Por: Adriana Patricia Giraldo Duarte
La primera línea de un texto viejo y borrado nos dijo que teníamos que ser más pacientes, concentrarnos en lo importante, aislarnos de los ruidos y decidirnos por el único ejercicio de la productividad.
Y cuando nos atrevimos a borrarlo, firmamos el derecho a pertenecer a una secta que debería ser obligatoria para todos, en la que nos quitáramos los zapatos y meditáramos a la media tarde, para luego comer sin remordimiento dulce en exceso, en medio de la pausa por los días lluviosos.
Y en ese grupo no habría horarios, sino la medición individual del tiempo y la posibilidad de pintar aunque los demás dijeran que no somos capaces; de cocinar platos de famosos y compartir con los amigos; de enamorar a diario al amor con pruebas de nuevos vinos, y escribir cuando el impulso nos ardiera en los dedos.
La primera línea de ese texto viejo y borrado nos dijo que salirse del esquema estaba prohibido, y que decir la verdad desnutría el espíritu, y que por el contrario, los demás sabían con rabia y anticipación, el descenlace de los hechos.
Y de pronto nos fuimos dando cuenta de que la esperanza del amor tiene que seguir gritándonos de cerca, para actuar con el corazón lejos del veneno de los egoístas y borrar las marcas de quienes dijeron que no debíamos volver más.
Porque tienen que existir las horas en las que quedarse en casa sin bañarse pueda ser la norma, llorar algunas veces al mes, estar más conscientes de las notas musicales que nos despiertan, atarnos simultáneamente a los placeres que nos hacen más felices.
Vivir las primeras horas del día con menos explicaciones, creer de nuevo en las palabras y abrirle paso a esos imaginarios que creemos no van a llegar, respirar, solo respirar, lentos, convencidos de que los milagros son posibles y nos pertenecen.
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