Cardona Londoño y que a los siete años, mientras se columpiaba, se cayó y se lesionó el coxis.
Un amigo recientemente me contó que al papá de César Rincón le decían Mojicón por su mentón grande y redondeado. Se reía contándomelo porque era verdad: su cumbamba parecía un mojicón.
Los apodos fueron y son para mí los nombres más verdaderos; y lo seguirán siendo.