Por: Esperanza Torres
Encontré en mi camino a un hombre que me sorprendió. Sabe amar. A su manera.
Caminamos juntos un trecho. Avanzamos.
Aprendí a reconocerme, a mirarme de frente, a superar miedos.
Su ternura deshizo el hielo que congelaba mi corazón.
Supe amarlo. A mi manera.
“Mujer sábila. Mujer sanadora”, me dijo un día. El piropo más hermoso que jamás me hayan dicho.
De repente, una noche, su mano, fuerte, decidida, en lugar de una caricia, me asestó un golpe en la boca.
Desconcertada, admití su explicación: “Fue sin intención. Se me fue la mano”.
Y sí. Se te fue la mano.
Ahora que lo vivo en el recuerdo sé que el hielo volvió a mi corazón.
Lloré. La razón no quería entender lo que tu mano airada, descontrolada, me dijo: “no te respeto. Y soy capaz de alzarme contra ti cada vez que quiera”.
Por eso, porque la fragilidad del amor es similar al pétalo de una flor, quedó maltrecho. Una lesión que aunque parecía superficial, leve, al transcurrir de los días marcó una profundidad tal que rompió esta historia en dos. Antes y después de ti.
Y hasta de la bofetada –que insistes en calificar de algo sin intención, producto de un juego que yo no jugaba-, aprendí algo. Si admites lo que es inadmisible, te volverá a suceder.
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