Por: Irina Juliao Rossi
Sacarás el perro a pasear por los mismos lugares donde me llevabas. Lo tomarás de la cadena hasta entrar al supermercado, llegarás extasiada de depresión, justo, frente a los dulces que hacían perderme de la lucidez.
Darás unos veinte pasos y leerás otras tantas veces las etiquetas de los vinos tintos que solías darme de beber con la intención de volverme a perder, esta vez, en la oscuridad de tu lujuria.
Tomarás una manzana verde para no caer en tentación, unas margaritas blancas y una vela de olor para quemar lo ido.
Saldrás con escasas dos bolsas en una mano, sin perder la fuerza en la otra que sujeta al perro, tu nuevo huésped.
Abrirás la puerta del apartamento, dejarás tirada la compra y encenderás un cigarro para echarle humo al viento que atraviesa los vitrales.
Husmearás por la ventana abierta, mirarás desoladamente en tus adentros y al abrir los ojos sentirás de frente los ladridos de tu perro, del que hoy come de tu mano.
Lo verás, le sonreirás coquetamente y le invitarás a caminar sin cadenas por entre las calles crudas de cementos y retazos de polvos.
Fijarás tus pies en la esquina y al doblar, a solo diez metros saludarás al ruso, te sentarás a sorbos de cebadas y otro cigarro jugará en tus labios, columpiándose entre una y otra bocanada de nada.
Y el perro, tu nuevo perro, seguirá ahí, adentrándose en tu mundo, viéndote como ama que no ama.
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