Por: Adriana Patricia Giraldo Duarte
Uno es el primero de la fila, sin advertir que los miedos abundan y desafían los segundos.
El peso de las sombras nos ancla al piso, y las noticias desinstalan la memoria para recordarnos que el futuro no era tan abierto. Era tan finito como las frías manos que nos llevamos al rostro antes de despertar.
Y son los demás los que corren por nuestros deseos. Y ceder no significa que ellos ganan. Llevan prisa de inconsciencia en la carrera de la vida, no escuchan los ruidos de la mañana, y no entienden que vale la pena imaginar el fresco paso de la melancolía.
El día anterior nos dijeron en la ducha que hay tiempo para más besos, más lecturas, más poesía, más teatro, para una copa de vino a cielo abierto antes de ir a dormir.
Por supuesto, evaluamos para qué sirven tantas carreras, si los sueños nos van a romper sin que alcancemos el primer lugar de la fila, sin escuchar atentamente esa voz solidaria y privada que a ratos nos susurra que las cosas pueden salirse de control.
Y en ese primer lugar podemos ver cómo los niños dan sus primeros pasos, los hombres silenciosos con audífonos se afeitan en sus carros, y los abuelos avanzan, aunque deberían caminar menos.
Tenemos tiempo para pensar en la fragilidad, en los miedos sofocantes, en las decisiones equivocadas y en los días felices. Tiempo para agradecer que la muerte tenga el último número y nos de chance de otro abrazo, otra palabra renovadora, otra caricia antes de la despedida.
Somos más conscientes y no miramos atrás. Estamos tranquilos frente al saludo de quien no sabe nada, y reparte las fichas antes de que decidamos evaluar los motivos de las luchas nocturnas y el peso de la dudas.
La fragilidad nos desborda, sin que podamos hacer nada por un mundo que rueda descontrolado y arrollador.
Aún así, tenemos que merodear, convencidos de la fe, por si acaso somos como él, los primeros de la fila.
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